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Rebeliones y huelgas de españoles en los campos soviéticos de prisioneros (Gulag)

Preámbulo

Los campos de concentración de la Unión Soviética fueron creados por la Cheka (organismo de inteligencia militar y policial soviético) en los comienzos prácticos de la revolución bolchevique. El primer establecimiento represivo fue el monasterio de Solovevski, transformado en campo de concentración central de la GPU (Policía política de la Unión Soviética creada en 1922) el año 1923. Solovevski sirvió de laboratorio de ensayo a partir del que se desarrolló la red de campos de trabajo, represión y prisioneros (Gulag, anagrama que significa Administración directora de los campos). En 1934, el gobierno soviético de Stalin, al poner en marcha el segundo plan quinquenal, puso los campos y las colonias de trabajo a depender de la institución Gulag; época en la que fue dictado el Código de Trabajo Correctivo y que otorgó al Gulag la doble función política y económica sobre los administrados forzosos. El artículo 1.º del Código de Trabajo Correctivo de la URSS define “el fin de la política penal del proletariado es la defensa de la dictadura del proletariado y la construcción del socialismo; la defensa contra las usurpaciones y agresiones de los elementos hostiles a la clase obrera, así como contra las infracciones, delitos y crímenes cometidos no solamente contra la clase obrera, sino también por los mismos trabajadores, inconscientes de sus deberes y obligaciones”.

    En esta red de espacios cerrados de trabajo y de tortura sistemática, distribuidos por toda la Unión Soviética con un criterio económico, habita malviviendo una población trashumante, continuamente zarandeada. El número de campos en el archipiélago Gulag, repartidos entre la Rusia europea, con 20 sistemas, y la Rusia asiática, con 18 sistemas, alcanzó en su apogeo de los años 50 del siglo XX un total aproximado de 8.000. La masa de esclavos en los campos de trabajo del Gulag es incalculable a ciencia cierta; no obstante, de los 30.000 detenidos en 1928 se pasó a 700.000 en 1930, y a 2.000.000 en 1932; a 5.000.000 millones en 1935, a 6.000.000 en 1936 (distribuidos en 35 agrupaciones de campos), y a 10.000.000 millones en 1942 (en 38 agrupaciones). La cifra de prisioneros dadas por fuentes rusas asciende a 25.000.000 millones en 1943 y a 27.000.000 en los primeros años de la posguerra. A partir de ahí las cifras aumentan hasta la muerte de Stalin.

    Cinco eran las procedencias de presos en los campos del Gulag: Presos nativos de la Unión Soviética (una estimación del 65% del total), población soviética deportada (una estimación del 7%), prisioneros de guerra (alrededor del 8%), obreros soviéticos trasladados (alrededor del 15%), y la población extranjera deportada (menos del 5%).

    El Gulag era una organización comercial e industrial además de un cuerpo administrativo y policiaco, una enorme empresa a la que se encomendaba la ejecución de los trabajos encargados por el Estado (el Partido Comunista) a los diferentes ministerios del Gobierno soviético. El Gulag era la pieza básica de la economía soviética y, a su vez, el depósito de la población indeseable para la autoridad soviética pero útil, en cuanto a mano de obra esclava, para sus objetivos.  

Eran españoles que habían combatido al comunismo en la Unión Soviética; eran españoles que devolvieron a los soviéticos la visita bélica que España había sufrido. Convertidos en prisioneros en los represivos campos de trabajo, los españoles presentes en el Gulag eran, igual que millones de personas, esclavos del comunismo.

    Los salarios no se conocían en los campos. El trabajo se pagaba en alimentos, los cuales, además de una forma de pago, eran un estímulo hábilmente manejado para la explotación del prisionero. La política general en este aspecto era la de mantener al forzado en un estado de hambre medianamente intensa, un estado de semihambre, y obtener de él la mayor realización de trabajo con el incentivo de que entonces se le dará una mejor alimentación. Esto suponía una diversidad de trato alimenticio dentro de cada campo. Partiendo de abajo arriba se distinguían raciones “punitivas”, raciones corrientes y raciones de choque, llegando hasta primas de gratificación, aunque eran tan ínfimas que los trabajadores no ganaban más que el equivalente a dos kilos de pan negro a costa de esforzarse durante un mes.

