Historiador, crítico, ensayista y pensador de la cultura española, Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912) es autor de una ingente obra de erudición e investigación en la que aborda un vasto número de temas de historia, ciencia, moral, filosofía, religión, ética o arte; y, además, fue un crítico literario excepcional.
Catedrático de literatura española en la Universidad de Madrid, en 1878; director de la Biblioteca Nacional, en 1898; director de la Academia de la Historia, en 1911, trabajó para colocar la tradición filosófica española a la altura de las descollantes en Europa. Enemigo del krausismo imperante, ortodoxo católico e hispanista, su discurso se construyó a partir de la didáctica de Raimundo Lulio (lulismo), Luis Vives (vivismo), Gómez Pereira, Huarte de San Juan y Francisco Suárez (suarismo).
Ha sido considerado como guía espiritual del conservadurismo español, afecto a la tradición y al legado de la Iglesia católica. En sus escritos, alegatos y exposiciones orales, es analítico y sesudo, no obstante apasionado, y en sus respuestas se opone tanto a la “izquierda escéptica” como a la “derecha oscurantista”. Declara que los grandes nombres del pensamiento español son renacentistas, anticipando en muchos casos ideas fundamentales de las corrientes filosóficas modernas europeas. El “renacentismo” de los citados pensadores españoles, en especial el de Luis Vives, era para Menéndez Pelayo un platonismo modernizado; de él escribió: “Tratábase de lanzar al mundo un pensamiento, español de tradición, grecolatino de estirpe, renacentista de manera, moderno de adopción”.
Las tres grandes filosofías españolas para Menéndez Pelayo, la de Lulio, la de Vives y la de Suárez, han sido renacentistas y anticipadoras. Así, el vivismo es un tronco del cual han brotado muy diversas ramas: la filosofía de Roger Bacon (basada en los libros de De Disciplinis), el cartesianismo, considerado como desarrollo parcial del vivismo, y la escuela escocesa del sentido común (precedida por el De anima et vida). Puede hablarse por ello de los precursores españoles de Descartes, así como de los precursores españoles de Kant.
El constante interés de Menéndez Pelayo por la historia de la cultura española lo llevó a destacar el valor de los pensadores españoles en todas las épocas y todo el sentido histórico y trascendental de sus obras.
Con obras como Historia de las ideas estéticas en España, Antología de poetas líricos castellanos u Orígenes de la novela, Marcelino Menéndez Pelayo inicia la moderna historia y crítica de la literatura española.
Su obra por excelencia es Historia de los heterodoxos españoles. Otras obras son: La historia de España, Ensayos de crítica filosófica, La Ciencia Española y Obras completas.
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Epílogo a su obra La Historia de España (escrita a finales del siglo XIX y reeditada en 1934 por Jorge Vigón Suerodíaz).
I La pesadumbre de un pasado de gloria
¿Qué se deduce de esta historia [la historia de España]? A mi entender lo siguiente:
Ni por la naturaleza del suelo, ni por la raza, ni por el carácter, parecíamos destinados a formar una gran nación. Sin unidad de clima y producciones, sin unidad de costumbres, sin unidad de cultos, sin unidad de ritos, sin unidad de familia, sin conciencia de nuestra hermandad ni sentimiento de nación, sucumbimos ante Roma, tribu a tribu, ciudad a ciudad, hombre a hombre, lidiando cada cual heroicamente por su cuenta pero mostrándose impasible ante la ruina de la ciudad limítrofe, o más bien regocijándose de ella. Fuera de algunos rasgos nativos de salvática y feroz independencia, el carácter español no comienza a acentuarse sino bajo la dominación romana. Roma, sin anular del todo las viejas costumbres, nos lleva a la unidad legislativa; ata los extremos de nuestro suelo con una red de vías militares, siembra en las mallas de esa red colonias y municipios, reorganiza la propiedad y la familia sobre fundamentos tan robustos que en lo esencial aún persisten; nos da la unidad de lengua, mezcla la sangre latina con la nuestra, confunde nuestros dioses con los suyos, y pone en los labios de nuestros oradores y de nuestros poetas el rotundo hablar de Marco Tulio y los exámetros virgilianos. España debe su primer elemento de unidad en la lengua, en el arte, en el derecho, al latinismo, al romanismo.
