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Los sitios de Zaragoza. José de Palafox

¡Guerra y cuchillo!

Guerra de la Independencia: José de Palafox, Agustina de Aragón y los defensores de Zaragoza

Del 14 de junio de 1808 al 21 de febrero de 1809 en Zaragoza



Antecedentes
Tomando como pretexto la invasión de Portugal, país aliado de Gran Bretaña y por lo tanto enemigo de Francia, el emperador Napoleón Bonaparte introdujo en España una nutrida fuerza expedicionaria militar que fue apoderándose de plazas y territorios a su paso sin coste apenas. Por medio del engaño y la traición, con elementos dentro y fuera de las fronteras españolas, los confiados franceses salvaron unas defensas previamente inhabilitadas, hasta que llegó la reacción, el heroísmo y la lucha contra los invasores.
    El pueblo español se veía oprimido y huérfano. A las noticias que llegaban de Madrid, con la memorable jornada patriótica del 2 de mayo, al respecto de la terrible venganza de los franceses, se unían las desalentadoras de Bayona, donde la monarquía española claudicaba con buen tono frente al imperio napoleónico. Encorajinados los ánimos, era imposible contener una revuelta popular generalizada. En toda España, sin distinción de ciudades y aldeas, se reunía la gente a escuchar y leer el correo, ansiosa de saber las nuevas; que una vez conocidas provocaban desazón, tristeza y furor.
    Napoleón Bonaparte había decidido incorporar el reino de España a su imperio como satélite, eliminando una dinastía para imponer la suya, la de los Bonaparte, con su hermano José como rey. Debía someter a los españoles, cosa que se le antojó relativamente fácil en 1808, e imponerles en adelante y para los restos el orden imperial con la gran farsa de su lema revolucionario: “Libertad, igualdad y fraternidad”.
En Zaragoza se conoció fidedignamente el panorama el día 24 de mayo de 1808. Momentos después se amotinó el pueblo acaudillado por el practicante González y los labradores Zamoray, Cerezo, Forces, Grasa, Núñez, el comerciante y político Felipe Sanclemente Romeu y el Tío Jorge (Jorge Ibor y Casamayor, labrador del barrio del Arrabal), hombre querido y admirado. La multitud enardecida se dirigió al domicilio del Capitán general, Jorge Juan Guillelmi, para pedirle armas; desconfiaban de él, por extranjero y débil ante la invasión de los imperiales napoleónicos. Pese a los intentos dilatorios de Guillelmi, no pudo posponer indefinidamente la entrega de armas depositadas en el Palacio de la Aljafería; dio las llaves del arsenal a los alcaldes que distribuyeron las armas de mano entre los vecinos. A Guillelmi se le retuvo en el palacio para garantizar su seguridad y para que no obrara en contra de la voluntad de los paisanos y militares patriotas; bajo este apercibimiento, Guillelmi renunció a cargo pasando la responsabilidad a su segundo, el general Carlos Mori, reconocido el día 26 por el Ayuntamiento zaragozano como máxima autoridad militar de la plaza.

    
Imagen de artillerosdearagon.blogspot.com

Pero el rumor, pronto a confirmarse, de que hacia Zaragoza por la vía de Navarra, y antes de Guipúzcoa, marchaba una columna de asalto francesa de doce mil hombres, precipitó la decisión de nombrar como jefe militar a un paisano.
    En la torre o casa de campo de Alfranca, próxima a Zaragoza, habitaba por aquel entonces a modo de refugiado el brigadier José de Rebolledo Palafox y Melci, hijo segundo del marqués de Lazán, título de una de las familias más antiguas y distinguidas del reino de Aragón. A principios de Mayo, el general Palafox había ido a Bayona con su ayudante Butrón, por orden del marqués de Castelar (Ramón Osorio Patiño) a informar a informar a Fernando VII de lo ocurrido en la entrega de Godoy (Manuel Godoy y Álvarez de Faria) a las tropas francesas. Cumplida la misión se escapó de Bayona acompañado de Butrón, disfrazados de labradores, camino de Zaragoza para sumarse al alzamiento nacional. Antes de entra en la ciudad trató con los labradores del Arrabal y con el Tío Jorge para evaluar la posibilidad de una insurrección popular contra la amenaza invasora. Comprobada la disposición del elemento civil y militar de la plaza, Palafox se entrevistó con Guillelmi para dotar al pueblo de medios defensivos. Pero de la reunión sacó Palafox una sola conclusión: Guillelmi tenía orden de Murat (Joachim Napoleón Murat) para arrestarlo por haber escapado de Bayona. Puesto en antecedentes del peligro que corría, Palafox regresó a su encierro de Alfranca hasta que el día 25 de mayo el Tío Jorge y su gente lo escoltaron de vuelta a Zaragoza.


José de Rebolledo Palafox y Melci

Imagen inferior de fundaciongoyaenaragon.es (Cuadro de Francisco de Goya)

De inmediato Palafox y Mori acordaron las medidas para soportar el asedio del enemigo. La principal resolución, la que deseaban los zaragozanos, fue la de entregar todo el poder de mando al general Palafox. El día 9 de junio, para solemnizar el nombramiento, Palafox convocó a las Cortes de Aragón anunciando en ellas el propósito de alzamiento. Las Cortes dieron su aprobación, lo confirmaron en el cargo de Capitán general y nombraron a seis personas que coordinadas con el general adoptasen las medidas más convenientes para la defensa. En estas Cortes se reunieron los diputados de los cuatro brazos de autoridad aragonesa: nueve por el estado eclesiástico, siete por el de los nobles, nueve por el de hijosdalgos y ocho en representación de Zaragoza, Jaca, Calatayud, Borja, Teruel, Fraga, Cinco Villas, ciudades con voto en las Cortes.
    El general Palafox manifestó en su primera proclama a los aragoneses, dada el 27 de mayo de 1808, que si Aragón en aquellas circunstancias no consentía otros fueros que los suyos, Aragón sabría sostenerlos. Palabras a las que sumó el deseo expreso de todos los aragoneses de formar causa común con las demás provincias de España para, juntos, cooperar a la defensa de la Patria y rechazar el yugo francés.

Primer sitio (del 14 de junio al 14 de agosto de 1808)
La ciudad de Zaragoza, con un censo de sesenta mil habitantes, disponía de un reducido número de tropas, sobre los mil quinientos armados, y sin obras de fortificación para su defensa, salvo una simple pared de tres o cuatro varas de altura, en junio de 1808. La tropa del general José Rebolledo de Palafox y Melci había sido deshecha por el enemigo cerca del río Alagón el día 14 de junio. Entró el general en la ciudad; los franceses, que le seguían, le intimaron la rendición: la gallarda respuesta fue salir a su encuentro el 15 con la fuerza que pudo reunir. Pero dada la superioridad de los franceses se dirigió con los suyos al puerto del Frasno, donde pensaba reforzarse con la gente que reunía en Calatayud el barón de Warsage (o Varsage, José de l’Hotellerie de Fallois y Fernández de Heredia).
    Al estallar la insurrección, preparativo de defensa ante el temido asedio, Aragón se hallaba desprovisto de tropas de línea, de armas y de municiones. Toda la tropa existente en Zaragoza el día 26 de mayo de 1808 consistía en 205 fusileros o miñones, 525 hombres de las partidas de reclutas y algunos oficiales y soldados de diferentes cuerpos que estaban de guarnición en la capital; más los que podían fugarse dela dominación enemiga. Palafox reunió a los oficiales retirados y a los soldados de línea con los que formó la base del ejército de Aragón; y creó con los civiles voluntarios siete batallones que se denominaron Tercios (uno de los más destacados fue el compuesto por universitarios, disciplinados por el barón de Warsage), sumando siete mil quinientos efectivos. Varios oficiales e individuos de prestigio partieron por los municipios limítrofes a alistar hombres, se activó la fabricación de pólvora en la de Villafeliche y el regidor Solanot viajó a Mallorca para conferenciar con los ingleses y activar el envío de tropas de auxilio.