    El estado de semihambre implicaba no matar del todo el hambre por arriba ni reducir la alimentación hasta cero por abajo, con el fin de limitar al máximo el uso del “material humano”. El pan negro era la base de la alimentación para todos los campos y todas las categorías; no aparecían las grasas animales, ni las carnes, y el horario de los alimentos solía fluctuar entre las cuatro y las cinco de la mañana, antes de salir al trabajo, y al volver del trabajo, hacia las diecinueve horas. Los españoles presos desconocían que existiese una política del hambre, ni que toda la tensión de un hombre llegase a girar sobre un trozo de pan, hasta que sintieron esa tortura esta tortura, la cual termina apoderándose del cerebro y del alma.

El campo de Borovichi

El alférez Ocañas estuvo trabajando como carpintero en el campo central de Boborovski hasta septiembre de 1950, fecha en la que trasladaron a los españoles en trenes de carga al campo de Borovichi.

    El pueblo de Borovichi se situaba a unos 250 kilómetros al sudeste de Leningrado y a unos 30 kilómetros de Possad (un lugar de memoria imborrable para los divisionarios españoles). La vida de este pueblo giraba en torno a una gran fábrica de cerámica, unas pequeñas minas de carbón y una fábrica de papel; el campo quedaba a las afueras, sobre unos terrenos pantanosos, en lo alto de un cerro, rodeado por tres alambradas. Su número de campo en el Gulag era el 270; el campo de Rada, situado cerca de la ciudad de Tambov, donde murieron varios españoles, correspondía al número 188.

    El campo (lager láger) de Borovichi se desdoblaba en dos, bautizados por los españoles como Chinchilla (Borovichi 1) y La Mina (Borovichi 2). Reunía aproximadamente trescientos españoles; el resto de prisioneros, hasta cinco mil, eran principalmente de nacionalidad alemana. Los españoles fueron repartidos en tres grupos: el de los más fuertes, destinado a trabajar en las minas de carbón; otro grupo, más débil, a cortar leña para los hornos de la fábrica de cerámica; y el resto a la construcción de un edificio de madera en la fábrica de papel.

    En Borovichi 2-La Mina estaban recluidos, entre otros (los nombres que hemos podido recoger junto al del alférez Ocañas), los capitanes Teodoro Palacios Cueto y Gerardo Oroquieta Arbiol, los tenientes Francisco Rosaleny, gravemente enfermo, y Miguel Altura , el alférez Castillo, el sargento Ángel Salamanca y los soldados José Martín Ventaja, Victoriano Rodríguez, José Antonio Moreno, Gumersindo Pestaña Fernández, Félix Alonso Gallardo, Santos González Canga, Manuel Velázquez Benítez, Laureano Lara, José María González Giménez, Enrique Maroto Fernández, José Mena Leo, Emilio Rodríguez, Lucio Saldaña Puras, José Luis Casado Moral, Emilio Luis Pinilla y Eusebio Calavia Velosillo.

    Cuenta el alférez Ocañas:

“Cuando llegamos allí además de cansados físicamente también lo estábamos espiritualmente. Pasaban los meses y los años y nuestra situación se hacía cada vez más incierta y terrible. Formulamos una serie interminable de peticiones por escrito al Gobierno soviético, dirigidas, unas, al presidente de la República, Chvernik; otras, al ministro de Asuntos Exteriores, Molotov; otras, al jefe de la M.V.D. [antes NKVD, ministerio del Interior], Beria; y otras a Vorochilov, en las que reclamábamos ser repatriados a España, y si esto no podía efectuarse de momento, que nos concedieran lo más humano y elemental a que un ser civilizado puede tener derecho: comunicarnos con nuestras familias para que al menos supieran que vivíamos. La respuesta a todas las peticiones fue un silencio total. Lejos de atendernos, la M.V.D. intensificó sus métodos de desunión y terrorismo. Los sóviets contaban con que mintiendo, aterrorizándonos y sometiéndonos a un régimen de hambre, acabaríamos por capitular y ponernos a su servicio.”

    Transcurridos siete, para algunos, y nueve años, para los demás, de cautiverio en los campos, los divisionarios no soportaban más mentiras ni dilaciones de idéntico cariz; las afecciones mentales por este terrible aislamiento dirigido provocan reacciones insospechadas por los vigilantes. El soldado (guripa) Manuel Pérez Pérez, alias el barbero, se lanzó a romper todos los retratos de las divinidades marxistas que fue encontrando: Lenin, Marx, Engels, Stalin y Beria sucumbieron hechos trizas a la acometividad justiciera del desespero; de resultas le cayeron veinticinco años de trabajos forzados.