Pero faltaba otra unidad más profunda: la unidad de la creencia. Sólo por ella adquiere un pueblo vida propia y conciencia de su fuerza unánime; sólo en ella se legitiman y arraigan sus instituciones, sólo por ella corre la savia de la vida hasta las últimas ramas del tronco social. Sin un mismo Dios, sin un mismo altar, sin unos mismos sacrificios, sin juzgarse todos hijos del mismo Padre y regenerados por un sacramento común, sin ser visible sobre sus cabezas la protección de lo alto, sin sentirla cada día en sus hijos, en su casa, en el circuito de su heredad, en la plaza del municipio nativo, sin creer que este mismo favor del cielo, que vierte el tesoro de la lluvia sobre sus campos, bendice también el lazo jurídico, que él establece con sus hermanos; y consagra, con óleo de justicia, la potestad que él delega para el bien de la comunidad; y rodea con el cíngulo de la fortaleza al guerrero que lidia contra el enemigo de la fe o el invasor extraño. ¿Qué pueblo habrá grande y fuerte? ¿Qué pueblo osará arrojarse con fe y aliento de juventud al torrente de los siglos?
Esta unidad se la dio a España el cristianismo. La Iglesia nos educó a sus pechos, con sus mártires y confesores, con sus Padres, con el régimen admirable de los concilios. Por ella fuimos nación y gran nación en vez de muchedumbre de gentes colecticias, nacidas para presa de la tenaz porfía de cualquier vecino codicioso. No elaboraron nuestra unidad el hierro de la conquista ni la sabiduría de los legisladores: lo hicieron los dos apóstoles y los siete varones apostólicos; la regaron con su sangre el diácono Lorenzo, los atletas del circo de Tarragona, las vírgenes Eulalia y Engracia, las innumerables legiones de mártires cesaraugustanos; la escribieron en su draconiano código los Padres de Iliberis; brilló en Nicea y en Sardis sobre la frente de Osio, y en Roma sobre la frente de San Dámaso; la cantó Prudencio en versos de hierro celtibérico, triunfó del maniqueísmo y del gnosticismo oriental, del arrianismo de los bárbaros y del donatismo africano, civilizó a los suevos, hizo de los visigodos la primera nación del Occidente, escribió en las Etimologías la primera enciclopedia; inundó de escuelas los atrios de nuestros templos; comenzó a levantar entre los despojos de antigua doctrina el alcázar de la ciencia escolástica por manos de Liciano, de Tajón y de San Isidoro; borró en el Fuero Juzgo la inicua ley de razas; llamó al pueblo a asentir a las deliberaciones conciliares; dio el jugo de sus pechos que infunden eterna y santa fortaleza a los restauradores del Norte y a los mártires del mediodía, a San Eulogio y Álvaro Cordobés, a Pelayo y a Omar ben Hafsún; mandó a Teodulfo, a Claudio y a Prudencio a civilizar la Francia carlovingia; dio maestros a Gerberto; amparó bajo el manto prelaticio del arzobispo don Raimundo y bajo la púrpura del emperador Alfonso VII la ciencia semítico-española. ¿Quién contará todos los beneficios de vida social que a esta unidad debimos, si no hay en España piedra ni monte que no nos hable de ella con la elocuente voz de un santuario en ruinas? Si en la Edad Media nunca dejamos de considerarnos unos fue por el sentimiento cristiano, la sola cosa que nos juntaba, a pesar de las aberraciones parciales, a pesar de nuestras luchas más que civiles, a pesar de los renegados y de los muladíes. El sentimiento de patria es moderno; no hay patria en aquellos siglos, no la hay en rigor hasta el Renacimiento: pero hay una fe, un bautismo, una grey, un Pastor, una Iglesia, una liturgia, una cruzada eterna y una legión de santos que combate por nosotros, desde Causegadia hasta Almería, desde el Muradal hasta la Higuera.
