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Lo que el mundo debe a España. Luis Suárez Fernández

Luis Suárez Fernández, asturiano de Gijón nacido en 1924, fue profesor de la Facultad de Filosofía y Letras y titular de la Cátedra de Prehistoria e Historia Universal de la Edades Antigua y Media de la Universidad de Valladolid y decano de la misma. Dirigió la primera cátedra de Cine hasta 1965. Procurador en Cortes, Director General de Universidades e Investigación y catedrático de Historia Universal Antigua y Media de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Madrid hasta su jubilación.
Es catedrático emérito de Historia Medieval del departamento de Historia Antigua, Medieval, Paleografía y Diplomática de la Universidad Autónoma de Madrid, miembro de número de la Real Academia de la Historia, de mérito de la de Portugal y correspondiente de la de Buenas Letras de Barcelona y de varias de Hispanoamérica. Ha dirigido la Escuela del CSIC en Roma. A su vez es miembro de la comisión permanente de los Congresos de Historia de la Corona de Aragón, vocal del Comité Español de Ciencias Históricas y Doctor Honoris Causa por la Universidad de Lisboa. Está en posesión de la Gran Cruz del Mérito Civil, la Gran Cruz de Isabel la Católica, la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio, la Gran Cruz del Mérito Militar con distintivo blanco, y de la portuguesa Encomienda de la Orden del Infante Don Enrique. Premio nacional de Historia de España.
Su obra es extensa y de ámbito universal.