En circunstancias tales se presentó el general Lefèbvre (Charles Lefèbvre Desnouettes) el día 14 de junio con un ejército de seis a siete mil hombres, dividido en tres columnas de acceso y confluencia: una por la dirección de Borja, otra por la de Mallén (donde se había enfrentado con un destacamento del marqués de Lazán) y otra por la Huerta de Cabañas. Puestos a distancia, dispararon los de dentro algunos tiros y el francés detuvo el avance, temeroso de preparativos hostiles a su recepción, que realmente no había. El alto y el recelo animaron a los sitiados que prosiguieron en aumento el tiroteo. Y amaneció el día 15. No cejaba el tiroteo y la dificultad de avance para los invasores, sin embargo, por algunas calles penetraron jinetes franceses y polacos muy pronto derrotados y repelidos por los soldados y paisanos, de toda edad, sexo y condición, que acudieron a frenar el intento alrededor de la iglesia de Nuestra Señora del Portillo.

Defensa de un claustro. Obra de César Álvarez Dumont, 1892.

Imagen de es.pinterest.com

Ante las sucesivas penetraciones la respuesta de la población civil fue unánime y entusiasta: hombres y mujeres, niños y ancianos, eclesiásticos y seglares arrastraron los cañones a los puntos de contacto con el enemigo. En el de la Puerta del Portillo, a corta distancia del Palacio de la Aljafería, guarnecida por algunos militares y patriotas con artillería, tronaron los cañones batiendo a los franceses sorprendido. También sucumbieron ante la Puerta del Carmen, más bien acribillados a balazos de tiradores certeros apostados tras las tapias en la alameda y en los olivares. Y eso que Verdier había conseguido para su causa un poderoso tren de asalto. Pero hasta la noche no se retiraron los invasores, que habían sufrido un duro castigo, con 500 muertos (puede que setecientos), un número equivalente de heridos y la pérdida de seis cañones, situándose a media legua de Zaragoza. Este desigual combate se denominó Batalla de las Lleras, por haber sido el campo llamado del Sepulcro, inmediato a la puerta del Portillo, el lugar de aquel acontecimiento.

Batalla de las Lleras

Imagen de sitiosdezaragoza.wordpress.com

Concluido este primer episodio, los zaragozanos decidieron revestir de la autoridad necesaria para la mejor defensa de la ciudad a persona de su confianza durante la ausencia del general Palafox, eligiendo a Juan Lorenzo Calvo de Rozas, hombre de carácter y demostrado patriotismo, nombrado por Palafox Corregidor de Zaragoza e Intendente del Reino y Ejército de Aragón, y Jefe inmediato de los Alcaldes de barrio por las Cortes de Aragón. Las primeras providencias se destinaron a la fortificación de los reductos más castigados, el asentamiento de las baterías y la obstaculización de las avenidas de tránsito con las puertas de la ciudad; tarea que encomendó al único ingeniero de la plaza, Antonio Sangenís en coordinación con los arquitectos presentes en Zaragoza.
    Amedrentados con la matanza del día 15 los franceses esperaban refuerzos para emprender nuevas acometidas, lo cual no fue óbice para que Lefèbvre solicitara la rendición de la ciudad el 17.

Juan Lorenzo Calvo de Rozas

Imagen de es.wikipedia.org

El general Palafox recibía cumplida información de los graves sucesos que acontecieron en su ausencia a la asediada Zaragoza, no obstante resueltos con valor por sus abnegados defensores que tan sólo habían empezado a dar muestras de la heroicidad que derrocharon en adelante. Quiso desviar la atención del enemigo con el ataque de sus cinco mil efectivos y cuatro cañones reunidos en Épila el día 23 de junio; pero los franceses tomaron la iniciativa, advertidos del peligro, y la noche de ese 23 cargaron contra los españoles que sostuvieron lucha hasta el amanecer, momento en el que superados por los franceses se retiraron en dirección a Calatayud sin hostigamiento.
    A todo eso, en Zaragoza, Calvo de Rozas hizo llamar al gobernador de la plaza marqués de Lazán, Luis Rebolledo de Palafox y Melci, hermano de José Palafox, que entró en Zaragoza el día 24 con algunos oficiales. Al día siguiente convocó una junta que determinó que el día 26 prestasen juramento de defensa hasta morir la tropa acantonada y los vecinos. Así ocurrió, con entusiasmo público en toda la ciudad que sorprendió a los sitiadores. Éstos, impacientados, habiendo surgido rencillas entre los generales Lefèbvre y Jean Antoine Verdier, éste sustituto de aquél, conminaron fieramente la rendición de Zaragoza con el aporte de 3.800 hombres más y 46 piezas de grueso calibre, entre cañones, morteros y obuses. A lo que Calvo de Rozas opuso con firmeza la negativa, al día siguiente , 24 de junio, formalmente plasmada en un documento: “¿Juráis valientes y leales soldados de Aragón el defender vuestra patria, sin consentir jamás el yugo del infame gobierno francés ni abandonar a vuestros jefes ni esta bandera, protegida por la Santísima Virgen del Pilar, vuestra patrona?” “¡Sí, juramos!”, contestaron tropa y paisanos, las mujeres y los niños; Zaragoza juró lo que estaba dispuesta a cumplir. El documento llegó a manos francesas, firmado por las autoridades zaragozanas con el marqués de Lazán a la cabeza, con este texto:
“Esta ciudad y las valerosas tropas que la guardan han jurado morir antes que sujetarse al yugo de la Francia, y la España toda está resuelta a lo mismo. Y no olvide V. que una nación poderosa y valiente, decidida a sostener la justa causa que defiende, es invencible y no perdonará los delitos que V. o su ejército cometan.”

El sitio de Zaragoza. Obra de January Sochodolski, 1870.

