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Jamás el enemigo me ha visto las espaldas. Antonio de Oquendo

Batalla naval de los Abrojos (o de Pernambuco)

El Imperio en los mares: Las acciones navales de Antonio de Oquendo

Fecha: 12 de septiembre de 1631 en aguas de Pernambuco



De casta le viene al galgo, y así suele corresponderse en la Marina. Antonio de Oquendo y Zandategui, guipuzcoano de San Sebastián, nacido en 1577, era hijo de Miguel de Oquendo, marino y militar embarcado en la Grande y Felicísima Armada.
    Superó a su padre en títulos, hazañas y prestigio, pues llegó a ser Almirante general de la Armada del Mar Océano, Caballero de la Orden de Santiago y alcalde de su localidad natal. Protagonista en más de cien combates navales, los dos de mayor recuerdo conmemoran la batalla de los Abrojos, o de Pernambuco, en 1631, y la de las Dunas, en 1639; esta última, aun suponiendo derrota, por un planteamiento estratégico erróneo, siendo como era un experto marino, también le concede el mérito al valor y a la minoración posterior de los daños. De esta batalla perdida queda su frase: “No permita el cielo que una mancha tan grande menoscabe mi reputación: jamás el enemigo me ha visto las espaldas”.

Antonio de Oquendo ingresa en la Marina Real en 1587, bien joven, y en 1607 le es conferido el mando de las escuadras de Vizcaya y del Cantábrico, ésta formada por las armadas de Vizcaya, Guipúzcoa y la cántabra Hermandad de las Cuatro Villas de la Costa de la Mar, a saber: San Vicente de la Barquera, Santander, Laredo y Castro Urdiales. La actividad naval en esa época resulta en misiones de escolta a los galeones de las Indias y la persecución y castigo a los piratas berberiscos; ya en 1623, Felipe IV le nombra Almirante general de la Armada del Mar Océano.
    Como prólogo y epílogo de su brillante servicio en la Marina Real, figura la participación en el levantamiento del asedio al puerto de La Mámora (o La Mamora), cercado por las tropas del sultán de Marruecos, en 1614; y en 1631 la victoria sobre la flota holandesa de bloqueo a los entonces puertos españoles de Todos los Santos y Pernambuco, ambos en Brasil. Por este sonado triunfo, Felipe IV lo incorporó al Consejo de Guerra.

Estatua de Antonio de Oquendo en San Sebastián.

Imagen de vascongados.blogspot.com.es

Liberación del asedio de La Mámora (o La Mamora)    
La toma de La Mámora para liberarla del asedio del sultán de Marruecos, fue una operación naval dirigida por Luis Fajardo y Chacón, Capitán general de la Mar Océana.
    En la campaña contra el corso emprendida a lo largo de la costa del sultanato marroquí a principios del siglo XVII, en busca de detener la actividad pirata y de hostigamiento llevada a cabo principalmente por la flota de los Países Bajos, se ocupó la ciudad y territorio anejo de Larache en 1610, prosiguiendo en la determinación hasta el mes de agosto, fecha que recoge la arribada de la flota expedicionaria española a La Mámora; localidad costera atlántica, situada junto al estuario del río Sebú y aproximadamente a treinta kilómetros de la actual capital marroquí Rabat.
    En vísperas del desembarco en La Mámora, los españoles habían iniciado un ataque de distracción sobre la localidad de Salé, situada en la desembocadura del río Bu Regreg, y frente a Rabat. Fondeadas en la rada de La Mámora aparecían cuatro naves holandesas de la flota de guerra del almirante Johan Eversen, confirmando los tratos entre los Países Bajos y el sultanato para ejercer presiones y asaltos contra los intereses españoles y sus barcos.
   Sin apenas esfuerzo bélico ni derramamiento de sangre, La Mámora quedó liberada de enemigo. Desde ese momento pasó a denominarse San Miguel de Ultramar.