Luis Suárez Fernández

Imagen de rah.es
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Presentación de Lo que el mundo le debe a España, obra de Luis Suárez Fernández
Europa es el resultado de las interrelaciones entre cinco ámbitos culturales que se expresan por medio de los grandes idiomas: español, francés, inglés, alemán e italiano —no hay ningún índice de prioridad en el orden que aquí empleamos— y que son independientes de las estructuras políticas, cambiantes en el tiempo. Debe haber una muestra de aprecio y gratitud para todas ellas ya que en definitiva, con sus aportaciones, logran el beneficio del conjunto. En este ensayo, deliberadamente breve, vamos a intentar destacar el conjunto de las aportaciones hispanas, sin que ello suponga menos aprecio de las que los otros europeos lograron. Las patrias, palabra esta que se identifica con patrimonio, son útiles para todos. La ciencia alemana o su música, el teatro británico, la ópera italiana o el academicismo francés tienen, para nosotros los españoles, valor absoluto. Lo mismo debe solicitarse en relación con las aportaciones españolas.
Hispania, cuyo nombre tiene una raíz que desconocemos, obtuvo su identidad a través de Roma. A comienzos del siglo IV, cuando el Imperio ejecutaba el tránsito desde el helenismo al cristianismo, fue reconocida como “diócesis” o ámbito de convivencia, iniciándose así la construcción de un patrimonio que abarcaba no sólo la Península sino también las islas adyacentes y la provincia denominada Tungitania. Aquí, al producirse la destrucción del Imperio, se asentó el pueblo que se consideraba más importante y avanzado a la sazón entre los germanos: los visigodos. Construyeron un reino, sustituyendo en su legitimidad la del Imperio.
Sucedió, sin embargo, que los godos habían pretendido adoptar una forma peculiar de cristianismo, con las tesis arrianas, marcando así las diferencias entre germanidad y romanidad. Pero cuando, en el siglo VI, consiguieron unir políticamente el espacio hispano, se invirtieron los términos y fueron precisamente los iberorromanos los que impusieron su modo de ser y de vivir. El III Concilio de Toledo (589) fue la primera aportación decisiva: el arrianismo fue sustituido por el catolicismo, se sometieron todos los habitantes a un “Lex romana” custodiada por los visigodos, se renunció a la lengua goda imponiéndose el latín y hasta se cambiaron los vestidos. Juan de Bíclara [clérigo católico y cronista de origen godo] establece un paralelismo entre Hispania y Bizancio en la herencia romana.
Otra consecuencia muy importante partió de entonces. Isidoro de Sevilla [obispo, teólogo y erudito hispanogodo] asignó al saber una misión genérica de llegar a conocer el orden de la Creación, utilizando para ello los libros y sus lecturas, es decir, bibliotecas y lecciones. No debemos olvidar que sobre esta base se construyen las escuelas que desembocan en las universidades, típicamente europeas. Dios o tres generaciones después, los continuadores de san Isidoro se integran en el Renacimiento carlovingio.
Esta Hispania, que conservó su nombre demostrando fidelidad a la herencia romana, se perdió en 711 a causa de la expansión islámica, pero ciertos núcleos de resistencia, con el apoyo esencial de Francia —los “europenses” como les llama un anónimo cronista mozárabe—, pudieron emprender una tarea de siglos, a la que llamamos Reconquista. Durante ella se constituyen hasta cinco reinos, pronto reducidos a cuatro, cristianos, que invocan la vieja herencia. Las circunstancias, desde el siglo X, hacen que se produzcan determinados fenómenos que hemos de tener en cuenta.
En primer término el vasallaje, heredado de los germanos, no se convierte en feudalismo sino que se mantiene dentro de las estrictas relaciones de fidelidad entre vasallo y señor. Pero el vasallaje es un contrato que se ratifica mediante juramento y sólo personas libres pueden prestarlo. En León nacen, al restaurarse la legislación gótico-romana, las primeras leyes que permiten al siervo salir de esta condición. Un avance que se extiende luego a toda Europa. En la época de los Reyes Católicos, España es el primer país en donde se dicta una ley disponiendo la nulidad de cualquier vínculo de servidumbre que aún subsistiera. De aquí nacen otras dos consecuencias: a las Asambleas de la Corte son invitados también los representantes del tercer Estado. Un modelo que Simón de Monfort aplicará en Inglaterra creando los Comunes (cámara de los Comunes); la condición de súbdito se identifica con la libertad, asegurada mediante el recíproco cumplimiento de la ley. La Monarquía hispana, desde la segunda década del siglo XIV avanza, por la vía de la Corona de Aragón, hacia un reconocimiento de que la potestad regia se garantiza por medio de tres poderes: legislativo (Cortes), administrativo (Consejo) y Judicial (Audiencia o Chancillería). Es el antecedente necesario para comprender el gran descubrimiento de Montesquieu.