Imagen de asociacionlossitios.com

Muy contrariados los franceses ante la patriótica declaración, rompieron fuego el 27 contra las puertas de la ciudad nuevamente reforzados, lo que era una constante en el sitio, con cuatrocientos hombres, cuatro morteros, doce obuses y otras cincuenta piezas de artillería gruesa; y nuevamente fracasando con bastante pérdida. Pero los sitiados sufrieron un golpe adverso al estallar un almacén de pólvora que causó gran destrozo y mayor consternación; y aunque los franceses quisieron aprovechar el desconcierto, los españoles impidieron que entraran en vorágine.
Al de por sí complicado panorama para los defensores de Zaragoza, embestidos a diario quizá para que no obtuvieron ni descanso ni olvido del peligro, se sumó para desdicha el 28 la pérdida del monte Torrero, punto vital para la defensa abandonado por el comandante Vicente Falcó (o Falcón) se supone que por falta de efectivos en condiciones o, como también se denunció, debido a flaqueza de ánimo, supuso un mazazo y un nueva adversidad; el comandante Falcó fue ejecutado en cumplimiento de la sentencia del Consejo de Guerra.
    Posesionados los franceses de aquella altura inmediata a la ciudad la sembraron de artillería, al tiempo que aprestaban otras baterías diseminadas a tiro de las puertas zaragozanas; la más importante frente a la de Aljafería. Tanto despliegue y exhibición de poder bélico para ocupar una plaza sin apenas defensas de obra, baluartes ni parapetos, artilleros y demás medios de eficaz defensa. Claro que investidos de un espíritu formidable y un empeño tenaz, a los que se incorporó un destacamento de cuatrocientos soldados venidos de Cataluña y que recibieron acto seguido el bautismo de fuego desde las piezas apostadas alrededor.
    Los defensores se aprestaron a levantar en calles y plazas resguardos contra las bombas y las granadas, sacaron del palacio de la Aljafería unos cañones viejos que dispusieron en batería, amontonaron sacos terreros para obstaculizar la trayectoria de las balas y la metralla, abrieron troneras en las casas y tapias; atravesaron las calles con impedimentos móviles y en ellas abrieron zanjas; arrasaron los olivares, huertas y jardines que podían favorecer la penetración del enemigo, desviaron el curso del río Huerva hacia el interior de Zaragoza, encerraron en sótanos a las personas no aptas para la defensa empleadas en trabajos útiles para la defensa y colocaron vigías para dar los avisos de ataque.

El capitán Pedro Romeo muere rechazando a los franceses en la batería de la Puerta del Carmen el 22 de junio de 1808. Obra de Juan José Martínez de Espinosa.

Imagen de museodelprado.es

A las cero horas del 1 de julio los franceses iniciaron una ofensiva generalizada, la más poderosa acción hasta entonces. Un diluvio de bombas y granadas cayó sobre Zaragoza; la campana de la Torre Nueva anunciaba con un toque las bombas que venían de Monte Torrero y con dos las provenientes de la altura de Bernardona. Por lo menos mil ochocientas veces sonó la campana, siendo mayor el número de bombas arrojadas durante las veintisiete horas de fuego espantoso y mortal. Inmensa era la tragedia en las calles zaragozanas, con yacentes por doquier; de continuo urgía que los dragones llevaran a grupa de sus caballos a los exiguos y agotados refuerzos para que taponaran las brechas. En todos los frentes quedaron detenidos los atacantes, incluso en el de la Puerta del Portillo, punto de entrada más duramente acometido que el resto. Siendo menos activas las descargas por la noche, permitió a los defensores recomponer las baterías y parapetos y arreglar las cañoneras del cuartel de Caballería.
    A mediodía de ese primero de julio entraron en Zaragoza, sorteando el cañoneo y las balas los oficiales Jerónimo Piñeiro y Francisco Rosete, huidos de Barcelona, que por conocer el manejo de las piezas artilleras pudieron activar las arribadas de Lérida y Jaca con los exiguos refuerzos que lograban alcanzar la plaza. Jerónimo Piñeiro fue a dirigir la defensa en el Portillo y Francisco Rosete en la Puerta del Carmen, con tal tino que deshicieron las columnas enemigas; también dispersas por certeras andanadas las que acometieron por la Aljafería.
    El general Palafox, ausente de Zaragoza desde el 14 de junio, volvió a la ciudad la noche del primero de julio con un pequeño ejército de aproximadamente cinco mil hombres, cien caballos y cuatro piezas de artillería, que había reclutado al grito de “¡Sígame el que me ame!”, episodio narrado en líneas precedentes. Esa noche del 1 de julio, los zaragozanos respiraron un tanto aliviados ante la reincorporación de su jefe. Como previsión, Palafox dejó al mando del barón de Warsage un depósito de hombres en Calatayud.

Defensa de la Puerta del Carmen.

Imagen de lossitiosdezaragoza.blogspot.com

El día dos de julio, segundo de bombardeo, a las dos de la madrugada, rompió fuego el enemigo con todas las piezas a su disposición. Dirigió dos morteros, tres obuses y cuatro cañones contra el castillo de la Aljafería y contra las puertas del Portillo y Sancho. Transcurrida una hora comenzó el ataque terrestre por todos los puntos a la vez, cargando menos contra la puerta del Portillo para engañar a sus defensores y por allí introducirse. El enemigo avanzaba en tres columnas ocultando el grueso de su fuerza en el convento de los Agustinos. Pero habiendo enfilado Palafox las piezas de la cortina de ala casa de la Misericordia provocó que se descubriera. Al mismo tiempo, la caballería francesa formada en la cortina de la cuesta de la Muela, frente de la puerta del Portillo, quiso cambiar de posición, lo que facilitó le puntería de los defensores que le causaron enorme destrozo. Pero como la puntería artillera de los atacantes era también buena, la puerta del Portillo quedó embalsada de sangre y lista para la invasión, cual era el objetivo, de no haber sido por la vigilancia de Palafox.
    Llamada la atención de los defensores en todas partes, y casi desierta la puerta del Portillo, el general Verdier mandó sobre ella una columna de infantería de aproximadamente ochocientos efectivos, que avanzaba a bayoneta calada segura de penetrar sin resistencia viva. El general Palafox que observaba este movimiento junto al comandante Casimiro Marcó del Pont, ordenó cargar las piezas y retirar los centinelas para engañar al enemigo. Cuando se aprestaba a lanzarse contra la abandonada batería, surgieron de las bocas mortíferas descargas que aniquilaron a los asaltantes. El general Verdier, contrariado por la treta, impulsó nuevos asaltos pero con mayores precauciones; que fueron rechazados hasta en tres ocasiones con la única ganancia del convento de San José, situado a la derecha del río Huerva y a extramuros de la ciudad, cerca de la puerta Quemada y del convento de Capuchinos a las inmediaciones de la puerta del Carmen.

Escena de los Sitios. Obra de Vicente Palmaroli y González.