    Escribe Luca de Tena: “Una violenta sacudida de ira colectiva, un viento implacable de rebeldía azotó a los españoles del campamento [campo] de Borovichi. Fue un ‘¡basta ya!’ tremendo y desesperado que puso en pie a los que se creían muertos. En el fondo psíquico de los que se rebelaron contra la esclavitud había una voz que les alentaba a proseguir aquella estupenda locura”.

    Una voz que exigía la lucha en reivindicación de la vida.

    La insoportable actitud de los comunistas llevó al límite a los españoles que el 28 de marzo de 1851 ideaban un plan de choque con el mayor riesgo imaginable.

    Cuarenta y ocho divisionarios de los casi trescientos, colocados en dos barracones, el grande habitada por doscientos y el pequeño por ochenta, manifestaron conjuntamente su rebelión, en forma de huelga de hambre y de trabajo, el 5 de abril de 1951. El primer día fueron cincuenta rebeldes en huelga de hambre y trabajo; el segundo día sumaron otros cincuenta; el tercer día ya eran doscientos, entre los que figuraban los enfermos hospitalizados. Los enfermos imposibilitados para moverse clamaban a sus carceleros: “¡No queremos pan ruso, queremos cartas de casa! Pese a los interrogatorios, superada la sorpresa por el hecho, amenazas y promesas, nadie delató a los organizadores (Fuenteovejuna, todos a una). Al concluir sin resultado los interrogatorios supervisado por el comandante de la M.V.D. y del campo, Makarov, varios españoles fueron conducidos a la cárcel del campo. Los españoles alegaron que sufrían trato discriminatorio al no permitírseles cartearse con sus familias ni recibir de ellas los paquetes que les enviaban (y que se los apropiaban los carceleros y otros funcionarios soviéticos). Al quinto día de huelga, ciento cincuenta hombres permanecían en malas condiciones dentro de los barracones y cincuenta en la cárcel, trasladados como castigo.

    Pero no fue la de abril de 1951 en Borovichi la primera huelga declarada bajo el terror de los campos soviéticos, un desafío en toda regla que asustó a los comunistas; anteriormente, en Odesa, les cupo el honor a los guripas José Gil Alpañés e Isidro Cantarino Calabuig, de protagonizar una huelga de hambre que les ocasionó una condena a veinte años de trabajos forzados.

    Curioso o paradójico, quizá ambas circunstancias, reveladas en aquella situación tiránica, los marineros y pilotos del Frente Popular de la II República, españoles internados el Borovichi 1-Chinchilla, padeciendo las mismas penalidades que los combatientes del bando nacional en España y de la División Española de Voluntarios en Rusia, se unieron a la huelga sumando protestas, estableciendo un frente común de fuerza y reivindicación. Y tuvieron que ser los divisionarios, en número de doscientos, quienes acudieran en su auxilio cuando los guardias del campo los detuvieron y procedían al consabido interrogatorio. El despliegue de tropas y ametralladoras inclinó la balanza del lado soviético, pero había quedado constancia de la acción temeraria y fraternal.

    Cantaban juntos los rebelados, referido por Fernando Vadillo: “Comandante Makarov / has perdido hasta la gorra, / de todos sois el mayor, / el mayor hijo de zorra”.

    El comandante Makarov se vio superado por la protesta española. La tenacidad de los rebeldes huelguistas desprestigiaba a los responsables de Borovichi. De ahí que Makarov decidiera utilizar la violencia. Al séptimo día de huelga continuaba en la cárcel el grupo de españoles al que los rusos consideraban los más caracterizados en la manifestación de protesta. La táctica empleada a continuación para obligarles a comer fue la de sacarlos individualmente, atar los pies, las manos y la cabeza a un sillón y forzar a la ingesta de alimento. Pero ni así, bien apretados los dientes para que nada entrara por la boca, y algunas dentaduras lo padecieron. Y no es que a los rusos le importara la muerte por hambre de los prisioneros, sino que se trataba de la aplicación del principio del “ahorro máximo del material humano para el trabajo”, y ellos eran todavía una potencia de rendimiento. Por eso se les mantenía vivos.