Otras de las aportaciones importantes es la del contacto con musulmanes y judíos, que aportaban de Oriente algunas versiones del helenismo y de la sabiduría oriental. Un día Gerberto de Aurillac, futuro Papa Silvestre II, viajará hasta España para adueñarse del texto de al-Kwarizmi y puede hacer a Europa el gran regalo de los “guarismos” con el número cero. Cero e infinito. Por esta vía, mediante los traductores de Toledo, se rescata el pensamiento de Aristóteles. La versión de las Categorías que se empleaba en la Universidad de París se llamaba “Gundisalvus”, porque era producto de un canónigo de Segovia llamado Domingo González. La ciencia podía de este modo entrar por las vías de la que llamaremos modernidad.
Fue un español, Raimundo Lullio quien trató de convencer a los europeos, en los inicios mismos del Humanismo, de que la fe puede explicarse por medio de la razón, haciendo ver que el cristianismo constituye el modo más racional de explicar la existencia de Dios y de la naturaleza humana. Por esta vía, aprovechando de una manera especial influencias italianas y borgoñonas, España puso en marcha una reforma religiosa que aportaba dos valores opuestos a los del nominalismo, que desembocaría en Lutero: capacidad racional para el conocimiento incluso especulativo y libre albedrío, como explicarían Jorge Manrique o Calderón de la Barca, entre otros autores. A esta aportación deberíamos sumar una tercera de enorme importancia en razón de las peregrinaciones a Santiago: no existe pecado, por grave que sea, que no pueda, mediante verdadera y fructuosa penitencia, alcanzar su perdón. Tres elementos esenciales.
De aquí procede la que llamamos Escuela de Salamanca, que tendrá en Francisco Suárez su punto culminante. Europa recibió el mensaje: partiendo de la base de la libertad racional, e incorporando las enseñanzas de la Iglesia, puede descubrirse que todos los seres humanos, sin distinción de raza, de color o de origen, se encuentran dotados en su naturaleza de ciertos derechos inalienables, como son la vida, la libertad y la propiedad. Las Monarquías estaban llamadas a reconocerlos y defenderlos pero no podían ser sustituidos. Una línea de razonamiento que coincide con la Constitución norteamericana, pero que se sitúa en una dimensión opuesta a la de la Revolución francesa. En la culminación de la reforma española que alimenta al Teatro del Siglo de Oro —Zalamea, La vida es sueño, el burlador de Sevilla o El condenado por desconfiado— se encuentran las aportaciones de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz, que llegan a descubrir el secreto: “A la tarde te examinarán en el amor”.
Pero en torno a este planteamiento, Europa se dividió partiendo de las universidades entre racionalistas y nominalistas. España abraza el tomismo y defiende esta línea de pensamiento. En la primera coyuntura, y a pesar de disponer de un Papa español, España da el paso decisivo para la solución del Cisma de Occidente abandonando la coyuntura de mantenerse en línea inexorable con Benedicto XIII. En la segunda no hubo entendimiento y se aprestó a vencer la “rebelión protestante”. Pero entre 1648 y 1659 es vencida, predominando las razones políticas sobre las ideológicas, y se inicia una desvalorización de los principios esgrimidos por las escuelas españolas. La decadencia política, que se prolonga durante más de dos siglos, lleva a algunos de los intelectuales de la Enciclopedia a suponer que de ningún valor pueden considerarse las aportaciones españolas.
Visión incorrecta. Algunos grandes pensadores, en línea con el padre Feijoo, entre los que destacan Jovellanos y Campomanes, preconizaron una fórmula distinta para la Ilustración: aquella que no renunciaba en modo alguno a la herencia del pasado, el libre albedrío y la trascendencia. Durante dos o tres décadas, como demuestran los avances científicos en España y América, pareció a punto de alcanzarse esta meta. Pero la Revolución francesa provocó primero un freno radical y después una reacción contra los propios ilustrados españoles. Jovellanos, que fue un católico profundo y así lo demostró en la Cartuja de Valldemosa, pudo ser criticado por muchos clericales y presentado como algo que nunca fue, hasta el punto de que la Logia masónica de su ciudad natal emplearía su nombre.
Tiempos difíciles, de ruptura interior. Lo que España en el siglo XIX aportaba a Europa, envolviéndolo en la hazaña de las victorias sobre Napoleón, no era precisamente recomendable. Pues tradicionalismo y liberalismo no se presentaron como peldaños para un ascenso en la cultura, sino como enemigos que trataban de descubrir en el de enfrente un peligro, un mal. Y así hemos vivido un siglo de guerras civiles, en el corazón y en la conducta que el europeísmo debe borrar permitiendo el retorno a esos valores profundos que Europa necesita.