Imagen de museodelprado.es

Jornada memorable para los zaragozanos. Mariano Renovales en la puerta de Sancho, Palafox y Marcó del Pont en la del Portillo, el presbítero Sas en la huerta del convento de los Agustinos con sus escopeteros de San Pablo, el capitán de ingenieros Armendáriz y el de cazadores Santisteban en la casa de la Misericordia y en el cuartel de Caballería, Larripa en la puerta del Carmen, el comandante Simonó y el labrador Zamoray en la de Santa Engracia y Torre del Pino, el marqués de Lazán y el intendente Calvo socorriendo todos los puestos; y todos los habitantes de la ciudad a una para impedir el asalto demostraron un valor máximo. Las mujeres y los niños menudeaban por doquier animando a la pelea, uy en medio de la lluvia de fuego transportaban alimento, bebida, munición y ánimo a los combatientes.
    Ejemplo de ello, uno más pero muy significado por la historia, es el de Agustina Raimunda María Zaragoza y Doménech, Agustina de Aragón, que a sus diecinueve años y en el peor momento del acoso se erigió en heroína. La puerta del Portillo quedaba desguarnecida por falta de efectivos y anegada de muerte y ruinas, y por allí acudían para entrar los franceses. Viendo tendidos en el suelo a todos los defensores que servían las piezas y los parapetos, la columna invasora avanza creyendo el paso franco; entonces es cuando Agustina, que observa la escena allí mismo, coge la mecha prendida de un artillero moribundo y la aplica a un cañón de a 24 cargado de metralla. El certero disparo arrasa la columna francesa. Ella jura no desamparar su cañón sino con la vida; momento en que Calvo de Rozas manda retroceder a los hombres del mercado y volviendo con ellos a la puerta del Portillo atacan los restos de la maltrecha y desconcertada columna. La escena de resistencia se repitió por todas partes ante la perplejidad del invasor.   Al término del episodio el general Palafox premió a la decidida Agustina con un escudo de honor y la charretera de oficial.
    Los contemporáneos de Agustina describen su presencia y valor en la puerta del Portillo de esta manera:
“Los franceses iniciaron un ataque general violentísimo y arremetieron con tal fuerza contra la puerta llamada del Portillo que, muertos en una batería exterior todos los que la defendían, nadie osaba ir a reemplazarlos. En aquel momento crítico, la joven Agustina, moza de veinte años, se hallaba cerca del lugar ocupada en llevar comida a los defensores, la cual, haciéndose cargo de la perplejidad de los hombres y del grave peligro de que por allí pudiera entrar el enemigo, pasó rápida la puerta, corrió a la batería y cogiendo valerosamente la mecha encendida de manos de un artillero que acababa de expirar, disparó el cañón, pero con tanto ímpetu que aquel riesgo heroico sirvió de estímulo a los hombres. Acudieron éstos rápidamente y los franceses tuvieron que retirarse. Palafox le dio el grado de oficial.”
    Escribe sobre la heroína Agustina de Aragón Lord Byron, altamente impresionado, en La peregrinación de Childe Harold: ¿No hay término medio entre la sumisión y la tumba… entre el triunfo de la rapiña y la caída de España? ¿Para eso se ha rebelado la joven española, dejando pendiente de los sauces la destemplada vihuela y —desmintiendo a su sexo— ha entonado el canto de guerra y hecho cara valientemente a los peligros? Ella… contempla ahora imperturbable el choque de las erizadas bayonetas y el centelleo de los sables desnudos, y por encima de los cadáveres todavía calientes, marca con la bizarría de Minerva por donde el mismo Marte no podría hacerlo sin temor”.

Agustina Zaragoza Doménech (Agustina de Aragón). Cuadro de Augusto Ferrer-Dalmau.

Imagen de kppyfax.files.wordpress.com

Agustina Zaragoza Doménech (Agustina de Aragón) con uniforme de Infantería. Cuadro de José Antonio Márquez.

Imagen de eloraculodeltrisquel.com

Demasiado esfuerzo inútil el de los invasores. Lamentaban los franceses que sus intentos se estrellaban contra la voluntad indómita de los sitiados, así que optaron por aumentar las obras del sitio en vez de atacar directamente.
    Por su parte, encarecidos a defender lo propio y resueltos a ganar pulso y terreno, los sitiados lanzaron una y otra vez a lo largo del mes de julio cargas contra los sitiadores en su campamento, que impresionaban a los atacados, con el propósito de castigar, incomodar y romper el sitio; y repelieron las acometidas de los airados sitiadores.
    La estrategia francesa decidía rodear completamente Zaragoza para impedir la llegada de refuerzos y los aires de esperanza. Con este fin construyeron un puente de balsas en la zona de San Lamberto, paso que desbarató el general Palafox con un destacamento que a continuación estableció tres baterías a cuyo abrigo se tirotearon los paisanos con los soldados franceses, a los que ahuyentaron. La represalia de los frustrados sitiadores consistió en quemar las tierras de labor, destruir acequias y molinos y apoderarse de la fábrica de pólvora de Villafeliche. Satisfechos con el estrago, a eso de las nueve de la noche del 17 de julio se acercaron sigilosos a la Puerta de Carmen, pero no lograron prolongar el factor sorpresa y pronto recibieron una lluvia de disparos que los quebrantó. La fallida acción tuvo su eco en las noches sucesivas, con idéntico resultado; también fracasaron al querer tomar el convento extramuros de los Trinitarios. Pero habían volado el puente sobre el río Gállego y cortado las comunicaciones con Levante; además de someter a terribles bombardeos, como el del día último de julio, a la muy castigada Zaragoza.

Iracundos, los franceses, en contrapartida a los sucesivos fracasos, contando con suficiente elemento humano y material, habilitaron una vía de acceso a cubierto, donde situaron progresivamente varias baterías, las más distantes a 400 varas de Zaragoza, y una de cuatro obuses y seis piezas de a dieciséis a 150 varas del Real Monasterio de los Jerónimos de Santa Engracia. Estas bocas de fuego rompieron a tronar el 3 de agosto por la mañana, muy temprano, y durante todo la jornada, causando gran destrozo y continuas incursiones por la espalda que no lograron i amedrentar ni vencer la resistencia española. Prosiguió el bombardeo el 4, principalmente contra Santa Engracia, reducto con alguna artillería española, que apenas soportó el embate, cediendo sus endebles muros a las nueve de la mañana.

Asalto al monasterio de Santa Engracia. Obra de Louis.François Lejeune, 1827.


Sobradas muestras de coraje, audacia y patriotismo jalonaron este y los anteriores días, como ya ha sido expuesto; no obstante, vamos a consignar alguna más. En el ataque a la Torre del Pino, el soldado Ruiz llevó su arrojo hasta el extremo de adelantarse solo al paseo y clavar un cañón enemigo, por cuya hazaña mereció la charretera de oficial. Repitieron sus gestas Agustina; la omnipresente Casta Álvarez, que con su bayoneta clavada en un palo de escoba a guisa de pica arremetía contra el invasor que asomara por su delante; Benita Portolés, que proclama “nuestra santa revolución”, en primera línea armada con tercerola y cuchillo, las monjas en general y las Hermanas de la Caridad de Santa Ana en particular, con la madre María Ràfols Bruna; o la condesa de Bureta, María Consolación de Azlor y Villavicencio, que ante la marea invasora y próxima su casa a ser cortada sale a la calle con sus criados, forma dos barricadas y espera al enemigo para rechazarlo o morir en el intento. Y el labrador Cerezo, un sesentón, feligrés de la parroquia de San Pablo, capitán de una compañía de voluntarios y nombrado gobernador del castillo, salió al Coso armado de espada y broquel prodigándose donde hubiera necesidad.