    Cuando los vigilantes del campo vieron como de la barraca número 5, la de los españoles que mantenían la huelga, se desplegaba una guerrilla en dirección a la cárcel, emplazaron rápidamente ametralladoras y fusiles ametralladores y pidieron refuerzos a un regimiento de tanques destacado en el pueblo. Su mentalidad les alertaba de que se estaba produciendo una fuga cuando, en realidad, los españoles pretendían asaltar la cárcel, a la luz del día, para liberar a sus compatriotas; y lo consiguieron.

    La conducta subversiva de los españoles en los campos 1 y 2 de Borovichi se explica por la desesperación. Y aunque no les van a matar a tiros, están dispuestos a provocar un cambio en las condiciones o a morir en el intento. También intentan sumar a su rebelión al resto de prisioneros en los campos, la mayoría alemanes.

    Escribe Luca de Tena: “El campo de Borovichi había quedado en poder de los españoles. Emplazaron los rusos ametralladoras y altavoces en las garitas del exterior y, mientras Makarov telefoneaba pidiendo refuerzos, sus oficiales, a grandes voces, amonestaban a los españoles a rendirse”. Avanzada la noche una comitiva rodada “llegó desde Novgorod con el Estado Mayor de la Policía y, en cabeza, el jefe supremo de los nueve campos de concentración y trabajo” instalados en aquella demarcación administrativa del Gulag. “Sin atreverse a penetrar en el campo, desde la puerta del cuerpo de guardia, pidieron a gritos que nombraran una comisión representando a la totalidad de los huelguistas para exponer las causas de la rebelión”.

    El comandante Makarov, atenazado desde arriba y abajo, temeroso de las consecuencias por arriba y por abajo, se avino a parlamentar auspiciado por el refuerzo militar y político. El comandante pide que vuelvan a comer y los españoles que no se torture a los huelguistas ni que tengan que salir a trabajar mientras no se proceda al reparto de los paquetes que llegan de España enviados por los familiares y que se plasme por escrito una pronta repatriación.

    El comandante Makarov simula acceder a lo que está en su mano y asegura negociar con los superiores las demandas que exceden de su competencia. Los españoles no lo creen: doscientos ochenta cuerpos enfermos se mantenían en las yacijas.

    A medianoche, en el tránsito del día 12 al trece, el comandante Makarov y su plantilla de oficiales sacaron de sus celdas al sargento Salamanca, al teniente Altura y a los guripas José Jalao, Miguel Climent, Martínez Estarregui y Ramón Pérez Eizaguirre. Se los llevan a la cárcel de tránsito de Borovichi. Allí se reunirán con ellos Lucio Saldaña, Gerardo González, Gumersindo Pestaña y el capitán Gerardo Oroquieta; luego se unirán Juan Villanueva Flórez, José Romero Correira, Hermógenes Rodríguez y Pascual Pastor Justón; y después aparecerán Félix Alonso Gallardo, Manuel Moral Cabeza y Juan Pinar, alias capitán Roca.

    La huelga-rebelión terminó ese 13 de abril. La mayoría de huelguistas estaban desfallecidos, enfermos y heridos, pero con el ánimo subido y el espíritu inmutable. Una vez en el barracón, asaltantes y liberados recibieron la visita de una compañía represiva de la M.V.D; la pelea no tuvo color, pero hubo defensa. Necesitaron los comunistas nueve asaltos. Después de la lucha, a las tres de la tarde, la cabaña quedó desalojada; ochenta españoles de los que participaron en la huelga fueron trasladados en camillas por los prisioneros alemanes al hospital del campo; el grupo de heridos menos graves ingresó en la cárcel; y un tercer grupo, de treinta hombres, con el capitán Oroquieta y el teniente Altura al frente, que a juicio de los rusos había sido el instigador de la revuelta, pasó a la cárcel número 3 de Borovichi: allí se les condenó a veinticinco años de trabajos forzados sin derecho a libertad. El 13 de junio dio inicio el proceso contra todos los encarcelados, cuya sentencia fue de veinticinco años de trabajos forzados, como se ha citado. A las tres semanas de reclusión en Borovichi fueron metidos en un tren-prisión con destino a los Urales (en campos donde permanecerán hasta 1953) el sargento Ángel Salamanca, Gumersindo Pestaña, Manuel Morán, Santos González, Máximo Moral, Ramón Pérez, Miguel Climent, José Jalao, Félix Alonso y Constante Vicente.

