Ir al contenido principal

La resistencia al invasor y el propósito de Reconquista. Don Pelayo y la batalla de Covadonga

La Reconquista: Don Pelayo y la batalla de Covadonga

28 de mayo de 722



El año 711 consigna una batalla decisiva, la de Guadalete, cuyo resultado provocó que empezara a perderse Hispania. La España cristiana fue derrotada desde dentro y desde fuera, por sus enemigos y por sus naturales en disputa civil para hacerse con el poder regio. Enfrentados el ejército cristiano contra el mahometano o musulmán —fuerza invasora llamada para apoyar las pretensiones del clan nobiliario de los hijos de Vitiza (o Witiza) que deseaban apartar del trono al rey Rodrigo, duque de la Bética, electo rey de España el año 710. Tras la batalla, la traición continuó para que los vencedores islamitas prosiguieran avance arrollador y conquista con pocas aunque notables oposiciones de extremo a extremo de la Península.
    En la Crónica de Albelda (Epitome ovetensis) —extractada por el historiador Ricardo de la Cierva—, declara el rey cronista Alfonso III:

Sarraceni evocati Spanias occupant ”Llamados los sarracenos, ocupan las Españas”. Ob causam fraudis filiorum Uitizani sarraceni ingressi sunt Spaniam ”Por fraude de los hijos de Vitiza, los sarracenos entraron en España”. Filii uero Uitizani, invidia ducti eo quod Rudericus regnum patris eorum acceperat callide cogitantes, missos nuncios ad Africam mittunt, sarracenis in auxilium petunt, eosque nauibus aduectus Ispaniam intromittunt ”Los hijos de Vitiza, movidos por la envidia, porque Rodrigo se había apoderado del reino de su padre, discurriendo astutamente, envían legados a África, piden auxilio a los sarracenos y los meten en España por medio de navíos”.
    Se ha consumado la traición de los hijos de Vitiza entre el 27 de abril (desembarco sarraceno en la roca hoy denominada de Gibraltar, antes roca de Calpe y luego de Táriq) y el 19 de julio de 711 (fecha de la batalla de Guadalete y derrota del rey visigodo don Rodrigo).
    Pese a la ayuda interna que recibieron los musulmanes, previa y posterior a su desembarco en la Península, sí hubo resistencia antes de llegar a la cornisa cantábrica —subraya el historiador César Vidal. Una resistencia prolongada que obligó a los invasores a dotarse de sucesivos contingentes militares traídos de del norte africano y a negociar acuerdos de convivencia con núcleos cristianos irreductibles, como el de Teodomiro en Orihuela. Una resistencia cierta y mayor que la opuesta a los pueblos germánicos, que se mantuvo activa cuando cedió la del Sur y el Este de España.

La rebelión hispana de astures y godos
Así se expresa el historiador Claudio Sánchez Albornoz en su extraordinaria obra Orígenes de la Nación Española. El Reino de Asturias:

“Sí, la Reconquista se inició en tierras y por hombres como ningunos otros del mundo antiguo, y aun de Hispania, propicios bello reparando, como escribe Tito Livio de España y de los españoles. Me atrevo a escribir que sólo allí, en las serranías cántabro-astures y por sus moradores, pudo iniciarse la resistencia al Islam que dominaba desde la India hasta Galicia.”
    A la alta meseta, superada la frontera del río Duero, en Galicia y tal vez en Asturias, llegaban en los años siguientes al 711 masas de población berberisca. Los refugiados astures y godos soportaron la dominación musulmana, entre pactos y reyertas sin calado, un periodo impreciso, tal vez un lustro, sometidos los cristianos al pago de una contribución territorial (yizia, cuya cuantía oscilaba entre un diezmo y la mitad de los frutos de tierra) y de la capitalización personal (jaray, variable según la riqueza de los cristianos sometidos).
    También la concentración de los hispanos-godos fue mayor en esta zona que en el resto de España como consecuencia del fenómeno migratorio en pos de seguridad y libertad. Entre los emigrados godos que se acogieron a Asturias, figuraba Pelayo, hijo de un duque llamado Fáfila, probablemente dignatario de la corte del rey Égica. Pelayo puede que sirviera como espatario (porta espada) de la corte del rey Vitiza, posteriormente desplazado por decisión regia de la corte de Toledo y puesto a disposición de Rodrigo, duque de la Bética, ayudando a que escalara el trono toledano. Cuando Rodrigo se ciño la corona, Pelayo recobró su puesto en el palacio.
    Vencido el ejército del rey godo Rodrigo por las huestes agarenas, Pelayo marchó con su familia al Norte, anticipado a la expansión de los invasores. La sombra musulmana era larga y poderosa, rápida y convincente en demasiados pagos dispuestos a ceder y someterse a la voluntad del brioso llegado por la fuerza de las armas. Al correr del tiempo y la dominación hubo paz acordada entre los refugiados godos y los naturales de la zona norteña, de una parte, y los musulmanes, empujando y enseñoreados, de la otra. Pelayo, que no era el monarca que sucedió al vencido por Táriq ibn Ziyad (Tariq) y Musa ibn Musair (Muza), entró con su hermana en Asturias y allí se estableció viviendo incorporado al pago de la capitulación y el del impuesto territorial.

