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El placer y el dolor. Santiago Ramón y Cajal

La transmisión del impulso nervioso

10 de diciembre de 1906 en Estocolmo



Médico español, descubridor de las neuronas como unidad básica del sistema nervioso y del papel fundamental que éstas tienen en la transmisión del impulso nervioso, Santiago Ramón y Cajal fue el científico más descollante de la generación del 98, un eminente humanista y uno de los mayores histólogos de la historia de la medicina.

Santiago Ramón y Cajal


Nacido en Petilla de Aragón, enclave navarro en la provincia de Zaragoza, en 1852, se trasladó junto a su familia a Zaragoza. El ambiente que respiró el joven Santiago estaba dominado por la vocación hacia la medicina, que su padre ejercía, estudios que culminó en 1873. Al año siguiente consiguió plaza en la sanidad militar y fue destinado a Cuba con el empleo de capitán médico. Meses después, ya en 1875, regresó a la metrópoli para convertirse en ayudante interino de anatomía en la Escuela de Medicina de Zaragoza.
La síntesis biográfica se completa con su doctorado en la Universidad Complutense de Madrid, 1877, y el inicio en las técnicas de observación microscópica; nombrado dos años más tarde director de Museos Anatómicos de la Universidad de Zaragoza y posteriormente catedrático de Anatomía de la Universidad de Valencia donde destacó en la lucha contra la epidemia de cólera que azotó la ciudad en 1885, gracias a sus dotes y su inmensa capacidad de estudio pronto convertido en un experto epidemiólogo. A continuación, siempre reconocidos y valorados sus méritos, ocupó las cátedras de histología en la Universidad de Barcelona, año 1887, y de histología y anatomía patológica en la de Madrid, año 1892.
En 1906 le fue concedido el Premio Nobel de Medicina y Fisiología por sus descubrimientos acerca de la estructura del sistema nervioso y el papel en el mismo de la neurona. El doctor Santiago Ramón y Cajal,  profesor de Histología y Anatomía Patológica de la Facultad de Medicina en Madrid, lo recibió de manos del rey de Suecia en el auditorio de la Real Academia de Música de Estocolmo, el 10 de diciembre de 1906.

Su dedicación al estudio de las conexiones de las células nerviosas a partir del año 1889 le reportó fama internacional. Ramón y Cajal desarrolló métodos de tinción propios, exclusivos para neuronas y nervios, superiores en calidad y resultado a los creados por Camillo Golgi (con quien compartió el Premio Nobel), que le permitieron demostrar que la neurona es el constituyente básico del tejido nervioso. El impulso nervioso se transmite de unas células nerviosas a otras a través del contacto establecido por el cilindroeje de una de ellas con las dendritas o el cuerpo celular de otra; esta zona de unión se llama sinapsis.

Un nuevo hito en la prolífica vida científica de Santiago Ramón y Cajal es la dirección del Instituto Nacional de Higiene, cuya denominación completa es: Instituto de Vacunación, Sueroterapia y Bacteriología de Alfonso XIII. Ello tuvo lugar el verano de 1899, a consecuencia del proceso de reunión del Instituto de Vacunación dirigido por el Dr. Taboada y el de Bacteriología del Dr. Mendoza, con la intervención y patrocinio del Director General de Sanidad, Dr. Cortezo,  y la decisiva implicación del rey Alfonso XIII y el eminente Ramón y Cajal, el mejor bacteriólogo español entonces; más otras personalidades de la época y el inestimable apoyo de una suscripción popular.
En 1907 presidió la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, sede en la que desarrolló una técnica propia para la tinción del sistema nervioso: Técnica del oro sublimado, solución mezcla de cloruro de mercurio y cloruro de oro que precipita sobre los gliofilamentos. Esta técnica, evolución de otra también propia anterior, denominada Técnica de Cajal, resultó superior a la del formol-urano aplicada por Golgi.
En 1920 renunció a la dirección del Instituto Nacional de Higiene para incorporarse en 1922 al recién creado Instituto Cajal de Investigaciones Biológicas, también bajo el auspicio regio de Alfonso XIII. Santiago Ramón y Cajal empeñó sus últimos esfuerzos, una vez apartado de la docencia, a la tarea científica de esta institución.
* * *

Cabe reseñar en esta sucinta biografía, a modo de epílogo, que Ramón y Cajal también se interesó por el conocimiento de la estructura del cerebro y del cerebelo, la médula espinal, el bulbo raquídeo y diversos centros sensoriales del organismo como la retina.
Además, fue el creador e impulsor de una escuela para el estudio de la histología y de la patología del sistema nervioso, cuya labor obtuvo un amplio reconocimiento internacional no únicamente circunscrito al presente de la vida del prestigioso científico, continuada por sus eminentes sucesores.