  

María Ràfols Bruna



Imágenes de artillerosdearagon.blogspot.com, preguntasantoral.es (madre Ràfols) y calamofotografico.wordpress.com (condesa de Bureta)

Sostenían su ciudad los defensores y no podían doblegar el empeño los atacantes; una situación de tablas inaceptable para el ultrajado francés a quien el emperador Bonaparte apremiaba. Momento en que Lefèbvre propuso “Paz y capitulación” a Palafox, que recorría infatigable todos los puestos sometidos a mayor peligro. Respondió enérgico y lacónico el español desde su cuartel general en Santa Engracia: “¡Guerra y cuchillo!” (o “¡Guerra a cuchillo!”). Santa Engracia, hecho una ruina, se llenó de paisanos prestos a la defensa con uñas y dientes, manteniendo a raya al invasor a pie y a caballo dos frenéticas horas, pasadas las cuales quedo abierta la calle que dirigía al Coso, la principal de la ciudad. Creían los franceses, en número atacante de quince mil, adueñarse de Zaragoza, sin embargo se vieron metidos de lleno en un desfiladero mortal; cerradas las bocacalles y parapetados en toda su extensión los paisanos con sus armas que escupían constante fuego. Tres horas estuvieron detenidos así los invasores, y difícilmente hubieran podido seguir si no hubiera volado un depósito de pólvora (otra nueva fatalidad) allí cerca; con la explosión y el consiguiente daño, avanzaron los franceses llegando al Coso y ocupando el convento de San Francisco y el Hospital General, edificio ardiendo testigo de un encarnizado combate y múltiples desgracias anejas. Perdieron dos mil hombres.
    Una pérdida cuantiosa en todos los órdenes sufrieron los franceses esa jornada, a lo que se añadió la herida del general Verdier; no obstante porfiaron en las calles para conquistar lo posible. Entonces se dirigió Calvo de Rozas al Arrabal, aún indemne, para volver al núcleo de la batalla con gente de refresco sacada de aquella zona, y los dispersos que pudo reunir. Iba una vanguardia francesa a ocupar el puente que conduce al Arrabal pero erraron el camino y acabaron en una callejuela para ser acribillada por dos extremos, hasta que llegada la noche pudo replegarse y guarecerse en San Francisco y en el Hospital General.
Había salido el general Palafox a por refuerzos, exigiendo de los zaragozanos palabra de sostenerse hasta su regreso, lo que cumplieron plenamente. Se aproximaba un contingente militar proveniente de Cataluña y Valencia; las primeras tropas, en número de 1.700 hombres, estaban a diez leguas de Zaragoza. Calvo de Rozas salió el encuentro de Palafox después, para comunicarle la urgencia de los refuerzos. Conocida la noticia por emisario, la tropa aceleró su marcha entrando en Osera, a tan solo cuatro leguas de Zaragoza. Los mandos españoles acordaron que el marqués de Lazán entrase en la ciudad al amanecer del día 5 con 500 hombres, y que partiese inmediatamente hacia Zaragoza un el teniente coronel Emeterio Barredo y el tío Jorge, tan querido del pueblo y de Palafox, quien le nombró capitán de su guardia y lo tenía siempre al lado, para calmar el ansia de los cercados.
    Llenó de contento a los zaragozanos la llegada de los emisarios y al cabo la de los 500 hombres del marqués de Lazán. Con el resto del auxilio y un convoy a retaguardia venía Palafox cuando salió a su encuentro Lefèbvre, advertido de la maniobra y dispuesto a abortarla. Palafox rehuyó el combate y alejó de Zaragoza a su perseguidor. Antes, el general español había mandado traer de la plaza de Huesca los tres mil efectivos de la guarnición y colocado en las alturas de Villamayor para engañar al francés; eficaz la artimaña entró en Zaragoza al amanecer del día 8. La alegría entre los zaragozanos fue desbordante.
    En el campo contrario, bien que aumentado el número de combatientes hasta los 10.000, imperaba la confusión y el hastío; lo que no era óbice para seguir las tareas de cerco y fortificación amenazadora. Por su parte, de cara a estas obras y movimientos, los zaragozanos hostilizaban al sitiador continuamente, día y noche, distinguiéndose por sus acciones muchos patriotas anónimos hombres y mujeres. La noticia de la victoria de Bailén ese día 5, venida como agua de mayo, incrementó la confianza y energía en todos. Esta sonada victoria, la primera sobre las Águilas Imperiales del invicto Napoleón Bonaparte supuso una variación en el escenario. Los franceses recibieron la orden de retirarse a Navarra, y unos latidos más tarde la de proseguir atacando la plaza aragonesa  que estaba mustiando y deshojando sus laureles europeos.
    Empeñados en resistir o morir, los zaragozanos soportaron las últimas acometidas del rabioso invasor que por fin, el día 13, levantó el campamento; una orden que se dio el día seis pero que de inmediato fue revocada. Aunque antes de perderse con la sensación amarga del fracaso cuando tenían todo a favor en el camino hacia Navarra, con la llegada de cinco mil hombres de refuerzo que venían de Valencia, éstos y los paisanos fueron a despedir a los franceses en campo abierto. Al amanecer del 14, tras quemar los almacenes y destruido aquellos pertrechos de guerra que estorbaban la marcha, los franceses aceleraron la partida; aun así perseguidos por la tropa de Valencia hasta los lindes navarros.
El historiador José María Queipo de Llano y Ruiz de Sarabia, conde de Toreno, resume el primer asedio de Zaragoza: “Célebre y sin ejemplo, mas bien que sitio pudiera considerársele como una continuada lucha o defensa de posiciones diversas, en las que el entusiasmo y personal denuedo llevaba ventaja al calculado valor y disciplina de tropas aguerridas. Pues aquellos triunfos eran tanto más asombrosos cuanto en un principio, y los más señalados fueron conseguidos, no por el brazo de hombres acostumbrados a la pelea y estrépitos marciales, sino por pacíficos labriegos, que ignorando el terrible arte de la guerra tan solamente habían encallecido sus manos con el áspero y penoso manejo de la azada y la podadera”.
    Sin precisión estadística, los muertos del lado francés rondaron entre los tres y los seis mil hombres, mientras que los españoles contaron al menos dos mil.
    Por supuesto Francia, pero también la Europa ocupada por los imperiales napoleónicos y la libre de su yugo miraron con asombro una resistencia tan desesperada, superior a la registrada en los anales de la historia moderna.
    El resumen de este primer sitio lo firma Charles Oman en su obra A History of the Peninsular War: “Zaragoza, una ciudad abierta mediante barricadas improvisadas, trincheras y defensas de tierra y probando la capacidad de resistir incluso a un formidable tren de artillería de sitio”.
    La gloria alcanzada por los defensores de Zaragoza vería muy pronto una reedición. Mientras llegaba la nueva prueba de constancia, tenacidad y heroísmo, henchidos de orgullo, civiles y militares se aprestaron a desescombrar la ruina en que había quedado la ciudad; pero antes y a una dieron gracias a Dios y a la Virgen del Pilar, su protectora y abogada.

