Con el descubrimiento de América el 12 de octubre de 1492, España descubrió el mundo; un hecho revelador de alcance definitivo que dio inicio a la exploración y conquista, también denominada oficialmente pacificación, del Nuevo Mundo.
Por conquista se entiende el clásico uso de las armas al ir ocupando los territorios del Nuevo Mundo; mientras el concepto de pacificación explica el breve periodo de hostilidades en aquella trascendente misión encargada a los conquistadores, cuya razón jurídica provenía de las facultades otorgadas por el Rey de España. Una ingente tarea asumida en su integridad, pacificando, evangelizando y protegiendo a los nativos, además de administrar justa y legalmente el territorio objeto de concesión. La conquista, pues, significó a la par descubrimiento.
El proceso descubridor resultó asombrosamente breve y también, de hecho, el conquistador de los inmensos territorios cuajados de accidentes geográficos que suponían una dificultad extrema: altísimas cordilleras, cursos de agua no vadeables, selvas malsanas, de constantes peligros y extensísimas, climas desacostumbrados y castigadores, más una variedad de paisajes en ocasiones sin solución de continuidad. Pero este proceso fue arduo, arriesgado y dificultoso al límite de la extenuación y la muerte: hubo que vencer la hostilidad de los nativos que la manifestaron, improvisar vías de comunicación y disponer controles en el terreno mientras unas docenas de hombres, y en principio alguna mujer, fundaban asentamientos y ciudades que además protegían. Todo ello con inusitada rapidez y dotes de índole complementaria afloradas.
El descubrimiento y la conquista respondieron a una insaciable curiosidad y a una audacia extraordinaria orlada de valor; exploración y conquista van unidas.
Con unos medios precarios, Hernán Cortés descubrió Méjico de Veracruz a Acapulco, de costa oriental a costa occidental, con la hegemonía azteca en su núcleo; Francisco Pizarro, las tierras enormes, complejas y arriscadas de Perú, el imperio inca; Gonzalo Jiménez de Quesada, territorios andinos y altiplanicies colombianas; Diego de Almagro, los territorios bolivianos; Pedro de Valdivia, los territorios de Chile; Pedro de Mendoza, el Río de la Plata; Álvar Núñez Cabeza de Vaca, extensas superficies de la zona meridional de los actuales Estados Unidos de Norteamérica y las cataratas de Iguazú; Domingo Martínez de Irala, las selvas y planicies de Paraguay; Juan de Ayolas, los contrafuertes orientales de la cordillera de los Andes; Pedro de Alvarado, el territorio de Guatemala; Francisco Hernández de Córdoba, el territorio de Nicaragua; Diego Velázquez, el territorio de Honduras; Pedro Arias Dávila y Vasco Núñez de Balboa, el istmo de Panamá y el océano Pacífico bautizado Mar del Sur. Y entretanto y después hacia el Norte, abriendo caminos, organizando sociedades, ampliando el mundo.
Todo muy rápido. De 1492 a 1522, en treinta años solamente, se descubrió el mundo y se circunnavegó gracias a la determinación y pericia de Juan Sebastián Elcano; a su vez, la conquista de América, el Nuevo Mundo, se cifró en veintidós años, desde que Cortés fundara Veracruz en 1519 hasta que Valdivia, en 1541, hiciera lo propio con Santiago de Chile.
Tanto en la navegación por los mares de la Tierra como en la conquista de las tierras nuevas, hubo por cierto un deseo de llegar lo más lejos posible y antes que los demás, realizando proezas que inscribir en los anales de la Historia para trascenderla. Actuó como motor el anhelo de la gloria y la riqueza, el de la fama eterna que elige y honra a sus herederos.
Todo muy rápido y por un número de personas reducido a la mínima expresión. Pedro Cieza de León, conquistador y cronista, refiere acerca del prodigio: “¿Quién podrá creer los nunca oídos trabajos que tan pocos españoles en tanta tierra han realizado?”
Cortés conquistó México con 416 hombres y 18 caballos; Pizarro dispuso de 200 hombres para conquistar el imperio inca de Tumbes a Cuzco; Valdivia conquistó Chile con 18 hombres más los 180 dispersos que fue reuniendo entre los Andes y la costa Pacífica.
