Vestida de hombre y ejerciendo como tal pasó la mayor parte de su asendereada y brava vida Catalina Erauso, conocida posteriormente como la Monja Alférez, título de privilegio que le otorgó el rey Felipe IV. Nacida en la localidad guipuzcoana de San Sebastián en 1585, nieta, hija y hermana de capitanes de Infantería, a los cuatro años quedó interna en un convento del que huyó en 1600, con quince, a punto de profesar, por un altercado con una de las religiosas, que perdió. Su carácter era independiente, indómito su valor desde bien joven y claro su ingenio, su aspecto físico varonil y desmañado. Entonces decidió portar indumentaria masculina con el objeto de pasar desapercibida y cambió de nombre, utilizando indistintamente los de Pedro de Orive, Francisco de Loyola y el más sonoro de Alonso Díaz y Ramírez de Guzmán.
Después de prestar servicio, ya travestida como labriego, a un catedrático en Vitoria llegó a Valladolid y se empleó como paje. Visitó a continuación numerosas localidades del norte de España hasta que se embarcó en Pasajes rumbo a Sanlúcar de Barrameda, donde se enroló como grumete en uno de los barcos que cruzaban el Atlántico para desembarcar en el Nuevo Mundo; ella desconoce que el barco es propiedad de su tío, Esteban Eguiño, y éste ignora quién es realmente el grumete enrolado. El puerto americano que la recibió en 1603 fue el venezolano de Araya, y luego, en el mismo transporte, se dirigió a Cartagena de Indias. La siguiente recalada tuvo lugar en Panamá, y de aquí, tras robar a su tío quinientos pesos, sin que ella supiera de tal parentesco, que la había trasladado desde España, marchó a Panamá residiendo allí unos meses en los que prendió esgrima, demostrando gran destreza con la espada.
Agotado el dinero viajó a Perú, instalándose en la localidad de Trujillo donde la contrató un mercader que la quiso casar con su hija y donde, también, llevada por su temperamento, mató a un hombre en un duelo. Creyéndola hombre se le acusó de asesinato y por ello encarcelada, consiguió escapar y pudo explicarse hasta liberarse de la condena y la sospecha. Pasó a Lima y allí se alistó en el ejército que partía a luchar en la guerra de Chile contra los araucanos a las órdenes de Gonzalo Rodríguez. Casualmente uno de sus jefes militares era su hermano Miguel, sin que ellos se reconocieran. Fue en la batalla de Valdivia donde alcanzó definitiva fama.
Monumento a Catalina Erauso en Orizaba, México.
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Ascendió al empleo de alférez en el campo de batalla el soldado Díaz (Catalina Erauso) por sus méritos guerreros, reputación honrosa ganada a pulso. Tras cinco años de servicio militar en lucha permanente con los nativos, abandonó Chile y se trasladó errática y combativa a Tucumán, Potosí, La Plata y Cochabamba.
Todas sus escapadas dibujaron escenarios de odisea: huidas a pie o a caballo, paso y repaso de caudalosos ríos, escalada de montañas impresionantes, travesía de aterradores desiertos y mucha fortuna encontrando gentes paisanas que la ayudaron.
Pendenciera y jugadora, fue condenada a muerte en La Paz por asesinar al corregidor, aunque logró escapar de nuevo y establecerse en Cuzco. Y aquí mató a otro hombre, esta vez por querer robarle, lo que le costó ser perseguida en todo Perú. Dado el acoso huyó a Huamanga, corriendo el año 1623, y luego a Huancavelica, donde la descubrieron y donde dio cuenta de su condición femenina, virginidad incluida tras revisión oficial, evitando su ajusticiamiento. Así lo narra ella: “A la mañana, como a las diez, Su Ilustrísima [el obispo Agustín de Carvajal acompañado de su secretario Bautista de Arteaga] me hizo llevar a su presencia, y me preguntó quién era y de dónde, hijo de quién, y todo el curso de mi vida. Y descúbrome y dígole: ‘Señor, la verdad es ésta: que soy mujer, que nací en tal parte, hija de Fulano y Zutana, que me entraron de tal edad en tal convento, con Fulana mi tía; que allí me crie; que tomé el hábito y tuve noviciado; que estando para profesar por tal ocasión me salí; que me fui a tal parte, me desnudé, me vestí, me corté el cabello, partí allí y acullá; me embarqué, trajiné, maté, herí, maleé, correteé, hasta venir a parar en lo presente, y a los pies de Su Señoría Ilustrísima’.”
El asombro colmó a los espectadores. Y luego vertieron su cariño a tan extraordinario y sincero personaje.
Tras esta confirmación dio en tomar el hábito de las clarisas y regresó a España en 1624, no sin dejar huella a bordo de sus pendencias y de su valor en combate al ser la primera en abordar al aviso inglés con el que se cruzaron además de capturar personalmente al capitán enemigo, pasando por Cádiz, Sevilla y Madrid. Su asombrosa vida prosiguió surtida de riesgos. Viajando de Barcelona a Roma para ganar el jubileo sufrió un asalto que la dejó en la miseria; tuvo que mendigar hasta que el marqués de Montes Claros, Juan de Mendoza y Luna (Juan de Mendoza y Luna, nacido en Guadalajara en 1571, de la Casa de los Mendoza, III marqués de Montesclaros y administrador de las provincias españolas en América, fue sucesivamente el undécimo Virrey de Nueva España y del Perú), la presentó al rey Felipe IV, quien impresionado por el relato de su aventura vital le abrazó y financió el trayecto a Roma. Allí el papa Urbano VIII la recibió cordial y paciente, le bendijo, le concedió permiso para vestir indumentaria masculina y le propuso mandar la Guardia Pontificia aduciendo que “Servir con las armas a la Iglesia es servir mejor a Dios”; a lo que ella repuso: “Permitidme, Señor, que sirva a España, pues así sirvo a Dios, a vuestra Santidad y a la Iglesia”. Los cardenales en torno de ella congregados fueron saludándola y mostrando sus elogiosos pareceres, hasta que el francés Magallon le dijo que no le encontraba más defecto que ser española; a este comentario quizá simpático, opuso ella el siguiente razonamiento en crudo: “Defecto sería si fuese francesa, mas siendo española no es defecto sino bendición de Dios, que nos hace mejores que a los franceses”.
Residió un tiempo en Nápoles metida en fama y agasajo, luego regresó a España donde el Consejo de Indias, a la vista de la licencia del Papa y los certificados, concedió a Catalina el empleo de alférez de Infantería con habilitación para servir de capitán y sargento mayor. Agraciada con los favores y las distinciones, deseaba poner pie otra vez en América, y en 1630 viajó al Nuevo Mundo. Sirvió diez años en el virreinato de Perú antes de dirigirse con otra idea en la cabeza al de Nueva España, y ya instalada en México regentó un negocio de arrieros; en uno de los trayectos, camino de Veracruz, en el pueblo de Cuilastla cayó enferma y murió en 1650.
Monumento a Catalina Erauso en San Sebastián, España.
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Escribió sus memorias, El memorial de los méritos y servicios de la alférez Erauso, obra que se conserva en el Archivo de Indias.
Artículos complementarios
La médico honorario Isabel Rodríguez