Segundo sitio (del 21 de diciembre de 1808 al 21 de febrero de 1809)
La espina clavada en el ejército napoleónica dolía: Zaragoza era un recuerdo molesto. Para doblegar la orgullosa resistencia de la tropa aragonesa, se encomendó al mariscal Jean Lannes, duque de Montebello, el inicio y conclusión victoriosa de un segundo sitio, dotando a su expedición militar de cuarenta mil efectivos bien pertrechados, numerosa artillería al mando del general Dedon y poderosos trenes de sitio.
   Consciente de la renovación del ataque a la ambicionada plaza de Zaragoza, el general Palafox mandaba fortalecerla cuanto fuese posible, que no lo era mucho por ser abierta y extensa. Encomendó la tarea a Antonio San Genís, experto del primer sitio, que procedió raudo a reparar el castillo de la Aljafería, levantar reductos, abrir fosos, establecer baterías, fortificar conventos y otros edificios que lo permitieran y de especial situación defensiva, aspillar domicilios particulares, habilitar troneros en los pisos altos y tapar los bajos. Además, en complementación a lo anterior, se aseguraron con varias defensas las puertas de la ciudad, de despejaron los alrededores y se atrincheró el monte Torrero.
    Con las tropas llegadas de Tudela se reunieron en Zaragoza  veintiocho mil hombres, dotados con 60 piezas de cañón, más diez mil paisanos armados y veteranos del anterior sitio, y víveres para algunos meses sumando los acopiados por el vecindario.
El día 20 de diciembre asomaron los franceses a la vista de Zaragoza, y desde ese momento todo se precipitó. Muy reforzados y heridos en su amor propio, los napoleónicos cargaron el 21 contra la primera batería, la de Buena Vista, que había sufrido años por una explosión fortuita; de ella saltaron al monte Torrero y para culminar la acción el general Gazan y sus trece mil soldados embistieron el Arrabal. Pero aquí fracasaron y tuvieron que retirarse.
    El mariscal  Moncey (Bon Adrien Jeannott de Moncey, Duque de Conégliano), que mandaba el contingente en ausencia de Lannes, intimó a la rendición por carta. José de Palafox le dio pronta respuesta al mejor estilo español: “El general den jefe del ejército de reserva responde de la plaza de Zaragoza. Esta hermosa ciudad nos abe rendirse. No trato de verter la sangre de los que dependen de mi gobierno; pero no hay uno que no la derrame con gusto por defender su patria. Ayer las tropas francesas dejaron a nuestras puertas bastantes testimonios de esta verdad: no hemos perdido un hombre, y creo poder estar yo más en proporción de hablar al Sr. Mariscal de rendición si no quiere perder todo su ejército en los muros de esta plaza”.
    El patriotismo exaltado de inmediato contagio, el ejemplo de las mujeres, la influencia religiosa, junto los saqueos y crueldades cometidos por los franceses, fomentaban la resistencia heroica en Zaragoza; la plaza entera y a coro que cantaba una jota que se convirtió en himno: La Virgen del Pilar dice que no quiere ser francesa, que quiere ser capitana de la tropa aragonesa.
    Los franceses se vieron obligados a tener paciencia y a formalizar el sitio para impedir las salidas de los españoles y para hostilizar la ciudad desde diferentes puntos, confiados en su neta superioridad militar, avasalladora en cuanto a la acción artillera. Pese a ello, el 31 de diciembre salieron los sitiados y capturaron a doscientos franceses; al día siguiente, el de Año Nuevo, también causaron a los sitiadores bastante perjuicio con otra incursión.
    El 9 de enero, concluidas las obras de sitio, los franceses contaban nueve baterías formadas, un total de cien piezas, que abrieron fuego el 10 batiendo el reducto del Pilar y el convento de San José, cuya tropa mandaba el coronel Renovales, tomado la jornada siguiente pese al esfuerzo combativo de los defensores, entre los cuales destacó la joven de veinticuatro años Manuela Sancho. Al cabo, atacaron el reducto del Pilar, siendo repelidos. Aún se sostuvo heroicamente cuatro días el reducto, abandonado al fin el 15, entre las ocho y las nueve de la noche, echo una ruina, sin posibilidad de defensa.

Defensa del Reducto del Pilar. Obra de Federico Jiménez Nicanor.

Imagen de lugaresconhistoria.com

El coronel Fernando Marín, testigo ocular de la lucha en el reducto del Pilar, cuenta en sus memorias lo siguiente:
“Jamás se había visto tan impetuoso y formidable ataque, ni espectáculo más horroroso que el que presentaba este lugar de carnicería y desolación, ni nunca la historia militar de las grandes edades había dado ejemplos más sublimes y grandiosos de valor, intrepidez y heroísmo, que los que se repitieron en aquel mortífero recinto. Desde el primer día de aquel fuego volcánico (el 10 de enero de 1809), la mayor parte de la artillería del reducto quedó desmontada, las cureñas inservibles, los merlones deshechos, el foso cegado en gran parte, desmoronados los parapetos, y con 18 toesas [medida de longitud equivalente a 1.946 metros] de brecha abierta, las 6 practicables. Las ruinas y el ramaje de los árboles inmediatos, cortado por la bala rasa y las granadas; las astillas, los escombros y los miembros de la multitud de cadáveres diseminados por todo el centro del fuerte, obstruían las comunicaciones y entorpecían los movimientos: balsas de sangre cubrían la superficie. Al día inmediato, luego que amaneció, y redobló el enemigo con más tesón el fuego devorador de todas sus baterías contra el reducto, una granada enfiló en la banqueta del parapeto a once soldados del segundo batallón de voluntarios de Aragón, que guarnecían el lienzo derecho, y a quienes destrozó haciéndolos pedazos. La bala de cañón, las granadas de mano, la metralla y la fusilería enemiga arrasaban y destruían cuanto se les oponía: de nada servían los débiles muros del reducto; todo venía a tierra, y ya no había más defensa que los desnudos y robustos pechos de sus defensores. Cinco veces repitieron los enemigos el asalto, y otras tantas fueron rechazados y arrojados con gran pérdida. Se contaban de 15 a 20 oficiales entre heridos y muertos, y todo el ámbito del fuerte lleno de cadáveres hacinados. Se hicieron prodigios de valor, y la inexorable parca parecía haber fijado allí su imperio. El ardor y entusiasmo de los bravos defensores del reducto los condujo en aquella terrible tarde hasta el extremo de desafiar y escarnecer al enemigo, provocándole con bandera roja, que se enarboló sobre el parapeto de su frente; siendo imponderable el valor y firmeza con que sostuvieron y repelieron los redoblado ataques de las columnas enemigas, y la impávida serenidad con que despreciando su vivísimo fuego las obligaron a huir desalentadas y con una pérdida inmensa por las repetidas y bien acertadas cargas de nuestras valientes tropas, que como leones se arrojaban sobre aquellos formidables veteranos que acababan de poner a sus plantas las primeras potencias de Europa, y habiendo sido tenidos hasta entonces por invencibles.
    Aprovechándose el capitán general de la especie de estupor y desaliento que parecía advertirse en las tropas enemigas que combatieron sobre el reducto, escarmentadas por la firmeza de las nuestras y la considerable pérdida que aquéllas tuvieron, dispuso una salida con el fin de clavar algunas baterías y destruir sus obras más inmediatas. A media noche se emprendió esta arriesgada operación, confiándola al valiente coronel de ingenieros Simonó, al teniente coronel Marín y otros jefes, quienes la dirigieron y completaron con el mejor éxito. Cuantos franceses había en la primera y aun en la segunda paralela, todos fueron sacrificados. Se destruyó cuanto se encontró, se inutilizaron sus obras, se arrasaron sus dos principales baterías y se clavó su artillería. La alarma y el espanto se difundió en el campo enemigo, que huía presuroso sin saber dónde en medio de las sombras de la noche. Todo su ejércitos e puso sobre las armas, y vuelto en sí y sosegado del primer acceso de sorpresa y de terror se dirigió en gruesas columnas hacia el paraje de la escena; pero ya no halló a los causantes de los estragos, que veían con susto y admiración, pues habiendo llenado el objeto de su expedición se retiraron a la línea y a reducto, satisfechos del feliz éxito de tan arriesgada empresa, sin haber experimentado considerable pérdida.”

