Reflexiones para dignificar la lengua romance
Al mismo tiempo que el castellano se convertía de forma definitiva en vehículo de expresión de cualquier tipo de contenido —el latín era privilegio sólo de los doctos—, aparece reiteradamente expresada, en textos de teóricos y creadores, la idea de la situación precaria de nuestras letras frente al brillo de las armas gracias a las victorias militares.
El imperio alcanza su cenit. Y hasta que esta dinastía degenere, ejemplificada la decadencia en Carlos II, una creación literaria espléndida, que justifica plenamente el término Edad de Oro, habrá enriquecido la lengua española.
A mediados del siglo XVI España dominaba la mayor parte del Nuevo Mundo, y el emperador Carlos I, nieto de los Reyes Católicos, unía las herencias española, borgoñona y habsburguesa, fruto de la política concebida por Isabel y Fernando. En 1580 el reino de Portugal queda incorporado a la Corona española del monarca Felipe II. En ese momento la hegemonía española en el mundo asciende a su cima.
En la alabanza de la lengua de aquella época gloriosa se pondera la belleza, la suavidad fonética y su abundancia léxica, pero a la vez, y por voces tan doctas como preocupadas, se insiste en su estado descuidado por la falta de escritores que le den lustre, que pongan de manifiesto esas cualidades que posee y que aún no la adornan. Faltan en España autores de la talla de Dante, Petrarca o Boccaccio, escritores en lengua toscana, que dignifiquen la lengua española. De ahí la conciencia generalizada de alzar el idioma de uso común al lugar que le corresponde, y también el dar sentido a las teorías sobre el origen de la lengua; una buena manera de dignificar la lengua es partiendo de sus orígenes.
El otro camino para remediar esta situación era que escritores cultos, conocedores del arte de la elocuencia, se convirtieran en los guías de la transformación. Sólo convirtiendo en autoridades a buenos escritores, para conseguir que sean imitados, se sacará a la lengua del descuido en que se halla, por incurrir en el error de creer que la naturaleza con el uso la enseña.
En este marco cobra sentido la tarea de Francisco Sánchez de las Brozas, el Brocense, y de Fernando de Herrera convirtiendo a Garcilaso de la Vega en un modelo a seguir, puesto que desde la imitación de ilustres predecesores consigue dar esplendor a la lengua. Herrera repasa la escritura anterior, con el antecedente creado por los sonetos del Marqués de Santillana, la llaneza de estilo y las sentencias de Boscán y Ausias, los conceptos del ánimo de Diego Hurtado de Mendoza, la suavidad expresiva de Gutierre de Cetina; hasta culminar en el alabado Garcilaso, autor dulce y grave. Es a él a quien va a comentar Herrera, que se sabe dentro del proceso enriquecedor de una lengua forjado a través de la nueva poesía, la que había revolucionado la lengua literaria imitando la italiana.
La renovación de la lengua llega a un punto culminante con Góngora, quien consciente de ello expone: “Nuestra lengua a costa de mi trabajo [sus Soledades] ha llegado a la perfección y alteza de la latina”.
Ha concluido, pues, el proceso de dignificación; ha culminado una evolución de la lengua poética que dio inicio en Garcilaso y acaba en Góngora y Quevedo. A partir de esta realidad que marca el antes y el después, toda nueva forma de hacer poesía tendrá que apoyarse en los supuestos de la renovación, quedando cerrados los otrora caminos abiertos por la imitación compuesta y el ornato de la elocución.
Poesía y amor van de la mano ayer y hoy. En aquel entonces de lengua dignificada y dispuesta cuando pudiere al uso común en lectura y escritura, a expensas de saber lo uno y lo otro como es natural, al ser el argumento de amor, que es forma sutil y encantadora de definirlo, siempre el mismo e inmutables sus protagonistas genéricamente considerados, con tales mimbres el poeta puede crear un código literario superponiendo metáforas, enlazando figuras retóricas, acumulando alusiones mitológicas que, eso sí, sólo los doctos descifran. Y lo pueden hacer por compartir los conocimientos con el poeta y por nacer de una anécdota constante. Valga el ejemplo femenino: si la dama es siempre desdeñosa e incluso cruel, si fría como el hielo, cabe la hipérbole de Quevedo dirigida a una dama de esas características , “hermosísimo invierno de mi vida”.
Es el arte de la dificultad, que enseña al profano y da placer al que sabe desentrañarla; la oscuridad puede transformarse en claridad, en belleza, al identificar el proceso creador que ha seguido el poeta. La lengua poética había legado a la cumbre de su perfección al utilizar con máximo atrevimiento un código exacto.
Únicamente un poeta se atrevió a cruzar esta frontera e ir más allá, merced a su experiencia mística. El genio de San Juan de la Cruz anticipa en nada menos que cuatro siglos la irrupción de la imagen irracional en la poesía.
El proceso de la dignificación de la lengua romance, el vehículo de comunicación general, ha culminado con las obras espléndidas de sus patrocinadores y con su dominio absoluto del idioma. Sorprenden, asombran, hacen de las palabras “hidras bocales”, como dice Baltasar Gracián en su Agudeza y arte de ingenio, “pues a más de su propia y directa significación, si la cortan o la trastruecan, de cada sílaba renace una sutileza ingeniosa y de cada acento un concepto”. Gracián tomó en esa obra “todo lo más bien dicho, así sacro como humano” como ejemplo de “todos los modos y diferencias de conceptos” y le añadió “un tratado de los estilos, su propiedad, ideas del bien hablar, con el arte de erudición y modo de aplicarla”. Para él, “si el percibir la agudeza acredita de águila, el producirla empeñará en ángel”; el hombre que puede definir los límites de su naturaleza y modelarse a sí mismo según la voluntad de su espíritu, puede alzarse con la lengua hasta la condición angélica al menos en el espacio literario.