“El destino que la historia le tenía reservado era de una trascendencia absoluta: caudillo de un pueblo levantado, fundador de una monarquía, restaurador de la cristiandad, paladín de la civilidad europea frente a la religión y la cultura islamitas y africanas. Sin sospecharlo, Pelayo y sus huestes iban a iniciar la reconquista de una nación invadida y vencida.”

Administradores y tributarios
Existían en la región guarniciones musulmanas, por ejemplo en Amaya (Cantabria), León, Astorga y Lugo, e importantes asentamientos bereberes (que procedentes de Mauritania fueron, sin duda, la fuerza de choque de Táriq y Muza) en localidades estratégicas para la vigilancia del territorio y el afianzamiento de su aportación fiscal.
    El escenario en cuanto a geografía presenta tres aspectos: la región de las altas cumbres, de gargantas cerradas y ríos torrenciales; la región en declive de cumbre a costa con bosques, prados, valles estrechos y hondos, aldeas y caseríos dispersos; la región de los principales asentamientos humanos, de clima húmedo y templado, de valles abiertos, zonas de cultivo y cursos de agua apacibles. La población era escasa, si tomamos otras referencias orientales y meridionales, mezcla de autóctonos, astures, y refugiados godos.
    Fue nombrado gobernador del territorio que al cabo sería preámbulo de la Reconquista el berberisco Munuza, quien cuenta la tradición se prendó de la hermana de Pelayo, de nombre Ermesinda (o Adosinda), y que para conseguirla de grado o por fuerza envió al noble godo a la capital del emirato. Tradiciones árabes igualmente remotas y fidedignas, presentan a Pelayo como rehén en Córdoba.
    El valí de España, Al-Hurr, aposentado en Córdoba, designó prefectos para gobernar las diversas tierras de Hispania —elegido Munuza para los astures—, obligando cual práctica de dominio al envío hacia el Sur de notables que garantizasen la obediencia de los autóctonos de cada territorio conquistado. Pelayo fue uno de los conminados al viaje meridional, procurándose a la vez, el gobernador Munuza un campo más libre para su ínfula amorosa. El primer valí de España, Abd al-Aziz, hijo de Muza, se había casado con Egilona, viuda del último rey godo; otros caudillos musulmanes se casaron con otras mujeres españolas. Con frecuencia se han vinculado en matrimonio los conquistadores con las hijas de familias distinguidas de las gentes vencidas, relata la historia.
    Pelayo permaneció en la corte del valí máximo Al-Hurr hasta que entre marzo y agosto de 717 pudo fugarse de Córdoba de vuelta a tierras asturianas. Durante la forzosa ausencia fue cuando su hermana se desposó con Munuza, a satisfacción de éste, pero una vez de regreso Pelayo se negó a aprobar el matrimonio y empezó a conspirar para deshacerlo y oponerse en las demás cuestiones a Munuza.
    El emir de España, por su parte, envió sicarios al gobernador Munuza con órdenes de prender al fugitivo y de llevarle preso de nuevo a Córdoba. El buscado, sin reparar ni caer en las celadas que se iban tendiendo en torno a él, por confidencia de un aliado supo del peligro cierto e inminente que le acosaba. Ya que el número de perseguidores anulaba cualquier tentativa de resistencia, Pelayo optó por escapar disimuladamente. Seguido, no obstante, de cerca llegó a orillas del río Piloña, que cruzó con dificultad, y mientras los esbirros del valí frenaban su ímpetu de captura ante las bravas aguas del río, el fugitivo se acogió al insondable paisaje protector.

