Humanista, ideólogo, escritor, filósofo, periodista y embajador, Ramiro de Maeztu Whitney es una de las figuras capitales de la intelectualidad española e internacional del siglo XX.
Estos son algunos de sus pensamientos
España es una encina medio sofocada por la yedra. La yedra es tan frondosa, y se ve la encina tan arrugada y encogida, que a ratos parece que el ser de España está en la trepadora, y no en el árbol. Pero la yedra no se puede sostener sobre sí misma. Desde que España dejó de creer en sí, en su misión histórica, no ha dado al mundo de las ideas generales más pensamientos valederos que los que han tendido a hacerla recuperar su propio ser.
Mantenemos nosotros la libertad porque el hombre está constituido de tal modo, que por grandes que sean sus pecados le es siempre posible convertirse, enmendarse, mejorar y salvarse. También puede seguir pecando hasta perderse; pero lo que se dice con ello es que la libertad es intrínseca a su ser y a su bondad. No será bueno sino cuando libremente obre o desee el bien. Y por esta verdad metafísica, que le es inherente, le debemos respeto. Al extraviado podremos indicarle el buen camino, pero sólo con sus propios ojos podrá cerciorarse de que es el bueno; al hijo pródigo le abriremos las puertas de la casa paterna, pero él será quien por su propio pie regrese a ella; al equivocado le señalaremos el error, pero el anhelo de la verdad tendrá que surgir de su propia alma.
Los hombres son iguales en punto a su libertad metafísica o capacidad de conversación o de caída. Esto es lo que los hace sujetos de la moral y el Derecho. En esta libertad metafísica o libre albedrío todos los hombres son iguales. Pero ésta es la única igualdad que con la libertad es compatible. La libertad política favorece el desarrollo de las desigualdades.
En vano se proclamará en algunas Constituciones, como la francesa de 1793, el pretendido derecho a la igualdad afirmando que ”todos los hombres son iguales por naturaleza y ante la ley”. Decir que los hombres son iguales es tan absurdo como proclamar que los son todas las hojas de un árbol.
Todos los hombres pueden; todos pueden perderse. Por eso son hermanos: hermanos de incertidumbre respecto a su destino, náufragos en la misma lancha, sin saber si serán recogidos y llegarán a puerto. Pero todos pueden salvarse o perderse. Por eso son hermanos y deben tratarse como hermanos.
La fraternidad de los hombres no puede tener más fundamento que la conciencia de la común paternidad de Dios. El incrédulo que predica la fraternidad humana no se da cuenta del origen exclusivamente religioso de esta idea. Porque si no viene de la religión, ¿de dónde la saca?
No hay en la Historia universal obra comparable a la realizada por España, porque hemos incorporado a la civilización cristiana todas las razas que estuvieron bajo nuestra influencia.
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Fragmentos de su obra En defensa de la Hispanidad
El humanismo español en la Historia
Cuando Alonso de Ojeda desembarcó en las Antillas, en 1509, pudo haber dicho a los indios que los hidalgos leoneses eran de una raza superior. Lo que les dijo textualmente fue esto: ”Dios Nuestro Señor, que es único y eterno, creó el cielo y la tierra y un hombre y una mujer, de los cuales vosotros, yo y todos los hombres que han sido y serán en el mundo descendemos.” El ejemplo de Ojeda lo siguen después los españoles diseminados por las tierras de América: reúnen por la tarde a los indios, como una madre a sus hijuelos, bajo la cruz del pueblo, les hacen juntar las manos y elevar el corazón a Dios.
Y es verdad que los abusos fueron muchos y grandes, pero ninguna legislación colonial extranjera es comparable a nuestras leyes de Indias. Por ellas se prohibió la esclavitud, se proclamó la libertad de los indios, se les prohibió hacerse la guerra, se les brindó la amistad de los españoles, se reglamentó el régimen de encomienda para castigar los abusos de los encomenderos, se estatuyó la instrucción y adoctrinamiento de los indios como principal fin e intento de los reyes de España, se prescribió que las conversiones se hiciesen voluntariamente y se transformó la conquista de América en difusión del espíritu cristiano.
Y tan arraigado está entre nosotros este sentido de universalidad, que hemos instituido la fiesta del 12 de octubre, que es la fecha del descubrimiento de América, para celebrar el momento en que se inició la comunidad de todos los pueblos: blancos, negros, indios, malayos o mestizos, que hablan nuestra lengua y profesan nuestra fe. Y la hemos llamado ”Fiesta de la Raza”, a pesar de la obvia impropiedad de la palabra, nosotros que nunca sentimos el orgullo del color de la piel, precisamente para proclamar ante el mundo que la raza, para nosotros, está construida por el habla y la fe, que son espíritu, y no por las oscuridades protoplásmicas.