Herencia del humanismo, y como precursor de la próxima labor recopiladora e historicista, en esta época dorada se ampliarán la reflexión y el estudio sobre la lengua.
Enunciamos algunos de los más señeros tratadistas que reflexionaron sobre la lengua española y propusieron innovaciones para su cimiento y expansión.
Sebastián de Covarrubias publica en 1611 su Tesoro de la lengua castellana o española, en el que lega un diccionario y con él una información valiosísima sobre ideas, creencias, opiniones, conocimientos y otros aspectos de la vida española de entonces expuestos en correlación al definir las palabras; centón pintoresco, lleno de voces y dichos populares, es fundamental para el conocimiento del idioma.
Imagen de fondosdigitales.us.es
Gonzalo Correas, profesor de griego y hebreo en la Universidad de Salamanca, recopilará en su Vocabulario de refranes y frases proverbiales (1627) esas expresiones donde ya Juan de Valdés consideraba que se veía muy bien “la puridad de la lengua castellana”. Entre 1625 y 1630 propone el maestro Correas una innovación gráfica apoyada en la fonética con atrevidas modificaciones ortográficas, encaminadas a armonizar la escritura con la pronunciación, que inicia su Arte de la lengua española castellana (1625), y cristaliza su Ortografía castellana, nueva y perfecta (1630).
Imagen de todocoleccion.net
Bernardo José de Aldrete habla con mesura y acierto en 1606 Del origen y principio de la lengua castellana (u Origen y principio de la lengua castellana o romance), obra que atisba muchas de las leyes fonéticas relativas a la transformación de los sonidos latinos al pasar al romance, confirmadas después por la lingüística moderna.
Imagen de casadellibro.com
Juan de Valdés, en su Diálogo de la lengua (h. 1535), impulsado por el afán de reglamentar usos, formula muchas normas arbitrarias; pero la mayoría de las que da son exactas, y tiene un sentido certero de los usos preferibles en los casos de duda.
Cristóbal de Villalón es más técnico que Valdés. Su Gramática castellana, datada en 1558, está llena de observaciones agudas.
El erudito bibliógrafo Nicolás Antonio ofrece en dos obras, Bibliotheca Hispana Vetus y Bibliotheca Hispana Nova (1696 y 1672, respectivamente), otro muy valioso instrumento para el estudio de nuestra historia literaria.
Imagen de es.wikipedia.org
Imagen de cvc.cervantes.es
Ambrosio Morales afirma que “faltan en nuestra lengua buenos ejemplos del bien hablar en los libros, que es la mayor ayuda que puede haber para perfeccionarse un lenguaje”, en su Discurso sobre la lengua castellana, que aparece como prólogo al lector en la obra de su tío Fernán Pérez de Oliva Diálogo de la dignidad del hombre, fechada en 1546.
Fray Jerónimo de San José en su Genio de la Historia, 1651, manifiesta la conciencia de la perfección del uso de la lengua: “Han levantado nuestros españoles tanto el estilo que casi han igualado con el valor la elocuencia”. Por lo que lejos quedaba la inferioridad de las letras españolas con las victorias militares. Cuando el poderío político se esfumaba la fuerza de la lengua literaria aparecía resplandeciente.
Imagen de cesbor.blogspot.com
Decía bien san Juan de la Cruz: “Ha subido su hablar tan de punto el artificio, que no le alcanzan ya las comunes leyes del bien decir, y cada día se las inventa nuevas el arte”.
Síntesis de los estudios sobre el idioma español en los siglos XVI y XVII
La tarea iniciada por Antonio de Nebrija tuvo muchos continuadores. Abundan las obras destinadas a extranjeros para el aprendizaje del español, y también los diccionarios bilingües que facilitan el estudio de las lenguas. Pero mayor interés ofrecen los intentos de algunos autores que pretenden alcanzar, mediante la observación libre de prejuicios gramaticales latinos, las verdaderas leyes que rigen el funcionamiento del idioma.
Ninguno de nuestros tratadistas de entonces ponía en juego un método científico riguroso; pero a veces estos métodos poseían una capacidad de penetración suficiente para descubrir realidades gramaticales indudables. Valga la siguiente relación como breve muestra y complemento a lo citado en líneas precedentes:
Libro subtilissimo intitulado Honra de escrivanos, de Pedro de Madariaga; Manual de escribientes, de Antonio de Torquemada (1552); Gramática de la lengua vulgar de España, anónimo (1559); Minerva, de Francisco Sánchez de la Brozas (1562). Ortografía castellana, de Mateo Alemán (1609); Epítome de la Ortografía Latina y Castellana e Instituciones de la Gramática Española, de Bartolomé Jiménez Patón (1614); Gramática española (o Gramática de la Lengua Española), de Jerónimo de Texeda (1619); Vocabulario de refranes y frases populares, anónimo (1627); y Ortografía Kastellana, anónimo (1630).
La postura de los gramáticos y ortógrafos de los siglos XVI y XVII fue, ordinariamente, más de preceptistas que de científicos; pero el dinamismo creador de sus contemporáneos era más poderoso que el sentido de disciplina en el uso del idioma.
(Artículo basado en los estudios de Rafael Lapesa y José Carlos Mainer)