Apunte orográfico
Parecía condenado al fracaso todo intento de asalto a tamaño reducto, fortaleza natural, hostil a cualquier invasor. En la región astur como nuevas defensas se alzan más altas cimas tras las primeras sierras, y aunque se lograse conquistar una entrada, nada efectivo en aras de la conquista definitiva se habría logrado. Dentro de los escarpados y níveos baluartes, los tres grandes macizos de Peñas Santas, de los Urrieles y de Andara, erizados de cumbres y hendidos por abismos pavorosos, no pueden ser hollados a poco que sus habitantes los defiendan; describe minuciosamente Sánchez Albornoz.
    Una vía antigua, probablemente de origen romano, cruzaba el macizo de Norte a Sur, viniendo de la costa, avanzando hacia la planicie mesetaria. Desde el valle de Cabrales, trazando en zigzag, la calzada ganaba las cumbres de los Picos por los puertos de Era y de Corao; iba después de Tielve a Sotres, remontaba el río Duje aguas arriba hasta los puertos de Aliva, descendía a Espinama, subía al collado de Remoña, cruzaba el Pan de Trave y, por la Portilla de la Reina, bajaba hacia Riaño.
    Al Este y al Oeste de este inmenso baluarte quedan abiertos y hospitalarios los fértiles valles de Liébana —por donde sorprendentemente tratarían de huir los supervivientes islámicos de la batalla de Covadonga— y el de Cangas de Onís —por donde irrumpieron en busca de Pelayo las huestes de Córdoba cuando se decidieron a eliminar la rebeldía naciente. Apoyados en aquel formidable macizo montañoso son de fácil acceso y constituyen los únicos caminos practicables para ascender al gigantesco laberinto. Destaca el historiador que tales valles ricos de vegetación, capaces de sostener una población relativamente densa, ocultos, apartados de las rutas más cómodas y usuales, protegidos por la vecindad de las montañas, debieron ser lugares favoritos de refugio para los astures insumisos y para los emigrados visigodos.

Un rebelde que suma rebeldía
Pelayo, al cruzar el río Piloña —el Rubicón de la Reconquista, lo define Ricardo de la Cierva— escapando de sus perseguidores, pudo encaminarse hacia el valle de Cangas. El dos veces fugado y burlador del enemigo era declarado un rebelde. Sólo le cabía huir y ocultarse en los montes vecinos o conspirar y alzar en armas a los moradores de la región; atacando y resistiendo.

“Pelayo era hombre capaz de reaccionar ante las circunstancias, con hechos probados, y vencer al destino sobre él cernido, eludió el amparo de las anfractuosidades del terreno y fue a buscar prosélitos para la rebeldía en la asamblea judicial o concilium convocado con anterioridad a su aventura en Cangas.

    Pelayo excitaría a la sublevación a los naturales de la zona, a esos astures que poblaban las estribaciones occidentales de los Picos de Europa. Les reprocharía su ignominiosa sumisión y les movería a la venganza y a la lucha. Entre aquellos bravos montañeses mal romanizados y peor sometidos a los godos tuvo eco el llamamiento del rebelde; se alzaron en armas y se unieron a Pelayo. Los convocó éste a una asamblea general y en ella le reconocieron como caudillo.”


    Ocurrían estos sucesos el año 718. Cabe suponer que la nobleza goda refugiada en aquel territorio defensivo no intervino en los primeros momentos de la sublevación, aunque quizá después se uniese a ella viéndola triunfante; es conocida y reconocible la ambigüedad de quienes se amoldan a los periodos de la historia con el propósito de sobrevivir medrando. Los astures habían elegido a Pelayo para dirigirlos en la batalla no para restaurar la monarquía visigoda; la idea continuadora y dinástica surgirá después, consolidado el reino de Asturias y los alzados buscando un pasado en el que identificarse y desde el que seguir. Los rebeldes ya crecidos e inspirados en su causa empezaron a demostrar el encono y el rechazo de manera harto eficaz y evidente: no pagando los tributos acostumbrados al invasor y hostigando con ataques localizados a los berberiscos musulmanes allí asentados, guiados por el ansia de venganza y amor a la libertad más que por fines estrictamente políticos.
    En Córdoba no se dio en principio mayor importancia a las confusas noticias que venían del Norte. España no estaba todavía por entero sometida ni por entero organizada a voluntad del invasor; apenas se había iniciado el proceso de ordenación del régimen político que había de perdurar. La noticia de que en un extremo escarpado de Hispania algunos montañeses grutescos se habían reunido en partida dándose un jefe, penetraba la corte musulmana ese 718. Pugna de poderes hilvanados: ”Ni en el Norte habrá resurgido el reino visigodo con la elección por los astures de Pelayo, ni en el Sur existía ya un gobierno maduro que pudiera decidirse a estrangular el alzamiento del grupo rebelde, reducido y lejano”

