Género escénico-musical español en el que se canta y se declama al son de una música costumbrista. Desde el siglo XVII los textos que se cantan y se declaman, igual que la música, también proceden del uso social cotidiano. En las más de las ocasiones, la Zarzuela es una dramaturgia festiva en el ámbito de la cultura española, cuyos límites entre la ópera seria y el espectáculo popular la equiparan a la ópera cómica francesa (opéra comique), la ópera bufa italiana (opera buffa), la ópera balada inglesa (ballad-opera) y el juego de canto alemán (Singspiel).
La Zarzuela está presente a lo largo de la historia del teatro musical español. Sus variantes expresivas abarcan desde la bondad de la tradición popular a la intransigencia, pasando por el humor sencillo, la pasión doméstica, el chiste y el arrebato.
El origen probable de la Zarzuela, género entendido como tal, se sitúa en los entretenimientos reales de los Austrias a mediados del siglo XVII.
El infante Don Fernando, hijo del rey Felipe IV, aficionado a la caza en los bosques del Real Sitio del Pardo, sobre todo en el paraje llamado La Zarzuela, por su abundancia de zarzas. Las jornadas de inclemencia climática, al pabellón de La Zarzuela acudían, convocados para ello, los cómicos de los teatros madrileños que representaban breves piezas teatrales donde alternaban partes recitadas con cantadas y números musicales. Tras la marcha de Don Fernando a Flandes, el monarca mantuvo la práctica sumando a toda la corte.
No obstante esta evidencia, la Zarzuela hunde su raíz en las genuinas representaciones populares heredadas del Medievo: misterios, tonadas, villancicos, ensaladas y demás; con parangón en el campo literario a las Farsas de Lucas Fernández, los Autos de Gil Vicente o las Églogas de Juan del Encina (Juan de Femoselle). Era un teatro profano que el humanismo renacentista difundió como manifestaciones de las costumbres públicas españolas.
Los inicios de la Zarzuela comprendieron canciones sueltas, dúos y coros, para a continuación publicarse por escrito comedias de música en dos actos, denominadas fiestas de La Zarzuela, desarrolladas con abundancia musical de vihuelas, laúdes, arpas y clarines, de estilo polifónico para el conjunto y monódico para los solos.
A Pedro Calderón de la Barca se atribuyen las primeras obras importantes del género, la principal que se conozca fue El jardín de Falerina, de 1648, considerada la primera zarzuela, y de la que se conserva una versión musical datada en el siglo XVIII. Félix Lope de Vega y Carpio había previamente incorporado a la acción números cantados, como en La selva sin amor de 1629.
Pero el nombre de Zarzuela cabe adoptarlo en 1657, año en el que se representó El golfo de las sirenas, de Calderón de la Barca, igual que El laurel de Apolo, de 1658 y Celos aun del aire matan, de 1662, considerada la primera ópera española, a cuyo texto puso música el arpista de la Capilla Real Juan Hidalgo; y en 1674, fecha del estreno de Alfeo y Aretusa, de Juan Bautista Diamante.
Estas piezas otorgaron un sentido filarmónico al concepto de Zarzuela y marcaron sus rasgos esenciales durante el siglo XVIII. Constaban generalmente de dos actos y exponían asuntos que afectaban a personajes heroicos, famosos y mitológicos en los teatros públicos de Madrid y otras ciudades. Destacan en este periodo, además de los citados Calderón, Hidalgo y Diamante, Salvador de la Cueva, Antonio Solís y José Clavijo y Fajardo como libretistas y, de los que ha quedado constancia documental como músicos, Carlos Patiño, José Marín, Juan Navas y Sebastián Durón con su zarzuela Las nuevas armas de amor. El teatro del Buen Retiro se convirtió en el principal escenario de las representaciones.
A partir de 1700, con el cambio de dinastía reinante de los Austrias a los Borbones, la influencia de la ópera italiana fue notoria. En oposición a ello, autores como Antonio Zamora, Francisco Bances Cándamo y José de Cañizares crearon sus textos para los compositores Sebastián Durón, Antonio Literes, José de Nebra y Joaquín Martínez de la Roca y Bolea, famoso por su única zarzuela, Los desagravios de Troya, de 1712; aunque sus respectivas inspiraciones quedaron un tanto o mucho sometidas a las fórmulas italianas de composición.
Los libretos de renombre en la época, consignados en general a la magia desprendida de la vida de los santos, fueron: Acis y Galatea, Telémaco y Calipso, De los encantos de amor, la música es el mejor, El estrago en la fineza, y El veneno en la hermosura, de los más de cien conservados.