La intensidad de los bombardeos franceses desde el día 10 había causado estrago en las frágiles tapias zaragozanas, no obstante decididamente guarnecidas por militares y paisanos dispuestos a no ceder terreno y pagar con sangre su derrota de producirse, con incursiones constantes al campo enemigo que apuraban y desconcertaban a los atacantes, unidas estas acciones con las de las guerrillas en los alrededores del campamento, que causaban bajas considerables como la sucedida en Alcañiz, cuando los franceses perseguían una partida española y se metieron en la villa para su desgracia. También les daba respeto una división de cuatro a cinco mil hombres al mando de Felipe Perena Casayús, hombre ilustrado, brigadier jefe de los Tercios voluntarios de Huesca.
    Por estas fechas llegó al sitio el mariscal Lannes y de inmediato dispuso que se aviniera a Zaragoza el mariscal Mortier (Édouard Adolphe Casimir Joseph Mortier), duque de Treviso, con los efectivos de la división del mariscal Suchet (Louis Gabriel), y cuantos más refuerzos mejor, para que persiguiesen a los españoles de Perena dificultando sus maniobras.
    Tales preparativos mostraban la disposición a tomar por asalto en breve la ciudad. Los zaragozanos, sometidos al incesante mortal cañoneo, apiñados en los refugios sin ventilación y alimentos insuficientes y echados a perder por la metralla y la suciedad, acosados por el desasosiego y la continua vigilia, padecían una angustia lacerante. Pero resistían fortificando lo que iba quedando de ciudad libre.

A las once de la mañana del 24 de enero llegó un parlamentario del mariscal Lannes a presencia del general Palafox; en este pliego el francés pintaba angustiosa la situación española: “Si a pesar de esta exposición persiste V. en defender la plaza, sería muy reprensible. Considere V. con reflexión que sus cien mil habitantes serían víctimas de una obstinación imprudente”. Contestado por Palafox en estos términos: “Señor general, el árbitro de los cien mil habitantes que encierra esta ciudad no lo es el mariscal Lannes. S.E. se cubriría de gloria si se apoderase de ella cuerpo a cuerpo y con la espada y no con bombas y granadas, que sólo aterran a los cobardes. Conozco el sistema de guerra que sigue la Francia, y España le enseñará a batirse. Esta ciudad sabrá cubrirse de gloria sobre sus propias ruinas; mas el general de Aragón ni conoce el temor ni se rinde”.
    Los sitiadores habían practicado tres brechas y por ellas entraron muy confiados el 27, y por ellas huyeron empujados por el valor sobrehumano de los defensores, aunque se posesionaron del monasterio de Santa Engracia, ya puro escombro, y de uno de monjas adyacente en poco mejor estado. De allí, agrupados para la recarga, avanzaron hacia la puerta del Carmen donde un par de cañones, el tiroteo desde las casas y un contrataque furibundo de los defensores, desbarataron el intento con un saldo de ochocientas bajas en los imperiales.
    Ese mismo 27, Lannes volvió a intimar la rendición de Zaragoza y Palafox a responder con una negativa tonante: “Hasta la última tapia defenderé.”
    Los días 27y 28 de enero los franceses intentaron apoderarse de los conventos de San Agustín y Santa Mónica, fracasando en ambas ocasiones.
    Ante la obstinada defensa de la plaza y lo infructuoso de los ataques directos y los barridos artilleros, aparecieron en escena las minas. Para suplir los inconvenientes de la guerra descubierta los franceses acudieron a la guerra de minas. Y muy pronto el fuego subterráneo causó un inmenso destrozo que todavía no pudo ser bien aprovechado por el invasor dada la resistencia empecinada de los defensores.

Defensa de San Agustín. Obra de César Álvarez Dumont.

Imagen de es.pinterest.com

El día primero de febrero atacaron los franceses al impulso de la devastación producida por las minas, aunque apenas consiguieron penetrar en la ciudad y, además, cayó muerto el general Lacoste, jefe de los ingenieros, y heridos los generales Rostoland y Rogniat, víctimas del coraje español. El general Lacoste había empezado a elevar sus quejas al mando diciendo que “se les destinaba a perecer en su totalidad bajo las ruinas de la plaza, y que era justo que los demás cuerpos del ejército francés cooperasen a una empresa tan gigantesca”.
    Durante todo el mes de febrero semejó Zaragoza el infierno. De día y de noche no se oían más que el estampido del cañón, las explosiones de las minas que volaban los edificios y las de las bombas que los aplanaban, las imprecaciones, los gritos de rabia, los quejidos de las víctimas y el terrible estruendo de la fusilería; todos los horrores de la guerra cayeron sobre Zaragoza.
    Pero un mal superior a la artillería, los disparos, los asaltos y las minas consumía Zaragoza: la falta de alimentos y las epidemias. Cada día morían por estas causas entre trescientas y quinientas personas, una mortandad sobrecogedora que mermaba a los defensores y desdibujaba otro horizonte que la derrota. Claro que las epidemias volaban de un campo a otro, alarmando a los sitiadores que buscaban a la desesperada poner fin al sitio, de ahí que intensificaran más aún, si cabe, los ataques y los bombardeos. Lannes amenazó a sus soldados con las penalidades del infierno si no doblegaban de una vez a los tenaces defensores, e incrementó hasta cincuenta el número de piezas artilleras en la orilla izquierda del Ebro batiendo la parte de la ciudad que tenían enfrente.

¿Se rendirá Zaragoza? Obra de Harold Piffard.

Imagen de es.pinterest.com

El mariscal Lannes escribió a Napoleón dándole noticia de lo que pasaba:
“Jamás he visto, señor, un encarnizamiento igual al que muestran nuestros enemigos en la defensa de esta plaza. He visto a las mujeres dejarse matar delante de la brecha; cada casa requiere un nuevo asalto. Si no tomáramos las mayores precauciones nuestra pérdida sería inmensa. El sitio de Zaragoza en nada se parece a nuestras anteriores guerras. Para tomar las casas nos vemos precisados a hacer uso del asalto o de la mina. Estos desgraciados se defienden con un encarnizamiento del cual no es fácil formarse una idea. En una palabra, señor, esta es una guerra que horroriza. La ciudad arde en este momento por cuatro puntos distintos, y llueven sobre ella centenares de bombas; pero nada basta para intimidar a sus defensores. Al presente trato de apoderarme del Arrabal, que es un puesto importantísimo. Así que caiga en nuestro poder espero que la ciudad no resistirá largo tiempo”.