Tributos y sometimiento al vencedor
Durante los tres años de su gobierno, Al-Hurr envió gobernadores (jueces) por toda la Península, procurando organizar el fisco musulmán, fijando los impuestos de los cristianos sometidos y castigando con ejemplaridad a los muslimes que llevados de la codicia retenían tesoros ocultos. Eso sí, permitió a los españoles gozar en paz de sus bienes. Y entre luchas y pacificaciones territoriales, anhelando triunfos resonantes y expansivos, se encaminó desde la Hispania Ulterior, Andalucía, a la Citerior, la costa mediterránea y el valle del Ebro, con la intención de cruzar los Pirineos y ocupar manu militari la Galia Narbonense. Pero el valí Al-Hurr fue reemplazado en la primavera del 719 por lo que no pudo emprender ni ordenar ninguna expedición contra los sublevados.
    El califa Umar designo como nuevo valí a Al-Samah, quien consagró los dos años que rigió la Península a la organización de la España musulmana y a la conquista de la Narbonense visigoda —rico jirón del reino hispano-gótico que quedaba todavía por ganar— y no tuvo plazo para castigar a los insurgentes astures.
    Al-Samah fue un gestor eficiente, apaciguador de muchas disputas administrativas y de reparto sobre la conquista habidas entre los primeros invasores y los siguientes y continuadores de la tarea, y el principal valedor para que el califa Umar no retirase a los árabes de España ante tamaños conflictos de apetencias y vanidades. El valí le disuadió estableciendo acuerdos y entregas que propiciaron una bonanza en el seno interno de la invasión facilitando consolidarse y expandirse. Emprendió la conquista de la Galia Narbonense, acometiendo a los francos, ganando Narbona y acosando Tolosa. Pero su fortuna no dio para más y el 9 de junio del año 721, el valí perdió la vida en la batalla que le enfrentó al duque de Aquitania Eudes (o Eudón).
    A la muerte de Al-Samah, los soldados eligieron por jefe a Abd-al-Rahman-al-Gafiquí, que gobernó España hasta la llegada del nuevo emir, Anbasa ibn Suhaym-al-Kalbí en agosto de 721. El valí Anbasa, escocido por la derrota tolosana, preparó una fuerte expedición contra los cristianos norteños, montaraces, hostiles y crecidos; antes de un año se peleaba y se moría en la abrupta Asturias.
    La pasividad de las huestes musulmanas durante los tres años transcurridos desde la elección de Pelayo por los astures y sus frecuentes ataques a los puestos avanzados y otras guarniciones islamitas, desembocaron en la determinación bélica de poner punto y final a la osadía que cuestionaba el poder de los nuevos dueños.
    Para acabar con aquellos astures, afamados entre sus gentes, Anbasa ordenó en 722 que fuese a someterles un ejército mandado por el también bereber Alqama. Pese a no creer que los españoles ofrecieran cumplida resistencia ante una fuerza disciplinada, aprestada y numerosa, a fin de negociar una rápida y beneficiosa capitulación si la ocasión terciaba, dispuso la autoridad musulmana que acompañara a la hueste militar el prelado hispalense Oppas, hermano de Witiza, \”un gran zurcidor de voluntades, amigo de los agarenos, y de la misma raza y religión que los sublevados\” en las peñas septentrionales.
    La fuerza sarracena aprovechó la vía romana que cruzaba la cordillera Cantábrica por el Puerto de la Mesa para entrar en la región astur, libre de guardianes los pasos de la supuesta frontera. Según las fuentes musulmanas, la expedición de castigo se realizó con éxito. Asturias fue conquistada, rendido sus pueblos, la mayoría de los rebeldes retornaron a la obediencia e imperó la paz servil; los tributos fueron nuevamente pagados. El gobernador Munuza fijó su residencia en la portuaria Gijón, y desde ella se dispuso a organizar definitivamente la zona ganada en la fugaz contienda, mientras Alqama acorralaba al caudillo cristiano Pelayo en los inasequibles reductos del relieve asturiano. Los fáciles éxitos hasta allí conseguidos, las sumisiones alcanzadas, auguraban un feliz término a la empresa a no mucho desesperar.

La batalla de Covadonga

Las fuerzas cristianas habían quedado reducidas, aunque no tanto como deseaban y registran los cronistas árabes. Pelayo y su menguada pero aguerrida tropa no creyéndose seguro en el valle de Cangas se acoge al monte que la crónica de Alfonso III llama Auseva, a la garganta que hoy llamamos de Covadonga. En ella era improbable una derrota ante los islamitas de Alqama e imposible el copo. A menos de media jornada de camino se hallan los lagos y la meseta de la Bufarrera y más allá las cimas de los Picos de Europa y el valle de Baldeón, refugios seguros e inexpugnables.