La llegada masiva a España de maestros italianos fue, en cierta medida, compensada por los autores españoles traduciendo, modificando y acortando las óperas extranjeras; a las composiciones resultantes se las denominó “zarzuelas armónicas”, “dramas músicos” o “zarzicomedias de música”.
El comediógrafo español Ramón de la Cruz decidió aunar la deprimida zarzuela italianizante con la ópera italiana, de modo que tomando piezas de Puccini, Sacchini y Paisiello, entre otros secundarios, las transformó en zarzuelas; aunque también compuso por su cuenta obras de gran aceptación como La Briseida, de 1768, musicalizada por Antonio Rodríguez de Hita. Esta zarzuela culminó el periodo denominado “heroico” y a continuación, también de la mano de Ramón de la Cruz, que prefería los sainetes, los entremeses y las tonadillas, dio inicio el carácter populista de la zarzuela. La tradición de ámbitos locales, el costumbrismo y el tipo popular, con personajes cotidianos reconocibles no obstante exagerados en su peculiaridad, subieron a escena para convertirse en temas esenciales, en retratos figurados del público al que la zarzuela atraía. Las obras más famosas de entonces son: Las segadoras de Vallecas y Las labradoras de Murcia, ambas de 1769, Los zagales del Genil y Los jardineros de Aranjuez, de Pablo Esteve. Este compositor junto a Fabián García Pacheco, Antonio Rosales y Ventura Galván, entre otros, sin apartarse aún de la influencia italiana, rindieron culto musical a las costumbres españolas, igual que Ramón de la Cruz en los textos. La más célebre zarzuela de la época fue El licenciado Farfulla, de 1776, con libreto de Ramón de la Cuz y música de Antonio Rosales.
A la muerte de Ramón de la Cruz, con la zarzuela en horas bajas, el dramaturgo Luciano Francisco Comella, autor de los libretos de Los esclavos felices, de 1791, y La Isabela, de 1794, con músicas de Blas de Laserna, intentó revitalizar el género con resultado negativo: la música española adolecía de imitaciones y ausencia de carácter, era insulsa.
La tradición lírica española pervivía hasta la Guerra de la Independencia gracias a la tonadilla, piezas breves con partes habladas y cantadas y con personajes cotidianos. La guerra, la inestabilidad social y la ya citada ópera italiana la suprimieron. Durante la guerra se imponía la ópera cómica francesa y después de la guerra se retomó la ópera italiana, sobre todo de Rossini.
El retorno de la Zarzuela a un lugar preferente fue lento. De las obras de este renacimiento, y sus autores, destacamos Los enredos de un curioso, de 1832, de Ramón Carnicer, Baltasar Saldoni y Pedro Albéniz, zarzuela melodramática en composición a la vieja usanza; El rapto, con texto de Mariano José de Larra, de 1832; El novio y el concierto, de 1839, zarzuela al estilo de la comedia, texto de Bretón de los Herreros y música de Basilio Basili; El contrabandista, zarzuela inmersa en la corriente nacionalista-romántica, de hecho una ópera a la española. Este nacionalismo, entroncado con la tendencia romántica en la literatura, la música y el arte, unido al progresivo desapego de la influyente ópera italiana y al empleo de un lenguaje en letra y música popularmente comprensible, impulsaron hacia el éxito a las zarzuelas de Basili, José Sobejano, Florencio Lahoz, Sebastián Iradier, Soriano Fuertes, Luis Rodríguez Cepeda, Ignacio Ovejero y Agustín Azcona, conocido como “el de las parodias”. Títulos celebrados entonces son: El ventorrillo de Crespo, de 1841, Jeroma la Castañera, de 1842 y La vuelta del soldado, de 1844.
Del siglo XIX al XX, abriendo las puertas de éste aún lejano y alumbrando el porvenir de la Zarzuela, figuran en la promoción a mediados del XIX Cristóbal Oudrid con El ensayo de una ópera, de 1848 y Rafael Hernando con El duende, de 1849, y Colegiales y soldados; en compañía de gala con la Sociedad Musical Española y el madrileño Teatro Variedades.
A partir de 1850 es cuando el teatro musical español vierte su esencia, que hará fortuna. La Zarzuela se adueña del jardín escénico con el estreno, propuesto por la sociedad La Musical Española, creada en 1847, de Escenas de Chamberí, con texto de Luis de Olona; origen fehaciente de un género nacional equiparable a las más afamadas expresiones musicales en Europa. Esta ópera española apareció en 1851, pero su denominación fue la de Zarzuela grande, compuesta de tres o cuatro actos, cuyo principal impulsor fue Francisco Asenjo Barbieri, autor de la obra Jugar con fuego, estrenada en el Teatro del Circo de Madrid, local perteneciente a la recién constituida Sociedad Artística; a dicha sociedad se debe en 1856 la inauguración del Teatro de la Zarzuela.