Dios nos concedió la victoria y premió el esfuerzo perseverante, dándonos el destino más alto entre todos los destinos de la historia humana: el de completar el planeta, el de borrar los antiguos linderos del mundo. Un ramal de nuestra raza forzó el cabo de las Tormentas interrumpiendo el sueño secular de Adamastor, y reveló los misterios del sagrado Ganges trayendo por despojos los aromas de Ceilán y las perlas que adornaban la cuna del Sol y el tálamo de la Aurora. Y el otro ramal fue a prender en tierra intacta aún de caricias humanas, donde los ríos eran como mares y los montes veneros de plata, y en cuyo hemisferio brillaban estrellas nunca imaginadas por Tolomeo ni por Hiparco.
¡Dichosa aquella edad de prestigios y maravillas, edad de juventud y de robusta vida! España era, o se creía, el pueblo de Dios, y cada español, cual otro Josué, sentía en sí fe y aliento bastante para derrocar los muros al son de las trompetas o para atajar al sol en su carrera. Nada parecería ni resultaba imposible: la fe de aquellos hombres que parecían guarnecidos de triple lámina de bronce era la fe que mueve de su lugar las montañas. Por eso en los arcanos de Dios les estaba guardado el hacer sonar la palabra de Cristo en las más bárbaras gentilidades; el hundir en el golfo de Corinto las soberbias naves del tirano de Grecia, y salvar, por ministerio del joven de Austria, la Europa Occidental del segundo y postrer amago del islamismo; el romper las huestes luteranas en las marismas bátavas, con la espada en la boca y el agua a la cinta, y el entregar a la Iglesia romana cien pueblos por cada uno de los que le arrebataba la herejía.
España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vectones, o de los reyes de taifas.
A este término vamos caminando más o menos apresuradamente, y ciego será quien no lo vea. Dos siglos de sistemática e incesante labor para producir artificialmente la revolución, aquí donde nunca podía ser orgánica, han conseguido no renovar el modo de ser nacional sino viciarle, desconcertarle y pervertirle. Todo lo malo, todo lo anárquico, todo lo desbocado de nuestro carácter se conserva ileso y sale a la superficie cada día con más pujanza. Todo elemento de fuerza intelectual se pierde en infecunda soledad, o sólo aprovecha para el mal. No nos queda ni ciencia indígena ni política nacional, ni, a duras penas, arte y literatura propios. Cuanto hacemos es remedo y trasunto débil de lo que en otras partes vemos aclamado. Somos incrédulos por moda y por parecer hombres de mucha fortaleza intelectual. Cuando nos ponemos a racionalistas o positivistas lo hacemos pésimamente, sin originalidad alguna, como no sea en lo estrafalario o lo grotesco. No hay doctrina que arraigue aquí; todas nacen y mueren entre cuatro paredes, sin más efecto que avivar estériles y enervadoras vanidades y servir de pábulo a dos o tres discusiones pedantescas. Con la continua propaganda irreligiosa, el espíritu católico, vivo aún en las muchedumbres de los campos, ha ido desfalleciendo en las ciudades, y aunque no sean muchos los librepensadores españoles, bien puede afirmarse de ellos que son de la peor casta de impíos que se conocen en el mundo, porque (a no estar dementado como los sofistas de cátedra) el español que ha dejado de ser católico es incapaz de creer en cosa ninguna, como no sea en la omnipotencia de un cierto sentido común y práctico, las más veces burdo groserísimo y egoísta. De esta escuela utilitaria suelen salir los aventureros políticos y económicos, los arbitristas y regeneradores de la Hacienda y los salteadores literarios de la baja prensa que, en España, como en todas partes, es un cenagal fétido y pestilente. Sólo algún aumento de riqueza, algún adelanto material, nos indica a veces que estamos e Europa y que seguimos, aunque a remolque, el movimiento general.