“El lugar de la resistencia estaba elegido con acierto; era un sitio oportuno para enfrentar con ventaja al enemigo. En Covadonga —que será considerada cuna de España— se ahonda y profundiza el valle que parte de Cangas —después primera capital de la monarquía asturiana—, los cerros se convierten en montañas y al cabo se cierra por completo la garganta. Un saliente del terreno, un cerro de gran elevación, cubierto de maleza y de arbolado, el Cueto, oculta a los ojos de quien entra en el valle el final del embudo y disimula también una caverna imposible de tomar que se abre en una peña de silueta cóncava. La roca, a gran altura, avanza hacia el valle y a una treintena de metros sobre el suelo abre la boca de una cueva suficiente para trescientos hombres; y a sus pies da suelta el arroyuelo que riega toda la vega hasta desembocar, en Cangas, en el Sella.”
El sitio había sido buscado adrede. Todo se conjuraba allí a favor de las tropas montañesas, ágiles para trepar por vericuetos o para arrojarse más que para descender desde las cumbres, conocedoras de los lugares capaces de ocultar y de las sendas por donde huir si necesario. Tal vez se rindió en la cueva desde antiguo culto a la Virgen Madre (Cova Dominica, cueva de la Señora); puede que con ese recuerdo, los cristianos confiaran en el divino auxilio para luchar allí contra los muslimes.
    Alqama y su hueste militar se adentraron tras el caudillo rebelde Pelayo y sus irreductibles por el valle que lleva a Covadonga.




”En un principio nada hacía presagiar un camino muy diferente al recorrido por los invasores en su travesía española salvando dificultades orográficas de consideración. Sólo las dos millas largas de hoz estrecha en que termina el valle pudieron evocar otros pasos difíciles, pero ya era tarde para retroceder”. Esperaban al acecho los hombres de Pelayo. Alqama, que no demostró dotes de capitán experto, quizá supuso que el grupo de rebeldes acabaría rendido ante el poder del ejército marcial, como en ocasiones precedentes en geografías varias. El traidor Oppas, cristiano útil a la suposición del berberisco —u otro y otros de la misma jaez colaboracionista cuyos nombres, de haberlos, no se recoges en las crónicas del episodio— intentó convencer a Pelayo de la beneficiosa, y magnánima en lo posible, rendición. Negándose a capitular el solicitado acaeció el combate.

“El ‘asno salvaje’, apelativo irritado impuesto a Pelayo por los cronistas musulmanes, empeñó su palabra no en la rendición, el vasallaje o el sometimiento, sino en la lucha por librarse de tan imponente y porfiado enemigo; lo cual aconteció el 28 de mayo de 722, el día de Arafa del año 103 de la hégira.”
    Mientras el caudillo resistía en la cueva, los montañeses ocultos en las laderas de los cerros cayeron sobre Alqama y la parte de su ejército que pudo entrar en el desfiladero al pie de la Peña y sus alrededores escarpados. Los astures pudieron sin dificultad cortar la línea sarracena, imposibilitado el invasor de maniobrar con soltura. En el momento decisivo Pelayo y los suyos salieron de la cueva. Alqama, incapaz de salvar el peligro, fue muerto y Oppas —quizá también los demás traidores— fue hecho prisionero.
    Falto el ejército agareno de su jefe, dividida la hueste en dos, atacada con furia de victoria, una sacudida de pánico recorrió sus filas. Nadie acertó a tomar el mando y reorganizar la batida o la retirada, por lo que la tropa se dio a la fuga.

“La retaguardia fue quizá envuelta y destruida o tal vez pudo huir rumbo a Cangas; pero aun en este caso, los mismos astures y godos hacía poco hacía poco vencidos y acomodados a la paz del vencedor se alzarían contra los fugitivos.”

La batalla de Covadonga según las crónicas árabes de la época

Dice Isa Ibn Ahmand al-Raqi que en tiempos de Anbasa Ibn Suhaim al-Qalbi, se levantó en tierras de Galicia un asno salvaje llamado Belay [Pelayo]. Desde entonces empezaron los cristianos en Al-Ándalus a defender contra los musulmanes las tierras que aún quedaban en su poder, lo que no habían esperado lograr. Los islamitas, luchando contra los politeístas y forzándoles a emigrar, se habían apoderado de su país hasta que llegara Ariyula, de la tierra de los francos, y habían conquistado Pamplona en Galicia y no había quedado sino la roca donde se refugia el señor (muluk) llamado Belay con trescientos hombres. Los soldados no cesaron de atacarle hasta que sus soldados murieron de hambre y no quedaron en su compañía sino treinta hombres y diez mujeres. Y no tenían que comer sino la miel que tomaban de la dejada por las abejas en las hendiduras de la roca. La situación de los musulmanes llegó a ser penosa, y al cabo los despreciaron diciendo: “Treinta asnos salvajes, ¿qué daño pueden hacernos?” En el año 133 murió Belay y gobernó su hijo Fáfila. El dominio de Belay duro diecinueve años, y el de su hijo, dos.
Crónica de Al-Maqqari

