Enrique VIII de Castilla, Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra
La Reconquista: Batalla en la Mesa del Rey
Año 1212 en los alrededores de Santa Elena
A finales del siglo XII en la Península Ibérica dominada por los musulmanes el poder corresponde a los almohades, que han sucedido a los almorávides, y a los que sucederán, al correr del tiempo, las pretensiones y los acontecimientos, los benimerines.
Los almohades, provenientes del Magreb suroccidental, instalados en esta época tienen por Príncipe de los Creyentes (Amir al Mu’minin) a Abu Abd Allah Muhammad Al-Nasir, a quien las crónicas españolas bautizan Miramamolín. Mientras que en los territorios cristianos, aunque aliados sus reyes contra los invasores islámicos, cunden las disputas de predominio y se buscan de todas las maneras resquicios para ocupar una posición de superioridad de uno frente a los otros.
La frontera entre cristianos y musulmanes se dibuja en la no excesivamente agreste orografía de Sierra Morena, pese a la derrota cristiana en la batalla de Alarcos, acaecida en el año 1195, porque los vencedores musulmanes de Abu Yusuf Yaqub al-Mansur carecen de fuerzas y organización suficientes para explotarla; y porque tampoco los cristianos gozaban de los imprescindibles recursos para superar la barrera geográfica.
Imponderables que suscitan una tregua por diez años acordada en 1197.
Las estrategias políticas y el movimiento de los ejércitos
Fallece Al-Mansur y le sucede su hijo Muhammad Al-Nasir, un jefe fanático y cruel; se ha comprometido ocupar Roma desde Al-Andalus. Para ello recluta en el Magreb y en la Península un gran contingente de almohades, bereberes, árabes (de diversas procedencias) y andalusíes (nacidos en los territorios islamizados de la Península Ibérica); un ejército con el que pretende detener el avance cristiano y aniquilar la resistencia que aún después pudieran ofrecer los vencidos.
Con adquirida prudencia, Al-Nasir despliega su tropa por las inmediaciones del paso de Despeñaperros (llamado entonces El Muradal), acceso natural a la meseta inferior castellana y a los valles de los ríos Guadiana y Tajo. La posición de espera elegida para recibir a la hueste cristiana que desciende de los citados valles y hacia el indicado acceso permite aguardar con ventaja.
La reacción en el bando cristiano no se hace esperar, pues la necesidad obliga, y el temor a una invasión empuja a tomar decisiones drásticas; también el afán de solapar una derrota como la de Alarcos con una victoria de las que marcan época.
Alfonso VIII de Castilla, apodado el Noble, acosado por el recuerdo de Alarcos y los problemas fronterizos con Navarra y León, escucha el consejo de Antonio Ximénez de Rada, arzobispo de Toledo, que le propone se dirija al papa Inocencio III para que proclame Cruzada su campaña contra el Islam, con lo cual Castilla evita ataques contra su reino a la par que suma combatientes de todo el orbe cristiano contra el enemigo común. La proclamación se anuncia en mayo de 1212. Y con ella, enseguida, Alfonso VIII recibe el apoyo de Sancho VII de Navarra, el Fuerte, del rey Pedro II de Aragón, el Católico, el de un importante contingente de caballeros leoneses, gallegos y lusitanos, con las milicias de las ciudades; y el de al principio numerosos combatientes europeos llegados de Provenza, encabezados por el arzobispo de Narbona, Arnaldo Amalarico, de Bretaña, de Lombardía, de otros puntos de la Península Itálica y de territorios germánicos.
Pero la brutal intervención en Malagón y Calatrava, lugares donde hubo enfrentamientos con el enemigo, de las tropas provenientes del extranjero, además de su diferente modo de guerrear y vivir en campaña, desembocó en el desistimiento de la alianza por ambas partes, quedando en España sólo algunos caballeros con su hueste de la expedición provenzal.
Ocupado Despeñaperros por el ejército musulmán de Al-Nasir, y con la única vía del peligroso desfiladero de La Losa, igualmente controlado, para dar cara al enemigo, a los cristianos les espera un desenlace fatal sin una intervención milagrosa. Como la de un pastor de nombre Martín Halaja (honrado en un altorrelieve de la catedral de Toledo) que presentado en el campamento de la avanzadilla cristiana a la orden del vizcaíno Diego Lope de Haro revela un paso cercano, apenas conocido para los llegados combatientes de uno y otro bando, desguarnecido de vigilancia: el desfiladero del Salto del Fraile en el camino del Puerto del Rey al de Navavaca que lleva hasta la aldea de Miranda del Rey, situada al pie de la colina denominada Mesa del Rey.
De los dos puertos de montaña, o pasos de montaña: el del Puerto del Muradal y el Puerto del Rey, y los tres caminos: los que arrancan de los dos citados pasos y el tercero, situado entre ambos, que es el camino de Navavaca, con el paso del Salto del Fraile, la elección de marcha para enfrentarse al enemigo recayó en este último. Fueron a inspeccionarlo Diego López de Haro, por los castellanos, y García Romero, por los aragoneses, dando el visto bueno a la vía. Por allí atravesaron Sierra Morena los cristianos, establecieron su campamento en la Mesa del Rey, y dieron frente a los musulmanes de Miramamolín.
Alfonso VIII de Castilla
Imagen de galeon.com
Pedro II de Aragón
Imagen de queapredemoshoy.com
Sancho VII de Navarra
Imagen de enciclopedianavarra.com
La batalla
Las cifras de combatientes en la que, probablemente, fue la batalla más numerosa de las hasta entonces libradas durante La Reconquista, aproximan la cantidad de 100.000 almohades contra 70.000 cristianos.