El camino despejado por Barbieri lo transitaron entusiastas desde entonces autores como Ventura de la Vega, Jugar con fuego, Joaquín Gaztambide, En las astas del toro, Los magiares, Emilio Arrieta, Marina, de 1855, zarzuela convertida en ópera en 1871; y el barítono y empresario Francisco de Salas.
Los años siguientes afianzaron al género grande con músicas atractivas y textos irónicos, el uso variado de ritmos de danzas populares como la jota, el bolero, el pasodoble, el tango y las habaneras, combinados con arias italianas y romanzas genuinamente españolas y con piezas orquestales solistas cual las oberturas, los preludios y los intermedios.
Las zarzuelas más conocidas de entonces, y para siempre, y con autores también en el futuro celebrados, fueron: El anillo de hierro, de Miguel Marqués; La tempestad y la bruja, de Ruperto Chapí; El dominó azul y El grumete, de Arrieta; Pan y toros y El barberillo de Lavapiés, suobra más famosa que data de 1874, de Barbieri.
Con la revolución de 1868 y el destronamiento de Isabel II, llegó a la sociedad española la penuria y el desasosiego. Fue la época del “teatro por horas”, modalidad de subsistencia consistente en que cada sesenta minutos se pusiera en escena, por su menor aparato y costo, una especie de zarzuela distinta: es el origen del llamado género chico, en el que se incluían obras en un solo acto. Con aires sencillos y alegres, similares a un sainete, de gran aceptación entre el público.
El hermano menor de la Zarzuela tuvo su espacio e identidad contrastada que en 1886 alcanzó su esplendor con La Gran Vía, revista y arquetipo de la zarzuela breve con música de Federico Chueca y Joaquín Valverde y libreto de Felipe Pérez y González. La carrera de Chueca se había iniciado con La canción de la Lola, de 1878, alcanzó su apogeo con La Gran Vía, Agua, azucarillos y aguardiente, de 1897, y La alegría de la huerta, de 1900.
A los citados éxitos del género chico se unieron El baile de Luis Alonso, zarzuela de Gerónimo Giménez en 1896; El dúo de la africana y Gigantes y cabezudos, de 1893 y 1898 respectivamente, ambas zarzuelas de Manuel Fernández Caballero; y El rey que rabió, de 1891, y La revoltosa, de 1897, ambas zarzuelas de Ruperto Chapí, siendo esta última una joya del género con libreto de José López Silva y Carlos Fernández-Shaw, que refleja la técnica y el instinto teatral del autor así como su particular concepción de la ópera española, la zarzuela grande y el género chico.
Otro nombre señero de la Zarzuela es Tomás Bretón, que con La verbena de la Paloma, de 1894, con texto de Ricardo de la Vega, erige un monumento musical naturalista, elegante y castizo.
Con el siglo XX llegó el declive del género chico y el resurgimiento de la zarzuela grande.
José Serrano, con zarzuelas de estilo comedia lírica como Alma de Dios, La canción del olvido, de 1916, y El trust de los tenorios, y Amadeo Vives, con zarzuelas como Bohemios, Maruxa, ambas posteriormente convertidas en óperas, y la celebrada comedia lírica Doña Francisquita, de 1923, compaginaron los géneros grande y chico. La zarzuela grande cobró renovado impulso con estos títulos, a los que suman por derecho propio Molinos de viento y El niño judío, de Pablo Luna en 1910 y 1918 respectivamente; Las golondrinas, de José María de Usandizaga en 1914; La calesera y Ma llaman la presumida, de Francisco Alonso en 1925 y 1935 respectivamente; La leyenda del beso, La del soto del parral y El último romántico, de Juan Vert en, respectivamente, 1924, 1927 y 1928; y Los gavilanes, El huésped del sevillano y La rosa del azafrán, de Jacinto Guerrero en 1923, 1926 y 1930, respectivamente.
Como epílogo a esta relación ilustre de zarzuelas citamos a los compositores Federico Moreno Torroba, defensor del nacionalismo universalista de la zarzuela, con Luisa Fernanda, de 1932, y La chulapona, de 1934; y Pablo Sorozábal con Katiuska, de 1931, La del manojo de rosas, de 1934 y La tabernera del puerto, de 1936.
Genuinamente española, la Zarzuela ha visto desaparecer la sociedad que la creó. Pero, no obstante el inefable paso del tiempo y la adaptación social a nuevas corrientes, gustos e inercias, su esencia pervive en los cuadros que la caracterizaron entonces y que ahora, probablemente también mientras aguante la memoria y se proceda con el legado generacional, recuerdan, proyectan e identifican al público que gusta de lo propio.