La batalla de Covadonga según las crónicas de Alfonso III el Magno: Crónica de Albelda datada en el año 881

Alqama entro en Asturias con 187000 hombres. Pelayo estaba con sus compañeros en el monte Auseva y que el ejército de Alqama llegó hasta él y alzó innumerables tiendas frente a la entrada de una cueva. El obispo Oppas subió a un montículo situado frente a la cueva y habló así a Rodrigo: Pelayo, Pelayo, ¿dónde estás?”. El interpelado se asomó a una ventana y respondió: Aquí estoy”. El obispo dijo entonces: “Juzgo, hermano e hijo, que no se te oculta cómo hace poco se hallaba toda España unida bajo el gobierno de los godos y brillaba más que los otros países por su doctrina y ciencia, y que, sin embargo, reunido todo el ejército de los godos, no pudo sostener el ímpetu de los ismaelitas, ¿podrás tú defenderte en la cima de este monte? Me parece difícil. Escucha mi consejo: vuelve a tu acuerdo, gozarás de muchos bienes y disfrutarás de la amistad de los caldeos”.

    Pelayo respondió entonces: “¿No leíste en las Sagradas Escrituras que la iglesia del Señor llegará a ser como el grano de la mostaza y de nuevo crecerá por la misericordia de Dios?”. El obispo contestó: “Verdaderamente, así está escrito. […] Tenemos por abogado cerca del Padre a Nuestro Señor Jesucristo, que puede librarnos de estos paganos […].

    Alqama mandó entonces comenzar el combate, y los soldados tomaron las armas. Se levantaron los fundíbulos, se prepararon las ondas, brillaron las espadas, se encresparon las lanzas e incesantemente se lanzaron saetas. Pero al punto se mostraron las magnificencias del Señor: las piedras que salían de los fundíbulos y llegaban a la casa de la Virgen Santa María, que estaba dentro de la cueva, se volvían contra los que la disparaban y mataban a los caldeos. Y como a Dios no le hacen falta lanzas, sino que da la palma de la victoria a quien quiere, los caldeos emprendieron la fuga.



La huida de los vencidos
Las tropas musulmanas vencidas en Covadonga, viéndose separadas del resto del ejército y sin posible retirada hacia sus bases, empujadas por los cristianos montañeses, a la desbandada, subieron por el único camino que se ofrecía a sus ojos que lleva a los lagos y a la meseta de la Bufarrera. En los primeros pasos de la fuga la matanza debió ser un hecho, pues aún hoy se denomina la huesera a un pequeño barranco situado en esa ruta a unos cientos de metros de distancia de la Cueva. Los cristianos abandonaron al fin a su suerte a los huidos que siguieron camino trompicado sin ser atacados por la espalda.
    Crónica de Alfonso III: “Ningún paso difícil hallaron los Caldeos en las primeras horas de su marcha”. Alcanzaron la despejada meseta de la Bufarrera y de allí, en descenso, fueron hacia la majada de Balbín y continuaron desde la vega de la Huelga a los puertos de Ostón, luego dirección al mediodía por el de Culiembros hasta la garganta del Cares, imponente y aterradora. Empujados por el ansia de vida del que huye bajaron al cauce del río Cares y a por la salida comenzaron a trepar por la collada vecina perdiendo no pocos efectivos que dieron con sus huesos en el foso abajo; el resto, todavía numerosos ganó las cumbres de Amuesa. La ruta de escape se mostraba propicia sólo hacia el Noreste, faldeando las altas cumbres y el Cares en el fondo, protegidos si así puede decirse por un hayedo que en su epílogo asomaba a la garganta que desciende hasta la población de Bulnes. Precisados de llegar al fondo del hoyo acometieron una pedriza prolongada, peligrosa por la resbaladiza combinación del agua, la niebla y el hielo, pero en descenso y con las miras en el lecho del valle.
    Desde Bulnes y ante la mole cónica del Naranjo decidieron seguir hacia Levante por las faldas meridionales de la sierra de Maín, alcanzando el poblado de Sotres. Por la ruta más despejada de entre las opciones y hacia el Sur fueron, camino del cerro de La Lomba del Toro y las llanuras de los Puertos de Aliva: Campo mayor y Campo Menor. Raudos a través del paso rocoso del Boquejón se lanzaron los musulmanes hacia la vega de Espinama, creyéndose en seguro definitivamente al transitar por tierra más abierta y con el interminable y laberíntico macizo de los Picos a la espalda.
    Afirma siglo y medio después Alfonso III en su crónica que los prados de Espinama eran el reclamo de los huidos musulmanes. “Bordeando el río Deva y aún dentro del predio de Cosgaya, marchaba el resto de aquel ejército que iba a someter a los rebeldes cuando, al anochecer del día siguiente al del combate en Covadonga, faldeando el Subiesdes un desprendimiento de tierras y de piedras sepultó en las aguas del río a otro grupo de islamitas”. De los demás, aquellos que derrotados en la batalla vencieron las dificultades de la huida, nada se sabe a ciencia cierta. Quizá, intuye Sánchez Albornoz, perecieron de fatiga tras escalar tantas montañas y saltar tantos abismos, o sucumbieron a la penuria o al aislamiento o al acoso de los naturales de la Liébana.