Los tres reyes de España, Enrique VIII de Castilla, Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra, se enfrentan unidos al poder musulmán almohade en el lugar de Las Navas, perteneciente al hoy municipio jienense de Santa Elena y colindante con el de Los Palacios, el 16 de julio de 1212.
Las vísperas de la batalla quedó establecido el despliegue acordado por los reyes cristianos.
El de los castellanos: Diego López con los suyos en vanguardia; el conde Gonzalo Núñez de Lara con los freires del Temple, del Hospital, de Uclés y de Calatrava, formando el núcleo central de las líneas; los flancos para el mando de los hermanos Rodrigo y Álvaro Díaz de Cameros con Juan González y otros nobles; en la retaguardia el rey Alfonso VIII y el arzobispo de Toledo Rodrigo Ximénez de Rada.
El de los aragoneses del valeroso Pedro II: en líneas similares a las castellanas: García Romero en vanguardia; la segunda línea para Jimeno Cornell y Aznar Pardo; la tercera con Pedro II y otros de sus nobles.
El de los navarros del también afamado valiente Sancho VII: dispuestos a la derecha del ejército castellano sumando las milicias de Segovia, Ávila y Medina del Campo.
Muhammad Al-Nasir, el Miramamolín, cuenta con más efectivos de infantería pero carece de caballería pesada; con la suya ligera ataca los flancos de la pesada cristiana, para dificultar sus de por sí lentos movimientos, y con sus arqueros y honderos siembra el desorden en la vanguardia enemiga. Por su parte, los cristianos incorporan jinetes de caballería ligera en la protección de los flancos de la pesada y a las unidades de infantería para oponer un cuerpo único, versátil y diverso e impedir la dispersión.
La estrategia de cada bando se resume en el propósito cristiano de alcanzar el centro del despliegue musulmán con el grueso de la caballería y el apoyo inmediato de los infantes; mientras que los musulmanes pretendían frenar la furibunda acometida desorganizándola primero, dividiéndola a continuación y por último aniquilar a una tropa dispersa.
Pronto la caballería española penetró arrasando las líneas escalonadas del enemigo, la mayoría voluntarios de la guerra santa, que cubrían las faldas de las lomas donde se asentaba el mando y el centro del ejército musulmán; y aunque la llegada a ellas no representó un excesivo desgaste, sí lo supuso el combatir en ascenso contra la mejor fuerza enemiga como eran los veteranos y muy curtidos almohades. Consiguen los de Al-Nasir inmovilizar a los atacantes y a desorganizar sus líneas; tan sólo resta aniquilarlos con las flechas y piedras de arqueros y honderos y demás elementos arrojadizos contundentes repartidos entre las tropas para la ocasión.
Con las pizas empantanadas en el escenario de la batalla, y una ventaja posicional a favor de los almohades, antes de que la situación se agravara aún más, Alfonso VIII recurre a la reserva y con él al frente manda a luchar una masa de caballeros e infantes de sobrada competencia que guardaba para la intervención decisiva; de tal suerte que el arrojo de este ejército logra quebrar la línea de combate musulmana, y en avance incontenible también rompe la resistencia escalonada del enemigo y concluye a las puertas del palenque donde permanece a la expectativa Al-Nasir. La empalizada que rodea el bastión defensivo y puesto de mando musulmán es de mucha consideración, fuertemente amarrada con cadenas y protegida por un contingente aguerrido, el cuerpo de honor de los imesebelen, la Guardia Negra, que sostendrá la posición hasta la muerte.
El ejército cristiano penetró la última defensa musulmana. Álvaro Núñez de Lara, enarbolando el pendón de Castilla, ahuyentó a los defensores que podían valerse en el recinto del palenque, y Sancho VII de Navarra fue quien primero rompió aquellas cadenas, enseguida famosas. La victoria fue aplastante, aunque en mitad de la refriega el jefe musulmán escapara del cerco de cabalgadura prestada en dirección a Baeza, luego Jaén y después Sevilla con la idea de cambiar de continente; fortuna de la que no gozó la inmensa mayoría de su hueste.
El balance aproximado de muertos en la batalla puede cifrarse en 25.000 por los cristianos y 80.000 por los musulmanes.
Francisco de Paula Van Hallen: Batalla de Las Navas de Tolosa (1864).
Imagen de senado.es
Horace Vernet: Batalla de Las Navas de Tolosa
Imagen de redjaen.es
Imagen de verpueblos.com
El pendón del califa Al-Nasir (Pendón de Las Navas) fue recogido entre los despojos del palenque, junto con otras pertenencias de igual o parecido rango, y trasladado a Burgos para su conservación en el Monasterio de Santa María de las Huelgas.
Consecuencias de la batalla
La derrota impedía a los musulmanes recuperar el terreno perdido, mientras que la victoria facilitaba el acceso a territorio andaluz por reconquistar asegurando los pasos desde la meseta.
Vencidos los temibles almohades y con un futuro halagüeño por delante, se disolvieron las desavenencias y pleitos entre los reyes cristianos. Nada une más que el triunfo equitativamente repartido.
En el otro lado de la cordillera pirenaica también se exhaló un suspiro de alivio, pues Europa quedaba definitivamente libre, por aquel entonces medieval, de la amenaza islámica.