Nuevos traslados y procesos

Entre finales de junio y principios de julio de 1951, los españoles de Borovichi fueron trasladados al llamado campo del Bosque, un lugar de secuestro, aislamiento y silencio. Este tipo de campos solía ubicarse en la espesura de los bosques, apartados de las vías de comunicación. Las barracas estaban separadas unas de otras por gruesas alambradas de espino, para impedir el contacto, en definitiva la conversación.

    Durante la estancia en el campo del Bosque se sucedieron las huelgas laborales y las de hambre, de las que los carceleros habían sido informados; se intentó una fuga colectiva a través de un túnel que acabó descubierto provocando nuevos juicios sumarísimos y condenas renovadas a trabajos forzados. Los juicios se asemejaban a duelos de honor por parte de los españoles, retadores y contestatarios, alegando en su defensa aquello mismo o de carácter similar a lo que se les acusaba.

    Célebres fueron las vistas (remedo de juicio sin garantías) del 4 y el 5 de febrero. La del 4, al sargento Antonio Echevarría, el cabo Enrique García y los soldados Germán Cubero, Enrique Giménez, Nicanor Gutiérrez y Santiago Andrés; la del 5, al cabo Ángel Moreno, el teniente Honorio Martín y el alférez Ocañas. Todos por idénticos motivos de rebelión. El tribunal lo componían un teniente coronel Projanov de la M.V.D., y mimbro del ministerio de Justicia, dos tenientes del mismo Cuerpo y Arma y un oficial de la milicia del partido comunista. Se les condenó a diez años de trabajos forzados sin derecho a libertad.

    La pena de cárcel sólo duró diez días, pues la utilidad estaba en el trabajo forzado no en la reclusión.

    El siguiente traslado en trenes-prisión (stolypine) los condujo hasta la cárcel de Novgorod, pero sólo quince días; luego los condujeron a la inmensa cárcel de la vecina ciudad de Leningrado (peresilka). Los españoles fueron alojados en la celda colectiva número 38, con capacidad para doscientos presos.

    En los veinte días de reclusión en Leningrado se produjo una separación de presos españoles: unos fueron a cárceles de Moscú y otros, entre ellos el alférez Ocañas, a la cárcel de Kirov.

    Subraya en sus memorias el alférez Ocañas, que en su experiencia presidiaria le fue impresionando una característica de la vida en los campos de represión y trabajo y en las cárceles de la Unión Soviética: el terror de los sóviets al espionaje, un terror obsesivo y demencial. Cuenta: “El pueblo ruso, el que trabaja en las fábricas y marcha por las calles como una masa de sonámbulos, oscura y gris, no sabe nada de lo que pasa en el exterior ni de lo que verdaderamente ocurre dentro de sus fronteras, pues de todo ello no tiene más idea que la elaborada oficialmente y suministrada a través de un gran aparato de propaganda. La Unión Soviética (URSS) tiene miedo a que el mundo conozca la verdad de lo que pasa dentro del telón de acero, pero este miedo se agiganta hasta proporciones que llegan a lo inverosímil y rebasan la capacidad de comprensión del hombre cuando se trata de la vida en los campos de concentración. En ellos hay una cortina de hierro especial, más tamizada, más severa e impenetrable. La Unión Soviética desconfía por sistema de todos los extranjeros. Este terror, de honda y colectiva raíz psicológica, viene a configurarse como una escala de pánico hasta formar una montaña. Los oficiales o funcionarios de la M.V.D., que aterrorizan a sus víctimas, están a su vez aterrorizados ante la posibilidad de que dejen pasar algún espía, y quienes están sobre ellos se comportan de igual manera, hasta llegar a las esferas más altas. De ahí la crueldad, que por lo general suele ser producto del pánico, aunque su última explicación habría que buscarla en una especie de degeneración patológica de la naturaleza humana. Todo ello determina unas medidas de seguridad en los campos de prisioneros (laguer) que llegan al paroxismo. El miedo al espionaje, consustancial al régimen soviético, y que forma parte del trato inhumano dado al prisionero, tiene un reflejo negativamente humano en toda la política de los campos. La M.V.D. tiende siempre a destruir los lazos familiares, separando a los de la misma sangre. Todos dentro del campo desconfían de todos, de donde nace la necesidad de mentir sin cesar para conservar la vida, de tal modo que el disimulo se convierte en el único medio de autodefensa del esclavo y también del carcelero.”