La consecuencia inmediata de una batalla decisiva
La campaña de castigo organizada contra los españoles rebeldes tuvo un final no menos decisivo que la derrota de Covadonga.
    Cuando el gobernador Munuza, afincado en Gijón, supo con certeza de la derrota en Covadonga, previendo que la lucha iría a más y contraria a sus armas e intereses, optó por alejarse de aquella tierra áspera e insurgente, activada contra los musulmanes. Camino de lugar más a resguardo y aliado puso el gobernador y su tropa, pero fue mal elegido la ruta de escape hacia el Sur —\”si es que alguna ruta era propicia para abandonar Asturias\”. Los naturales de la región, al acecho constante y animados de fuerza y éxito, cayeron sobre las desconcertadas huestes de Munuza mientras transponían los crestones rocosos que cierran la salida meridional del valle de Olalíes y las aniquilaron. También feneció el gobernador, y después de este nuevo desastre —la batalla de Olalíes— ningún musulmán quedó vivo al otro lado de los montes cantábricos.
    Pelayo y su tropa de montaraces se había levantado más por agravios personales y natural indómito que con miras políticas. Puede decirse con justicia que a Pelayo se debe la rebelión, el alzamiento y la victoria; la primera y más importante por su trascendencia y sobre todo continuidad.
    Con la victoria nació un núcleo de resistencia cristiana contra los musulmanes, en una tierra en su totalidad poblada por cristianos.
    Los musulmanes se engañaron respecto a lo que en Asturias ocurría; no vieron en las derrotas de Covadonga y Olalíes sino unos fracasos remediables e intrascendentes.

Los sentimientos de unos y otros ante un mismo suceso
Expone Ricardo de la Cierva las antagónicas apreciaciones de vencedores y vencidos. La fe cristiana —remarca— sí que había penetrado en Asturias y tras la expulsión de los musulmanes, motivada por la derrota en Covadonga, la identidad cristiana afianzó la romanización pero no bajo la férula de Roma sino desde la independencia cristiana fortalecida con el victorioso hecho de armas; a todas luces una gesta, y una reivindicación de presente y futuro.
    La suma de astures a medio romanizar, godos e hispano romanos, refugiados en aquellos profundos valles asequibles a la defensa, cobraron conciencia de que el poderoso enemigo no iba a cejar en su conquista, antes o después, herido y vengativo. No obstante, los vencedores, aunque en trance de asimilar lo conseguido y conformando una sociedad compleja, intuyeron que estaban empezando algo nuevo que surgía, tras la pérdida de España, por una victoria casi o sin casi milagrosa, mostrándose decididos a continuar la tarea emprendida. La Reconquista del territorio y sus valores.
    No apreciaban tal consistencia ni mérito ni propósito de continuidad los musulmanes, pese a esa primera y segunda derrota consecutivas. Sus ambiciones inmediatas sobrevolaban la dominación de Europa vía las Galias; primero ellas, después el resto. La cornisa cantábrica era un enclave sin importancia.
    Pelayo, primer rey de Asturias, regresaba de Covadonga y de Olalíes convertido en héroe, estableciendo su primera capital en Cangas de Onís. Allí entregaría a su hija Ermesinda a Alfonso, hijo del duque de Cantabria. Este enlace entroncaba a Pelayo con lo más granado de la nobleza visigoda, a la que también pertenecía él por nacimiento, a la vez que garantizaba, objetivamente, la continuidad de la Monarquía española.
    El propósito reconquistador es obvio, proclamado con el descenso victorioso a Cangas del caudillo Pelayo y desde la alianza matrimonial con Cantabria, en cuyas tierras había sido aniquilada la vanguardia islámica derrotada.
    Al morir el gobernador general Anbasa el año 726 nadie sabía en la España árabe-oriental. Al-Andalus, que en los montes asturianos latía el germen cristiano que terminaría con el Islam al correr y guerrear de siete largos siglos.
Virgen de Covadonga, la Santina.