Entre sus obras de carácter didáctico destacan: Textura del sistema nervioso del hombre y de los vertebrados, Estudios sobre la degeneración y regeneración del sistema nervioso, y Neuronismo o reticulismo.

Santiago Ramón y Cajal. Retrato por Ricardo Madrazo.

Imagen de http://www.foroverbar.com
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Santiago Ramón y Cajal, médico histólogo, científico e investigador, ofreció al mundo intelectual una faceta humanista, por supuesto vinculada a su actividad profesional  y vocación pedagógica. Declarado admirador de Cervantes y su magna obra, el que a continuación se reproduce, íntegro y literal, es el discurso pronunciado en el Colegio de Médicos de Madrid el 9 de mayo de 1905, titulado:

Psicología del Quijote y el Quijotismo
Más de una vez me he preguntado: ¿por qué Cervantes no hizo cuerdo a su héroe? La defensa briosa y elocuente del realismo en la esfera del arte, no exigía necesariamente la insania del caballero del ideal Convengamos, empero, en que un Quijote meramente filántropo, aunque apasionado y vehemente, no habría abandonado de buen grado la blandura y regalos de la vida burguesa para lanzarse a las arriesgadas y temerarias aventuras. Y aun dado caso que la codicia de gloria y el ansia de justicia fueran poderosas a sacarle de sus casillas, llevándole a militar denodadamente contra el egoísmo y la perfidia del mundo, ¿habrían dado pie sus gestas, en tanto que materia de labor artística, para forjar los épicos, maravillosos y sorprendentes episodios que todos admiramos en el libro inmortal y que tan alto hablan del soberano ingenio y vena creadora del príncipe de nuestros prosistas?
Sin duda, a causa de esta obligada anormalidad mental de Don Quijote, que le llevaba a provocar las más descomunales e imposibles aventuras, el tono general de la novela es de honda melancolía y desconsolador pesimismo. En vano el lector, emocionado, pretende serenarse haciéndose cuentas de que Cervantes no personificó en el Caballero de la Triste Figura sino las desvariadas, inconsistentes e inverosímiles composiciones caballerescas. Arrastrados, a nuestro pesar, por la tendencia generalizadora de la razón, nos asalta el temor de que el anatema que en la obra de Cervantes pesa sobre el arte romántico, se extienda a dominios ajenos al designio del soberano artista. Y nos preguntamos, con inquietud en el alma y lágrimas en los ojos; ¿Cómo? ¿Estarán también condenados a perecer irremisiblemente todos los altos idealismos de la ciencia, de la filosofía y de la política? ¿Reservado queda no más a la demencia afrontar los grandes heroísmos y las magnas empresas humanitarias?
Y esta emoción melancólica y deprimente llega a la agudeza de ver cómo, a la hora de la muerte, el loco sublime convertido ya en Alonso Quijano el Bueno, recobra bruscamente la razón para proclamar la triste y enervadora doctrina de la resignación ante las inquietudes del mundo. En los nidos de antaño no hay pájaros hogaño, nos dice con voz desfallecida, en que parecen vibrar estertores de agonía. ¡Arranque de infinita disolución, que nos anuncia cómo el paraíso de paz y de ventura y la ensoñada edad de oro que la humanidad anhela para el presente o para no muy alejado porvenir, representa un remotísimo pasado que ya no volverá!… Necio fuera desconocer que, no obstante la nota general, hondamente poética, campea y retoza en la epopeya cervantina un humorismo sano y de buena ley.  ¿Qué otra cosa representa el donairoso y regocijador tipo de Sancho sino el artístico contrapeso emocional del quejumbroso y asendereado Caballero de la Triste Figura?
    Reflejo fiel de la vida sucédense en la inmortal novela, como en el cinematógrafo de la conciencia humana, estas dos emociones antípodas y alternantes: el placer y el dolor. Pero, al modo de esos frutos de dulce corteza y amargo hueso, en la creación cervantina la acritud es interna y el dulzor externo. Cierto que hay peripecias y coloquios de una vis cómica incomparable; mas, a despecho de la intención piadosa del autor, bajo la ingenua y blanca careta del gracioso, corren calladas las lágrimas, cual silencioso arroyuelo que bajo la soleada nieve se desliza.
¿Cómo se forjó, allá en la caldeada imaginación cervantina, tan felicísimo y artístico contraste? ¿En virtud de qué condiciones psicológicas escritor tan sereno, quijotil y optimista puso en su obra ese dejo de tristeza y de amargo pesimismo? Cuestiones arduas y dificilísimas, para cuya solución fuera imprescindible conocer todos los repliegues y recovecos de la complicada mente de Miguel, amén de los choques, episodios e incidentes emocionales que la conmovieron y adoctrinaron durante los tristes años precursores de la genial concepción.