Batalla naval de los Abrojos (o de Pernambuco)
En el año 1631, las naves holandesas, principalmente, pero no las únicas, acechaban insistentemente el comercio en las rutas entre España y América del Sur, y tomaron como objetivo el asedio a la plaza de Pernambuco y la bahía de Todos los Santos.
    Dado el feo cariz de la situación para los intereses españoles, el rey Felipe IV dispuso que el almirante Antonio de Oquendo comandase una flota de castigo y liberación del porfiado enemigo, al que anteriormente había derrotado en diferentes combates en otras aguas.
    Zarpó de Lisboa la escuadra española, con carabelas portuguesas y de particulares, hacia el lugar de conflicto el 15 de mayo del año citado, con tan solo dieciséis navíos, de los cuales cinco no llevaban completa su dotación y otros tantos eran por sus características de menor empaque para la guerra; sumando tres mil hombres de refuerzo en total para el apoyo a las plazas acosadas. Al mando, Antonio de Oquendo, y su segundo Francisco de Vallecilla; Santiago era el nombre de la nave capitana y San Antonio el de la almiranta.
    Enterado el almirante holandés Adriaan Hans Pater de la fuerza española que se dirigía a Pernambuco, navegó con parte de la suya, también dieciséis navíos, pero bien equipados y superando todos las ochocientas toneladas, embarcando mil quinientos hombres, con rumbo de cruce. Ambas escuadras se avistaron el 12 de septiembre en los 18º de latitud meridional y treinta y ocho Oeste aproximadamente, y a ocho leguas de la zona de bajíos de los Abrojos, a trescientas millas de la costa; la escuadra holandesa ocupaba el sector de barlovento.
    La capitana española hizo señal a las carabelas y naves particulares de su escuadra para que se acogiesen al paraje más seguro de aquellas aguas, a lo que el conde de Bañolas (o Bayolo), comandante de la tropa que iba a socorrer a los sitiados de Pernambuco, se opuso en principio para que Oquendo contara con más efectivos en su lucha marina contra el enemigo; pero éste mantuvo su orden para no exponer a tantos a una pérdida que, de producirse, sería irreparable. “Son poca ropa”, ironizó el almirante. Cumplida la orden, Oquendo se preparó para recibir el embate de la escuadra de las Provincias Unidas de los Países Bajos, citándola al estilo de la mar para que acudiera al enfrentamiento. Raudo se aventuró la capitana holandesa con Pater en ella, en tanto que la almiranta, mandada por Martin Tiz aproaba a su vez hacia la almiranta española.
    Tiz consiguió alcanzar con fuego el alcázar de Vallecilla, y echó a pique a la almiranta española, provocando heridas de mucha consideración al almirante español. Mal comienzo de batalla; no obstante, el animoso e intrépido Oquendo, siguió imponiendo su fuego y causando grave daño al enemigo. Pater, queriendo emular a su segundo, enfiló con su capitana a la española, y logró abordarla y hasta le echó el arpeo, que era un modo de guerra muy en uso en la táctica naval de la época, pese a su gran riesgo. Tan inmediatas estaban ambas naves capitanas que el bauprés de la holandesa se introdujo entre el palo mayor y la mesana de la española, de suerte que vinieron a quedar atravesadas. Quiso enmendar su acción Pater, en vista de un mal pronóstico, pero en cuanto advirtió la maniobra de retroceso, Oquendo decidió amarrar la nave con un grueso calabrote a fin de retenerla en su desventajosa posición, y dejó ir el timón a la banda para que con el fuerte choque y reacción del buque contrario pudiese alcanzar el barlovento, quedando así las dos capitanas ceñidas de costado a costado, ocasión en que trepidaron los cañones a esa mínima distancia de impacto; de mayor potencia y calibre los holandeses. Éstos, a la desesperada, porque no cundían sus esfuerzos pugnaces, asaltaron la plaza de armas de la capitana española, fracasando en el intento. En esas, embistió al Santiago un galeón holandés por el lado opuesto al de los ya enzarzados, de modo que la capitana española sintió el estrecho contacto por ambas amuras y aún más restringida su capacidad de maniobra. Acudió al rescate el navío del capitán Juan Prado, que logró atraer al galeón holandés y así posibilito nuevamente el duelo mano a mano de las dos capitanas.
    Descollante la figura de Oquendo en el alcázar, allí presente y visible en todo momento, espada en ristre y sin más broquel que un simple vestido de raja, asistido en los lances críticos por el sargento mayor Lázaro de Equiguren y los capitanes Martín de Larreta y José de Gaviria. Hasta que a la caída de la tarde, confiado en su decisión, mandó disparar unas piezas desde la proa contra la popa de la capitana holandesa, y tan acertado fue el tiro que le voló la santabárbara. El almirante Pater comprendió al punto su derrota, y su tragedia personal al morir ahogado en aquellas aguas de contienda.
   Antonio de Oquendo se hizo con el estandarte holandés y un balance favorable de 1900 bajas y tres galeones perdidos por parte holandesa contra 585 y dos, respectivamente, por parte española y aliados.
    En tanto ardía también la capitana española, a la que auxilió el barco flamenco del capitán Jerónimo Masibriadi, integrante de la flota española como transporte; y al fin sucumbió el enemigo holandés, perdido su estandarte, que replegó velas y aunque perseguidos por la escuadra española, la noche interpuso su manto desorientador y cerró el capítulo bélico definitivamente. De inmediato Oquendo mandó seguir ruta al destino fijado y pudo, al fin, introducir el ansiado socorro en San Salvador y otras plazas de Brasil al desembarcar en el cabo de San Agustín la tropa y municiones de boca y guerra.

Juan de la Corte: Batalla de los Abrojos, pintura de 1632. Museo Naval de Madrid.

Imagen de Museo Naval de Madrid.

Regreso al puerto de partida poco después y recibió toda clase de parabienes por su decidida actuación y éxito.
    El mencionado suceso de Las Dunas fue el último episodio de combate en la dilatada y exitosa vida militar de Antonio de Oquendo, fallecido en la Coruña el 7 de junio de 1640.

Imagen de vascongados.blogspot.com.es


    Pedro Menéndez de Avilés

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