Partir continuamente y no llegar nunca. Cumplir años y más años de reclusión con trabajos forzados hasta la muerte, es el destino real del prisionero.

    El 19 de abril de 1952, los cuatro españoles presos en la cárcel de Sverdlovsk fueron transportados en el tren-prisión hasta el campo de Degtiarka. Allí ya había treinta y tres españoles, entre ellos y anteriormente condenados igual que el alférez Ocañas por rebeldía, el capitán Oroquieta, el teniente Altura y el sargento Salamanca. Los españoles trabajan en la construcción de un grupo de viviendas (Smut) para el pueblo minero homónimo.

    En Degtiarka estaban reunidos la mayor parte de los condenados españoles; otros grupos habían sido establecidos en campos de los Urales próximos a Degtiarka: el citado Sverdlovsk y Asbest, Pervouralsk, Revda y Pervomaika. Con descaro y terrible necesidad, los españoles de los diversos campos lograron comunicarse e iniciar los preparativos de una segunda huelga de hambre y una fuga similar a la del campo del Bosque. El sistema rudimentario y peligroso de comunicación consistía en meter notas en el pan y en las suelas de los zapatos.

    En cada campo había instalado para los presos y también los vigilantes un departamento cultural y educacional que respondía a las siglas KVCH, dirigido por un comisario político de la M.V.D. con un equipo integrado por inspectores e instructores y prisioneros declarados afectos al régimen soviético que traducían y leían los discursos y las conferencias políticas. Cuenta el alférez Ocañas: “Lo que podríamos llamar la central de la propaganda y la agitación política radicaba en una barraca de madera erigida en todos los campos con las veces de teatro, salón de actos y local para cualquier fin dispuesto. Por lo menos una vez a la semana nos daban conferencias políticas, al regresar del trabajo para que nadie las eludiera. En la barraca se prestaban periódicos que leíamos al revés para enterarnos de lo que pasaba interpretando el texto a la inversa, y cuando no había prensa sabíamos que se hablaba de los prisioneros o de algún tema que a los rusos no les interesaba que conociéramos. Tampoco faltaban las películas rusas de propaganda a las que de poder no acudíamos. La acción de esa ‘cultura’ viene a constituir un mundo prefabricado y extraño. Las mentes, a fuerza de reducir a los individuos a la categoría de ‘potencia de rendimiento’, quedan atrofiadas. Todo aquello que en el hombre supone una nota de espiritualismo era destruido, y, mientras tanto, íbamos siendo trabajados por el hambre, los castigos y el terror. Aplicable a la población soviética fuera de los campos y las cárceles. El resultado era que el prisionero se convertía en un ser movido por los instintos, sin destellos de conciencia, sin sentimientos, sin alma. Igualmente aplicable a la población soviética fuera de los campos y las cárceles. El comunismo, al crear un nuevo tipo de cultura ha creado también un nuevo tipo de hombre. Un hombre que no tiene por qué pensar, porque el Estado se encarga de pensar por todos; no tiene por qué tomarse la molestia de tener ideas propias; su único papel consiste en trabajar, producir, rendir; es decir, sentirse tuerca, tornillo, máquina. Es la mayor condena.”

Escribe Luca de Tena: “Cuando, años más tarde, a miles de kilómetros de distancia de aquel punto, llegaba un español al lager (campo) de castigo, los allí reunidos, prisioneros de otras nacionalidades o jefes soviéticos de campo, le preguntaban con admiración: ‘¿Tú eres uno de la huelga de Borovichi?’


Fuentes principales

Moisés Puente, Yo muerto en RusiaMemorias del alférez Ocañas de la División Azul. Editorial San Martín.

Torcuato Luca de Tena, Embajador en el infierno, Biblioteca Homo Legens.

Fernando Vadillo, Gran Crónica de la División Azul. Los prisioneros. Ediciones Barbarroja – Hesperia Libros.



Artículos complementarios

    La Cruz de Novgorod

    La Compañía de Esquiadores

    Batalla del lago Ladoga

    Cabeza de puente del río Voljov

    ¡Qué buen día para morir!


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