Las zaragozanas contra el invasor.

Imagen de artillerosdearagon.blogspot.com

Las ofensivas francesas las jornadas siguientes consiguieron vencer las resistencias en el convento de San Lázaro y el Arrabal, y las epidemias, las bajas y el hambre ayudaron al invasor a ganar terreno. Ya no llegaban a cuatro mil los defensores en mínimas condiciones de sostener la lucha; el parte de heridos y enfermos a diario aumentaba y menguaba las posibilidades de defensa. Enfermó el general Palafox que resignó el mando a una junta constituida el 18, compuesta por 34 individuos y presidida por Pedro María Ric y Montserrat, regente de la Audiencia, encomendado por la junta para ofrecer la capitulación a la que se oponían muchos civiles y los militares en pie. No obstante, accedió a negociar con Lannes el 20 de febrero las condiciones de la capitulación: debía salir la tropa restante con sus armas a deponerlas fuera de la plaza, y ser trasladados a Francia los que no accedieran a prestar servicio a José Bonaparte; además, debían ser desarmados todos los paisanos, prometiendo el general francés lo que de inmediato incumplió: respetar credos y cultos, a los ministros de la religión, a las personas y sus propiedades, con libre salida hacia los puntos geográficos que desearan.
    Zaragoza había resistido en este segundo sitio sesenta y dos días, de trinchera abierta, de los cuales los asaltantes ocuparon veintinueve para entrar en la plaza y treinta y tres en los combates casa por casa. A los héroes del primer sitio, encabezados por los nombres de José de Palafox y Agustina de Aragón, volvieron a  serlo y se sumaron en el segundo los generales Felipe Augusto de Saint-March (o Saint-Marq), Pedro Villacampa y Periel (posteriormente cambió su segundo apellido por Maza de Lizana), Juan O’Neill; el jefe de guerrilla Mariano Renovales, el sargento Francisco Quílez, el subteniente Miguel Gila; Josefa Amar y Borbón, la citada Manuela Sancho, María Agustín; los paisanos Tadeo Ubón, Miguel Salamero; los curas Basilio Boggiero, consejero de Palafox, y Santiago Sas, de los que se hablará a continuación; y los paisanos Mariano Cerezo y José de la Hera.
    Describe un historiador francés el panorama que muestra Zaragoza tras el segundo sitio:
“La ciudad toda ofrecía el espectáculo más horroroso: las casas acribilladas por las balas de cañón, despedazadas por las bombas, abiertas por las explosiones de mina, y otras todavía humeantes; cadáveres en putrefacción tendidos por todas las calles, embarazando los sótanos y las escaleras o medio sepultados en las ruinas; las calles barreadas con los escombros; el desaseo, la inflamación del aire, la miseria, el hacinamiento de más de 100.000 individuos en una población que no contenía ordinariamente sino 45.000, las privaciones inseparables de un largo sitio. Todas estas plagas habían producido una epidemia horrorosa que consumía en aquella sazón lo que había perdonado la guerra; pues sucumbían seiscientas víctimas diariamente al contagio. En medio de las ruinas y de los cadáveres que llenaban las calles veíanse discurrir errantes algunos moradores pálidos, descarnados, próximos a seguir bien pronto a los que por falta de fuerzas no habían podido enterrar.”

  
  

  

Manuela Sancho

Imágenes de artillerosdearagon.blogspot.com y todocoleccion.net (Manuela Sancho)

En el domicilio de Palafox los invasores hallaron un hornillo cargado de pólvora y con su mecha prevenida; el mariscal Lannes le preguntó por la utilidad y él respondió: “Para no verme en el extremo de capitular”. Gravemente enfermo, el general Palafox fue trasladado a Francia donde permaneció encarcelado en el castillo de Vicennes, contra lo estipulado, hasta 1814. Los soldados franceses saquearon y robaron a voluntad, despojaron a los maltrechos defensores de sus bienes y mataron a cuantos se opusieron. Cuantiosas fueron las tropelías y no menos los agravios, pero el ensañamiento cobarde del ejército francés contra el padre Basilio Boggiero, ex provincial de las Escuelas Pías, y el presbítero Santiago Sas, en pago del ardiente patriotismo que ellos dos, en representación de tantos, encarnaron esos días de sitio, resume la crueldad y el odio de quienes esperaban un paseo militar. Otra violación del acuerdo de capitulación que ensucia al mariscal Lannes; como los muchos prisioneros deportados a Francia que en la frontera recibieron una descarga de fusilería porque apenas podían moverse de tan mermados y enfermos.


Los generales franceses del sitio, por su parte, se apropiaron de los tesoros zaragozanos, incluidas las joyas donadas a la Virgen del Pilar, por un importe de 2.588.230 reales (130.000 pesos fuertes).
    Las pérdidas francesas ascendieron aproximadamente a 12.000 hombres; las españolas, entre los dos sitios y las epidemias, ascendieron a 53.873, según la razón tomada por el alcalde mayor Antonio Morell de Solanilla.

Monumento a los Sitios en Zaragoza. Obra de Agustín Querol y Subirats

Imagen de zaragozabuenasnoticias.com

Monumento a los Sitios de Zaragoza (detalle).

Imagen de cajondesastres.blogspot.com

Monumento a los Sitios de Zaragoza (detalle).

Imagen de lossitiosdezaragoza.blogspot.com

Monumento a los Sitios de Zaragoza (detalle).

Imagen de bachillerato.elbuenpastorzaragoza.net

Imagen de asociacionlossitios.com

Imagen de zaragoza.es


Homenaje a los Sitios en Zaragoza.

Imagen de redaragon.com


Medalla de los sitios de Zaragoza.

Imagen de numismaticavcraven.com

Fuentes
Juan Díaz de Baeza, Historia de la guerra de España contra el emperador Napoleón. Publicación de I. Boix Editor, Madrid 1843. (Obra basada en la de José María Queipo de Llano y Ruiz de Sarabia, conde de Toreno, titulada Historia del levantamiento, guerra y revolución de España).
José Antonio Vaca de Osma, La Guerra de la Independencia. Publicación de Editorial Espasa Calpe.
Historia del Sitio de Zaragoza y su defensa memorable durante la guerra llamada de la Independencia en 1808 (cuatro pliegos). Madrid: Despacho, calle de Juanelo, núm. 19.
Varios autores, La Guerra de la Independencia (1808-1814). El pueblo español, su ejército y sus aliados frente a la ocupación napoleónica. Publicación del Ministerio de Defensa.


Artículos complementarios

    La batalla de Bailén

    Bando del alcalde de Móstoles

    Las Juntas de Defensa Nacional en 1808

    Los sitios de Gerona

    Himno al 2 de mayo de 1808

    Carácter y dignidad

    La aguadora María Bellido

    El Dos de Mayo 

    Batalla de Vitoria


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