No sigamos e estas amargas reflexiones. Contribuir a desalentar a su madre es ciertamente obra impía en que yo no pondré las manos. ¿Será cierto, como algunos benevolentemente afirman, que la masa de nuestro pueblo está sana y que sólo la hez es lo que sale a la superficie? ¡Ojalá sea verdad! Por mi parte, prefiero creerlo sin escudriñar mucho. Los esfuerzos de nuestras guerras civiles no prueban, ciertamente, falta de virilidad en la raza; lo futuro, ¿quién lo sabe? No suelen venir dos siglos de oro sobre una misma nación; pero mientras sus elementos esenciales permanezcan los mismos, por lo menos en las últimas esferas sociales; mientras sea capaz de creer, amar y esperar mientras su espíritu no se aridezca de tal modo que rechace el rocío de los cielos; mientras guarde alguna memoria de lo antiguo y se contemple solidaria con las generaciones que la precedieron, aún puede esperarse su regeneración; aún puede esperarse que, juntas las almas por la caridad, torne a brillar para España la gloria del Señor y “acudan las gentes a su lumbre y los pueblos al resplandor de su Oriente”.
El cielo apresure tan felices días. Y entre tanto, sin escarnio, sin baldón ni menosprecio de nuestra madre, dígale toda la verdad el que se sienta con alientos para ello. Yo, a falta de grandezas que admirar, en lo presente, he tomado sobre mis flacos hombros la deslucida tarea de testamentario de nuestra antigua cultura. En este libro he ido quitando las espinas; no será maravilla que de su contacto se me haya pegado alguna aspereza. He escrito en medio de la contradicción y de la lucha, no de otro modo que los obreros de Jerusalén, en tiempos de Nehemías, levantaban las paredes del templo con la espada en una mano y el martillo en la otra, defendiéndose de los comarcanos que sin cesar los embestían. Dura ley es, pero inevitable en España, y todo el que escriba conforme al dictado de su conciencia ha de pasar por ella aunque en el fondo abomine, como yo, este horrible tumulto, y vuelva los ojos con amor a aquellos serenos templos de la antigua sabiduría cantados por Lucrecio:
¡Edita doctrina sapientum templa serena!
II Porvenir y tradición
Hoy presenciamos el lento suicidio de un pueblo que engañado mil veces por gárrulos sofistas, empobrecido, mermado y desolado, emplea en destrozarse las pocas fuerzas que le restan, y corriendo tras vanos trampantojos de una falsa y postiza cultura, en vez de cultivar su propio espíritu, que es lo único que redime y ennoblece a las razas y a las gentes, hace espantosa liquidación de su pasado, escarnece a cada momento las sombras de sus progenitores, huye de todo contacto con su pensamiento, reniega de cuanto en la historia nos hizo grandes, arroja a los cuatro vientos su riqueza artística y contempla con ojos estúpidos la destrucción de la única España que el mundo conoce, de la única cuyos recuerdos tienen virtud bastante para retardar nuestra agonía.
¡De cuán distinta manera han procedido los pueblos que tienen conciencia de su misión secular! La tradición teutónica fue el nervio del renacimiento germánico. Apoyándose en la tradición italiana, cada vez más profundamente conocida, construye su propia ciencia la Italia sabia e investigadora de nuestros días, emancipándose igualmente de la servidumbre francesa y de magisterio alemán. Donde no se conserva piadosamente la herencia de lo pasado, pobre o rica, grande o pequeña, no esperemos que brote un pensamiento original ni una idea dominadora. Un pueblo nuevo puede improvisarlo todo menos la cultura intelectual. Un pueblo viejo no puede renunciar a la suya sin extinguir la parte más noble de su vida y caer en una segunda infancia, muy próxima a la imbecilidad senil.
Para evitarlo trabajemos con limpia voluntad y entendimiento sereno, puestos los ojos en la realidad viva, sin temor pueril, sin apresuramiento engañoso, abriendo cada día modestamente el surco y rogando a Dios que mande sobre él el rocío de los cielos. Y al respetar la tradición, al tomarla por punto de partida y de arranque, no olvidemos que la ciencia es progresiva por su índole misma, y que de esta ley no se exime ninguna ciencia: Patet omnibus veritas, nondum est occupata.
Un rayo de luz ha brillado en medio de estas tinieblas, y los más próximos al desaliento hemos sentido renacer nuestros bríos…