Con todo esto, no faltan valiosos materiales que permitan, si no resolver el problema, formular al menos alguna posibilidad más o menos plausible. Estos datos, acarreados por los penetrantes análisis de nuestro primer crítico Menéndez Pelayo, por la diligencia y saber de Revilla y Valera, por la reciente labora, tan copiosa, artística y evocadora de Navarro Ledesma, por los atisbos felices de Unamuno, Salillas y otros muchos expertísimos y devotos cervantistas, nos enseñan que Cervantes, salvo el paréntesis realista durante el cual planeó y escribió el libro inmortal, fue siempre quijote incorregible en la acción y poeta romántico en el sentir y pensar.
¿Qué ocurrió, pues, para que el manco de Lepanto abandonara el culto de sus ideales artísticos? Fácil es adivinarlo, y, por otra parte, consignado está en no pocos estudios críticos.
Nació y creció Cervantes con altas y nobilísimas ambiciones. Héroe en Lepanto, soñó con la gloria de los grandes caudillos; escritor sentimental y amatorio, ansió ceñir la corona del poeta; íntegro y diligente funcionario, aspiró a la prosperidad económica, o cuando menos al aurea mediocritas; enamorado de Esquivias, pensó convertir su vida en perdurable idilio. Mas el destino implacable trocó sus ilusiones en desengaños, y al doblar de la cumbre de la vida se vio olvidado, solitario, pobre, cautivo y deshonrado.
Los grandes desencantos desimantan las voluntades mejor orientadas y deforman hasta los caracteres más enteros. Tal le ocurrió a Cervantes. De aquel caos tenebroso de la sevillana cárcel, donde se dieron cita para acabar de cincelar el genio cuantas lacerías, angustias y miserias atormentan y degradan a la criatura humana, surgieron un libro nuevo y un hombre renovado; el único capaz de escribir este libro.
¡Obra sin par amasada con lágrimas y carne del genio, donde se vació por entero un alma afligida y desencantada del vivir!
Sus páginas son símbolo perfecto de la vida. Como en el corte de un bosque, abajo vemos las negruras del humus vegetal formado con detritus de ilusiones y despojos de esperanzas (propio alimento del genio literario); sobre la tierra, erguidos y mirando al cielo los robustos tallos de las ideas levantadas, de los propósitos nobles, de las aspiraciones sublimes; y arriba, bañadas en la atmósfera azul, las frondas del lenguaje natural, castizo y colorista, la delicada flor de la poesía y el acre fruto de la experiencia.
Se ha dicho por muchos que la suprema creación cervantina es el más perfecto, el último, el insuperable libro de caballerías. Mas en juicio semejante, a primera vista paradójico, y en pugna con la finalidad confesada de la obra, y las explícitas declaraciones del mismo Cervantes, yo sólo acierto a ver la tácita afirmación de que la figura del protagonista está tan soberana, tan amorosamente sentida y dibujada, que por fuerza el autor debió de tener algo y aun mucho de Quijote. No salen de la pluma tan vivos y perfectos los retratos humanos si el pintor no se miró muchas veces al espejo y enfocó los escondrijos de la propia conciencia. Pero después de reconocer este parentesco espiritual entre Don Quijote y su autor, es forzoso convenir también en que en la incomparable novela, a vueltas de algún retornado a las antiguas caballerescas andanzas, campean y se exteriorizan con elocuentes acentos el desaliento del apasionado del ideal, el doloroso abandono de una ilusión tenazmente acariciada, el mea culpa un poco irónico quizá, del altruismo desengañado y vencido.
Para conservar serena la mente y viva y plástica la fantasía, menester es que el poeta desgraciado evoque de cuando en cuando imágenes risueñas capaces de ocultar y engalanar el fondo tenebroso de la conciencia al modo como la irisada espuma disimula el oscuro e insondable piélago. Compensación emocional de este género, representa, en mi sentir, el humorismo de Sancho Panza. En tan felicísima encarnación de la serenidad y de la bondad de alma, halló Cide Hamete el sosiego y la fuerza indispensables para proseguir su labor creadora y descartar visiones sombrías y punzantes remembranzas.
