Uno de los mayores exponentes del pensamiento español en el siglo XIX fue Jaime Luciano Balmes. Sacerdote, teólogo, matemático, periodista, doctor en leyes y filósofo; católico y tradicionalista; ha sido llamado Doctor Humanus.
Sacerdote y miembro de la Real Academia, “príncipe de la Apologética moderna”, según Pío XII. Se aplicó a refutar corrientes filosóficas en boga como el racionalismo francés, el empirismo inglés o el kantismo y sus derivaciones alemanas, desde posiciones neoescolásticas —contribuyendo a su reafirmación y florecimiento— llegando a influir muy principalmente en el cardenal Mercier y la Escuela de Lovaina.
Entendía el problema del conocimiento cierto como clave de la filosofía; al revés que Descartes, no considera un solo tipo de certeza sino tres: la subjetiva (a partir del sentimiento particular de las cosas), la racional (expresada en las matemáticas o en la lógica) y la objetiva (percibida por todos, como la temperatura ambiente, pero no racional); cada una de ellas precisa un tipo de criterio, respectivamente el basado en la conciencia, en la evidencia y en el sentido común, entendido este último como un “instinto intelectual” distinto del sentido o la sensación.
La evidencia de la verdad es uno de los problemas centrales que trata Balmes en su obra.
La parte más crítica de su obra se dirige a una comprensión, análisis y refutación del empirismo inglés, del kantismo y de la filosofía hegeliana del idealismo alemán; manifestando afinidades con Thomas Reid y la escuela escocesa.
Ante la duda metódica tradicionalista alegó que “dudar de todo es carácter de lo más preciso de la razón humana, el sentido común”: al afirmar que dudamos ya establecemos una certeza y la duda implica unas normas de pensamiento que damos por ciertas.
Se hicieron famosas muchas de sus observaciones: “No es fácil razonar contra los propios intereses”, “el hombre emplea la hipocresía para engañarse a sí mismo, acaso más que para engañar a los otros”, “terrible es el error cuando usurpa el nombre de la ciencia”. Su análisis de la noción de tolerancia, a la vez conservador y moderado, expresa: “No es tolerante quien no tolera la intolerancia”, “Cuando la tolerancia es en el orden de las ideas, supone también un mal del entendimiento: el error. Nadie dirá jamás que tolere la verdad”. Este uso del concepto supone que la verdad es conocida; cuando así no ocurre la tolerancia puede admitirse como posibilidad de expresión de varias opiniones, todas las cuales pueden ser verdaderas, salvo frente al error donde no puede haber tolerancia. Tampoco la tolerancia universal es posible, porque supone la inexistencia de la verdad o la equiparación de todas las opiniones a verdades; pues como hay una verdad, cuando se presentan diversas opiniones hay que reconocer que una de ellas debe ser verdadera y la otra, u otras, falsa.
Dijo en 1846: “No creemos que el poder civil sea flaco porque el militar sea fuerte, sino que por el contrario el poder militar es fuerte porque el civil es flaco. Los partidos políticos se han sucedido en el mando; ninguno de ellos ha logrado constituir un poder civil; todos han apelado al militar.”
En su obra El Criterio (1845) dejó escrita esta máxima sosteniendo la existencia de: “verdades de muchas clases porque hay realidad de muchas clases.”
Una de sus principales obras, El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (4 vols., 1842-44), combatió la noción de que el protestantismo era la fuente de los avances de la civilización. Por el contrario, defendió con destreza intelectual el papel de la razón y el orden católico frente al yermo espíritu de revuelta y anarquía que achacaba al protestantismo.
Hombre activo, entró en política con el ánimo de reconciliar a carlistas y liberales en un absolutismo atenuado y fundo la revista El pensamiento de la Nación, para contrarrestar la propaganda progresista, valiéndole el exilio su oposición a Espartero.
Muy atento a los movimientos sociales y económicos de la época, previó que “la organización del trabajo introducirá modificaciones que ahora son irrealizables. Dentro de dos siglos la sociedad habrá cambiado hasta un punto del que nosotros apenas tenemos idea, pero si se quiere hacer en breve tiempo lo que ha de ser fruto de una elaboración lenta en las ideas, en los sentimientos y en los hechos, el resultado infalible será provocar un cataclismo que, lejos de traer la resolución, la retrasará considerablemente”.
Propugno las asociaciones obreras, tribunales para dirimir los conflictos con los patronos; la no injerencia estatal en la fijación de salarios; la creación de centros de formación profesional; y unos seguros sociales algo primarios y paternalistas.
En su actividad político-periodística funda y dirige la revista La Civilización (1841-1843), publica La Sociedad (1843-44); y en El Pensamiento de la Nación (1843-1846) y El Conciliador (1845), proclama las líneas doctrinales de una de las fracciones del moderantismo cuyo propósito era alcanzar una solución de compromiso respecto de la cuestión dinástica, para superar así el enfrentamiento entre liberales y carlistas.
En sus Escritos políticos aborda entre otras las cuestiones religiosas defendiendo las reformas del papa Pío IX frente a una tendencia conservadora en el seno de la Iglesia.
Considerado como el filósofo español más importante de su tiempo, su interés en fundamentar una filosofía católica representa uno de los factores de renovación de la escolástica en el siglo XIX. Orienta su quehacer filosófico como la había hecho en sus reflexiones ideológico-políticas, hacia la búsqueda de un elemento que, desde una posición tomista, pueda conciliar las tesis empirista y racionalista que caracterizan el pensamiento moderno.
Su obra Filosofía fundamental (4 vols., 1846), hace distinción de dos tipos de verdades: las reales y las ideales, que surgen de dos fuentes de certezas diferentes, es decir, de la conciencia (cuyo criterio de verdad es la relación de una cosa con la conciencia) y de la evidencia (sujeta al principio de contradicción), expresa las exigencias empiristas y racionalistas y señala el punto en el que aporta su originalidad la especulación balmesiana: el “sentido común”, tercer tipo de verdad, será el elemento que permitirá unir la realidad con la idealidad, posibilitando fundar nuestros juicios sin caer en el escepticismo ni en el dogmatismo, que Balmes define como un “instinto intelectual”, una ley de nuestro espíritu consistente en una inclinación natural “a dar asenso a ciertas proposiciones que no nos constan por evidencia ni se apoyan en el testimonio de la conciencia”.
Uno de los propósitos de Balmes consiste en buscar un enlace entre las exigencias empiristas y las racionalistas; y por ello es que rechaza tanto la mera conversión de las ideas en entidades puramente formales, como la consideración de las cosas desde el punto de vista de su reducción a un material empírico que solamente las sensaciones podrían aprehender y someter a un orden.
La exigencia de un instinto intelectual significa, en el orden del conocimiento, un nuevo intento de unión de la idealidad con la realidad, de lo racional con lo empírico. Y la aproximación al sentido común es el esfuerzo de evitar el problema del paso de la conciencia al mundo externo tanto como el constructivismo idealista.
La aportación a la filosofía política, especialmente inducida por las situaciones concretas planteadas en la España de su tiempo, y su trabajo apologético a favor del catolicismo como elemento civilizador de Occidente, enmarcan sucintamente el empeño intelectual y pedagógico de Jaime Balmes.