La leyenda

Cuenta la historia que durante la batalla de Covadonga se abrieron los cielos y se distinguió una figura. Era una cruz la que estaba plasmada. Don Pelayo entonces juntó dos palos de roble en forma de cruz. Los alzó sobre el campo de batalla en el que se situaban los musulmanes y llovieron piedras sobre ellos. Así, los cristianos derrotaron a los ejércitos herejes a base de piedras desde la cueva de Covadonga donde se encontraba la Virgen María. Otra versión de la historia dice que cuando Don Pelayo alzó la cruz en el campo de batalla, el general musulmán (Alqama), falleció y los musulmanes al ver esto se retiraron y huyeron de la batalla. Una vez vencidos los musulmanes, la corona de la Virgen María brillaba con esplendor dentro de la cueva.
    La cruz que forjó Pelayo según la leyenda en la batalla, ha permanecido hasta nuestros días en el escudo oficial de la bandera de Asturias y en la cruz que mandó forjar Alfonso III el Magno y que hoy se encuentra en la Santa Catedral Basílica.
    “Trae de azur la Cruz de la Victoria, también llamada de Pelayo, revestida de oro y piedras preciosas por Alfonso III el Magno en el Castillo de Gauzón, trasladada después al relicario de la Santa Catedral Basílica donde se resguarda; penden de sus brazos las letras Alpha y Omega, primera y última del abecedario griego, simbolizando a Cristo, principio y fin de todo lo creado; y por orla, alrededor del escudo, las palabras ‘Hoc signo teutur pius’ a la diestra, y ‘Hoc signo vincitur inimicus’ a la siniestra de oro”. Ciriaco Miguel Vigil, Heráldica Asturiana, Oviedo 1892.
Covadonga 6

Puente romano de Cangas de Onís, colgantes en los brazos de la cruz las letras alfa y omega.



Entradas populares de este blog

Las tres vías místicas. San Juan de la Cruz

Siglo de Oro: La mística de san Juan de la Cruz Juan de Yepes y Álvarez, religioso y poeta español, nacido en Fontiveros, provincia de Ávila, el año 1542, estudió con los jesuitas, trabajó como camillero en el hospital de Medina del Campo, e ingresó a los diecinueve años como novicio en el colegio de los carmelitas con el nombre de fray Juan de Santo Matía. Prosiguió sus estudios en Salamanca y en 1567 fue ordenado sacerdote. Regresó entonces a Medina del Campo, donde conoció a santa Teresa de Jesús, quien acababa de fundar el primer convento reformado de la orden carmelita y que tanto le había de influir en el futuro. San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús Imagen de stj500.com Juan de la Cruz se hallaba animado de los mismos deseos reformadores de la santa, y había conseguido el permiso de sus superiores para mantenerse en la vieja y austera devoción de su orden.; desde ese momento tomó el nombre de fray Juan de la Cruz y comenzó la reforma del Carmelo masculin

Descubridor del Eritronio-Vanadio. Andrés Manuel del Río

Mineralogista y químico, el madrileño Andrés Manuel del Río Fernández, nacido en 1764, es el descubridor del elemento químico Vanadio. Andrés Manuel del Río Imagen de omnia.ie En su infancia escolar destacó en el aprendizaje de latín y griego, posteriormente se graduó de Bachiller en Teología en la Universidad de Alcalá de Henares, y en 1781 inició sus estudios de física con el profesor José Solana.     Andrés Manuel del Río fue un alumno modélico en Física y Matemática. El ministro José de Gálvez en 1782 lo incorporó en calidad de pensionado en la Real Academia de Minas de Almadén, para que se instruyera en las materias de mineralogía y geometría subterránea con los maestros internacionales elegidos para el desarrollo científico e industrial de España. En Almadén dio inició su largo periplo por instituciones científicas de prestigio, forjando la actividad profesional que le caracterizaría. El propósito de la Corona por favorecer el desarrollo de la minería y la metalurgia en España y

El Camino Real de Tierra Adentro. Juan de Oñate

El imperio en América del Norte: La ruta hacia Nuevo México El Camino Real de Tierra Adentro era la ruta que llevaba desde la ciudad de México hasta la de Santa Fe de Nuevo México, actualmente capital del Estado homónimo integrado en los Estados Unidos; y durante más de dos siglos fue el cordón umbilical que mantuvo ligada a esta remota provincia del septentrión de la Nueva España. Cada tres años partía la llamara ‘conducta’, una caravana que trasladaba ganados, aperos y gentes, para mantener la colonización española en aquellas tierras. A través del Camino Real de Tierra Adentro penetró la cultura hispana en el Suroeste de Estados Unidos, ejerciendo aquí un papel semejante al del Camino de Santiago en España. El Camino Real de Tierra Adentro Cuando la corona española decide no abandonar la provincia de Nuevo México, ruinosa en todos los sentidos, sino mantenerla por razones de no desamparar a los indios ya cristianizados, el virreinato de Nueva España organiza un sistema