A modo de epílogo (de la citada obra)
Asistimos a los esfuerzos para restaurar a Europa dentro de una cordialidad en las relaciones. De ahí la importancia de estudiar y transmitir los valores que han propagado cada una de sus naciones a la construcción de su cultura. No cabe duda de que la aportación de España es importante; esto no significa en modo alguno que debamos valorar en menos la de los otros países, sino más bien lo contrario. Pero en este breve ensayo, fruto de los logros obtenidos por la copiosa bibliografía que incorporamos, hemos intentado destacar las que, en su día, fueron riqueza de los españoles. Y todo comenzó en el siglo VI cuando, al tiempo que se aceptaba la forma latina del cristianismo, se recogía el derecho romano como una base para la convivencia. En la práctica, el derecho europeo se ha alzado sobre ese ius, que en España aparece con abundancia. El “Fuero de León” o los “Usatges” de Cataluña son una prueba.
Europa debe a España la Reconquista, que no es únicamente una defensa militar contra el islam, sino el recobro de esa forma de cultura. Un día, Gerberto de Aurillac viajó hasta Ripoll y trajo a su regreso las cifras y el número cero. Otro, un arzobispo de Toledo venido de Francia, creó un equipo de traductores y rescató la ciencia helenística a través del árabe y con la ayuda de los judíos. Así pudo Europa recobrar a Aristóteles y a través de él también la herencia de un saber que, por la vía de san Isidoro, habría de dar vida a las universidades.
Probablemente la aportación más decisiva en estos siglos medievales fue la creación de esa forma de Estado que llamamos Monarquía, tan radicalmente distinta de la Königtum y adoptada con ciertas variantes por los otros reinos del Occidente europeo. España cultiva el vasallaje pero sin incidir en el feudalismo salvo en aquellas comarcas pirenaicas que formarán parte del Imperio carlovingio. Vasallaje es el modo de establecer relaciones con reconocimiento de plena libertad entre ambos, señor y vasallos, mediante juramento de fidelidad. De este modo, la Monarquía es un pacto que obliga al rey y a los súbditos al cumplimiento de las leyes —libertades dicen los documentos— siempre sometidas a la moral cristiana. Por esa vía llegaron las Cortes, origen del sistema parlamentario, y también el reconocimiento de la diferencia entre legitimidad y tiranía.
Rex eris si recte facias, decían los sabios godos. Pero en la Edad media todo esto se perfiló con mucha mayor precisión ya que se alcanzó la definición de la persona humana como una realidad que reconoce la existencia de derechos. El Papa se refería a ellos como “naturales”, pero los sabios que forman la Escuela de Salamanca prefirieron otro término: “Derecho de gentes”. Esto significa que todos los seres humanos sin distinción de etnias o de religión debían ver respetadas esas tres condiciones que son la vida, la libertad personal y la propiedad, de tal modo que la conquista, cuando se efectuaba en un país sin dueño, comportaba el Gobierno pero no otra cosa. Estos derechos, elevados a la categoría de fundamentales por el “Testamento de Isabel la Católica”, fueron la causa de que en América n se estableciesen colonias sino reinos o gobernaciones generales. No es posible, y la experiencia de nuestros días así lo confirma, garantizar el cumplimiento de las leyes —surgen abusos y crímenes por todas partes—, pero las referencias a las Leyes de Indias explica que en la América hispana, desde mediados del siglo XVI, la población indígena volviera a crecer.
Otro de los servicios importantes hechos a Europa fue la que llamamos “reforma católica española”, adelantándose a Lutero y estableciendo una alternativa muy diferente a la del servo arbitrio. Pues se defendía desde España que el ser humano no es simple individuo de una especie sino persona en quien concurren especialmente dos dimensiones: el libre arbitrio, que es lo que convierte la libertad en responsabilidad y no simple independencia, y la capacidad racional que alcanza incluso al conocimiento especulativo. Europa aprendió de este modo que no es sólo la “ciencia moderna” la que debe preocuparnos. El ser humano es capaz también de descubrir qué es lo bueno, lo bello y lo justo. Sin lo cual, indudablemente, el conocimiento se convierte en algo limitado.
No hay dudas, entre los historiadores e intelectuales europeos, acerca de la importancia que tuvo el que llamamos Siglo de Oro. A fin de cuentas, cuando nos referimos a las cinco lenguas o modos de pensar esenciales para Europa, e seguida pensamos en Dante, Goethe, Molière, Shakespeare y Cervantes, lo que no puede dejar de señalarse como dimensión esencial. También hemos tratado de destacar, en esta línea, algunos fracasos. Por ejemplo, en el siglo XVIII, el padre Feijoo y sobre todo sus continuadores, Campomanes y Jovellanos, creyeron posible poner en marcha una Ilustración paralela a las de Francia y Alemania, pero conservando todos los valores que caracterizarán a la cultura católica hispana. Y este proyecto naufragó a causa de la Revolución francesa y el empujón napoleónico que prácticamente colapsaron la vida española hundiéndola en un profundo abismo de guerras civiles, primero en América y después en la propia Península.
Ello, no obstante, es importante recordar que las Cortes de Cádiz, aunque implicadas, dieron nacimiento a una Constitución y pusieron en marcha el término “liberal”, que es un hispanismo que se ha generalizado. Hay una atención, por parte de Europa, a los aspectos negativos y sombríos de ese siglo XIX que hasta el comienzo de su segunda mitad se vivió en condiciones lamentables. Pero después del 98 las cosas vuelven a crecer. España, con su neutralidad en ambas guerras, la del 14 y la del 39, prestó a Europa servicios muy importantes: evitó que ninguno de los totalitarismos llegara a imponerse, facilitó el intercambio de prisioneros entre los beligerantes, permitió la huida de muchos que salían del tremendo huracán y devolvió a los judíos una legitimidad que permitió salvar numerosas vidas.
El remate final de toda esta historia es, sin embargo, algo que atañe exclusivamente a España: haber demostrado que es posible salir de un régimen autoritario sin violencia, abriéndose a Europa, de la que, sin duda, es una parte sustancial.


Artículos complementarios

    El sentido de la Historia

    La defensa de la Hispanidad

    El testamento de la reina Isabel la Católica

    Las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio

    La patria y el ingenio de Miguel de Cervantes Saavedra

    Escuela de Salamanca

    Francisco de Vitoria y los Derechos humanos

    Francisco Suárez y el Derecho de gentes

    Apunte sobre la patria y el patriotismo

    El legado jurídico español

    Lo inferior como superior, lo regresivo como “progreso”

    La cuna del Parlamentarismo

    La batalla de los Tres Reyes

    Las primeras Universidades en América

    Diplomacia humanitaria (I)

    Diplomacia humanitaria (II)

    Liberalismo. Escuela Española

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