Los españoles no sabían exactamente adónde iban, pero sabían perfectamente lo que buscaban, y también supieron dividir a los poderes mejor organizados y autocráticos del continente cual los aztecas y los incas, logrando alianzas efectivas y ansiosas contra ambos imperios dominadores.
Recordaremos por justo y necesario, que ya entonces la conquista se enfrentó a críticas propias sobre algunos de los métodos empleados para conseguirla, cosa que no sucedió con las conquistas contemporáneas de otras naciones homologables a la española, ni sucede en la actualidad con vehemente empeño, obviando el uso ritual de la peor violencia en los pueblos conquistados, que emprendían periódicas guerras para sojuzgar y eliminar grupos humanos al completo además de satisfacer las ambiciones sanguinarias de las deidades, los dirigentes y el pueblo aleccionado reacio al trabajo cotidiano, salvo en el imperio inca donde la actividad laboral era conocida y bien organizada. Tampoco se recuerda, al contrario, se olvida con suma facilidad y propósito, que la legislación española castigaba con mayor dureza los delitos cometidos sobre los naturales que los de éstos contra los españoles. Y nunca fue la esclavitud un objetivo ni un negocio para los españoles, a diferencia de la práctica abrumadora consolidada durante siglos por ingleses, franceses, holandeses y portugueses.
La mayoría de los conquistadores y colonizadores españoles obraron dentro de la legalidad y fueron generosos con los nativos; hubo a continuación, educadores y protectores de los llamados “indios”. En breve y con mucho trato, la convivencia ganó enteros y forjó vínculos indisolubles. Hubo mestizos sobresalientes que alcanzaron puestos relevantes que el futuro incrementó.
Los misioneros jugaron un papel decisivo en el Nuevo Mundo; a ellos se debe la conquista espiritual, el desarrollo educativo, la implantación de las enseñanzas básicas y superiores beneficiando indiscriminadamente a la población y, también, fueron puntales en la defensa y protección de los nativos que las autoridades españolas, en la metrópoli y en el Nuevo Mundo, siempre tuvieron presente en su acción descubridora y colonizadora. Algunos de ellos, escasamente conocidos y recordados, fueron: fray Toribio de Benavente, alias Motolinia (pobre en lengua autóctona), conquistador espiritual de Méjico; san Francisco Solano, un andariego infatigable, más de veinte mil kilómetros lo contemplan, simpática personalidad que dejó su huella en el altiplano de Perú, la Puna, el Noroeste argentino, el Chaco, la Pampa, el Río de la Plata, Paraguay, Uruguay, bautizando y culturizando a más de cien mil indios; san Luis Beltrán, defensor a ultranza de los nativos; san Juan Macías, médico de cuerpos y almas; santo Toribio de Mogrovejo, viajero por Perú introduciendo cultura y técnicas para mejorar la vida de los naturales; san Martín de Porres, el santo mulato.
Los conquistadores españoles apreciaron el valor de sus enemigos: cuanto más valerosos se mostraron mayor la admiración que se les dispensó con actos y con escritos. El poema épico por excelencia del Renacimiento español lo firma el conquistador Alonso de Ercilla, una loa al cacique Caupolicán y sus valientes araucanos, a quien compara con los héroes troyanos.
Resume la conquista de América el premio Nobel Octavio Paz con las siguientes palabras: “Sobre las ruinas del mundo precolombino los españoles y portugueses levantaron una construcción histórica grandiosa, que en sus trazos fundamentales todavía está en pie. Unieron a muchos pueblos que hablaban lenguas diferentes, adoraban a dioses distintos, guerreaban entres ellos o se desconocían. Los unieron a través de leyes e instituciones comunes, pero sobre todo por la lengua, la cultura y la religión”. América empezó a tener conciencia de sí misma a partir de la llegada de los españoles y portugueses.
Demetrio Ramos Pérez, historiador y americanista, docto en la materia que le incumbe, destaca que la acción ultramarina española se fundamentó en la idea de arraigamiento, que es la ocupación permanente de todo el espacio interior, la fundación de ciudades e instituciones, y la asociación con los naturales mediante la transmisión de la lengua, la cultura, la religión, el entrecruce de razas y el establecimiento de unas leyes comunes.
Es así que los españoles consolidaron el imperio más extenso e integrador habido en la historia del mundo.