En las páginas de la imperecedera epopeya, Sancho Panza simboliza no sólo la estéril meseta del sentido común, el saber humilde del pueblo acuñado en refranes, el lastre, sin el cual el hinchado globo del ideal estallará en las nubes. Es algo más y mejor que eso. Con sus gracias, socarronerías y donaire, solazó el espíritu de Cervantes, haciéndole llevadera la carga abrumadora de angustias y desventuras. Por Sancho amó la vida y el trabajo, y pudo, tiempos adelante, y curado de enervadores pesimismos, retornar a los románticos amores de la juventud componiendo Persiles, verdadero libro de caballerías, y el Viaje del Parnaso, admirable y definitivo testamento literario. Sancho Panza, beleño suave de su sensibilidad sobreexcitada, salvó al genio, y con él su gloria y nuestra gloria.
Más de una vez, deplorando la amargura que destilan las páginas del libro cervantino, he exclamado para mis adentros: ¡Ah! Si el infortunado soldado de Lepanto no hubiera devorado desdenes y persecuciones injustas; si no llorara toda una juventud perdida en triste y oscuro cautiverio; si, en fin, no hubiera escrito entre ayes, carcajadas y blasfemias de la hampa sevillana, en aquella infecta cárcel donde toda incomodidad tenía su asiento…, ¡cuán diferente, cuán vivificante y alentador Quijote hubiera compuesto! Acaso la novela imperecedera sería, no el poema de la resignación y de la esperanza sino el poema de la libertad y de la renovación. ¡Y quién sabe sí, en pos del Caballero de los Leones, otros Quijotes de carne y hueso, sugestionados por el héroe cervantino, no habrían combatido también en defensa de la justicia y del honor, convirtiéndose al fin la algarada de locos en gloriosa campaña de cuerdos, en apostolado regenerador, consagrado por los homenajes de la historia y el eterno amor de Dulcinea…, de esa mujer ideal, cuyo nombre, suave y acariciador, evoca en el alma la sagrada imagen de la patria!…
Pero en seguida, al dar de esta suerte rienda a mi desvariada fantasía, atajábame una duda inquietante. ¿Estás bien seguro —me decía— de que en un ambiente sereno y tibio, exento de pesadumbres y miserias, se habría escrito el Quijote?
Y de haber visto la luz en menos rigurosas condiciones de medio moral, ¿fuera, según es ahora, resumen y compendio de la vida humana, y visión histórica fidelísima, donde, simbolizadas en tipos universales y eternos, se agitan y claman todas las lacras, pobrezas, decadencias de la España vieja?
¡Quizá el privilegiado cerebro de Cervantes necesitó, para llegar al tono y hervor de la inspiración sublime, de la punzante espuela del dolor y del espectáculo desolador de la miseria!
Hora es ya de decir algo del quijotismo. Cuando un genio literario acierta a forjar una personificación vigorosa, universal, rebosante de vida y de grandeza, y generadora de la esfera social de grandes corrientes del pensamiento, la figura del personaje fantástico se agiganta, trasciende los límites de la fábula, invade la vida real y marca con sello especial e indeleble a todas las gentes de la raza o nacionalidad a que la estupenda criatura espiritual pertenece. Tal ha ocurrido con el héroe del libro de Cervantes.
Muchos extranjeros y no pocos españoles, creyendo descubrir cierto aire de familia entre el citado protagonista y el ambiente moral en que fue concebido, no han reparado en adjudicarnos, sin más averiguaciones, el desdeñoso dictado de quijotes, calificando asimismo de quijotismos cuantas empresas y aspiraciones españolas no fueron coronadas por la fortuna. Complácense en pintarnos cual legendarios Caballeros de la Triste Figura, tenazmente enamorados de un pasado imposible, e incapaces de acomodación a la realidad y a sus útiles y salvadoras enseñanzas.
No seré yo, ciertamente, quien niegue la complicidad que, en tristes reveses y decadencias, tuvieron la incultura, así como la devoción y apegamiento excesivos a la tradición moral e intelectual de la raza; pero séame permitido dudar que la ignorancia, el aturdimiento y la imprevisión constituyan la esencia y fondo del quijotismo. O esta palabra carece de toda significación ética precisa, o simboliza el culto ferviente a un alto ideal de conducta, la voluntad obstinadamente orientada hacia la luz y la felicidad de la humana colmena. Apóstoles abnegados de la paz y de la beatitud sociales, los verdaderos Quijotes siéntense abrasados por el amor a la justicia para cuyo triunfo sacrifican sin vacilar la propia existencia, cuanto más los apetitos y fruiciones de la sensibilidad. En todos sus actos y tendencias ponen la finalidad, no dentro de sí, en las bajas regiones del alma concupiscente, sino en el espíritu de la persona colectiva, de que se reconocen células humildes y generosas.


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