Los españoles no nos hemos creído nunca pueblo superior. Nuestro ideal ha sido siempre trascendente a nosotros. Lo que hemos creído superior es nuestro credo en la igualdad esencial de los hombres. Desconfiados de los hombres, seguros del credo, por eso fuimos también siempre institucionalistas. Hemos sido una nación de fundadores. No sólo son de origen español las órdenes religiosas más poderosas de la Iglesia, sino que el español aspira a crear instituciones que estimulen al hombre a realizar lo que cada uno lleva de bondad potencial. El ideal supremo del español en América es fundar un poblado en el desierto e inducir a las gentes a venir a habitarlo. La misma Monarquía española, en sus tiempos mejores, es ejemplo eminente de este espíritu institucional, en que el fundador no se propone meramente su bien propio sino el de todos los hombres. El gran Benito Arias Montano [humanista, biólogo, viajero, escritor y políglota], contemporáneo de Felipe II, define de esta suerte la misión que su Soberano realiza:
”La persona principal entre todos los Príncipes de la tierra, que por experiencia y confesión de todo el mundo tiene Dios puesta para sustentación y defensa de la Iglesia Católica, es el rey Don Philipo [Felipe II], nuestro señor, porque él solo, francamente, como se ve claro, defiende este partido, y todos los otros príncipes que a él se allegan y lo defienden hoy lo hacen o con sombra y con arrimo de S. M. o con respeto que le tienen: y esto no es sólo parecer mío, sino cosa manifiesta, por lo cual la afirmo, y por haberlo así oído platicar y afirmar en Italia, Francia, Irlanda, Inglaterra, Flandes y la parte de Alemania que he andado…”
Ni por un momento se le ocurre a Arias Montano pedir a su monarca que renuncie a su política católica o universalista, para dedicarse exclusivamente a los intereses de su reino, aunque esto es lo que hacen otras monarquías católicas de su tiempo, al concertar alianzas con soberanos protestantes o mahometanos. El poderío supremo que España poseía en aquella época se dedica a una causa universal, sin que los españoles se crean por ello un pueblo superior y elegido, como Israel o como el Islam, aunque sabían perfectamente que estaban peleando las batallas de Dios. Es característica esta ausencia de nacionalismo religioso en España. Nunca hemos tratado de separar la Iglesia española de la universal. Al contrario, nuestra acción en el mundo religioso ha sido siempre luchar contra los movimientos secesionistas y contra todas las pretensiones de gracias especiales. Ése fue el pensamiento de nuestros teólogos en Trento y de nuestros ejércitos en la Contrarreforma. Y éste es también el sentimiento más constante de los pueblos hispánicos, y no sólo en sus periodos de fe, sino también en los de escepticismo. El llamamiento de la República Argentina a todos los hombres para que pueblen las soledades de la tierra de América, se inspira también en este espíritu ecuménico. Lo que viene a decir es que el llamamiento lo hacen hombres que no se creen de raza superior a la de los que vengan. A todos se dirige la palabra de llamamiento: ”Sto ad ostium, et pulso.” (Estoy en el umbral y llamo). Y también a todas las profesiones. No sólo hacen falta sacerdotes y soldados, sino agricultores y letrados, industriales y comerciantes. Lo que importa es que cada uno cumpla con su función en el convencimiento de que Dios le mira.
Es posible que los padecimientos de España se deban, en buena parte, a haberse ocupado demasiado de los demás pueblos y demasiado poco de sí misma. Ello revelaría que ha cometido, por omisión, el error de olvidarse de que también ella forma parte del todo y que lo absoluto no consiste en prescindir de la tierra para ir al cielo, sino en juntar los dos, para reinar en la creación y gozar del cielo. Sólo que esto lo ha sabido siempre el español, con su concepto de hombre, como algo colocado entre el cielo y la tierra e infinitamente superior a todas las otras criaturas físicas. En los tiempos de escepticismo y decaimiento, le queda al español la convicción consoladora de no ser inferior a ningún otro hombre. Pero hay otros tiempos en que oye el llamamiento de lo alto y entonces se levanta del suelo, no para mirar de arriba a abajo a los demás, sino para mostrar a todos la luz sobrenatural que ilumina a cuantos hombres han venido a este mundo.
La Patria es espíritu
Digamos, desde luego, que antes de ser un ser, la patria es un valor, y, por lo tanto, espíritu. Si fuera un ser del que nosotros formáramos parte no podríamos discutirla, como no discutimos sus elementos ónticos. Cada uno ha nacido donde ha nacido y es hijo de sus padres. Por lo que hace a los elementos ónticos, la Patria no se elige; pero la Patria es, ante todo, espíritu. Y ante el espíritu es libre el alma humana. Así la hizo su Creador.
España empieza a ser al convertirse Recaredo a la religión católica el año 586. Entonces hace San Isidro el elogio de España que hay en el prólogo a la Historia de los godos, vándalos y suevos: ”¡Oh, España! Eres la más hermosa de todas las tierras… De ti reciben luz el Oriente y el Occidente…”. Pero a los pocos años llama a los sarracenos el obispo don Opas y les abre la puerta de la Península el conde don Julián. La Hispanidad comienza su existencia el 12 de octubre de 1492. Al poco tiempo surge entre nuestros escritores la conciencia de que algo nuevo y grande ha aparecido en la historia del mundo. Pero muchos de los marinos de Colón hubieran deseado que las tres carabelas se volvieran a Palos de Moguer sin descubrir tierras ignotas. Con ello se dice que la patria es un valor desde el origen y, por lo tanto, problemática para sus mismos hijos, como el alma, según los teólogos, es espiritual desde el principio, ab initio.
Antes de la hazaña creadora de la patria hay ciertamente hombres y tierra, con los que la hazaña crea la patria, pero todavía no hay patria. Hasta que Recaredo nos deparó el vínculo espiritual en que habían de juntarse el Gobierno y el pueblo de España, aquí no había más que pueblos más o menos romanizados y sujetos a un Gobierno godo al que tenían que considerar como extranjero y enemigo. Gobernantes y gobernados habitaban la misma tierra, comunidad insuficiente para constituir la patria. Pero desde el momento en que los gobernantes aceptaron la fe, que era también la ley, de los gobernados, surgió entre unos y otros el lazo espiritual que unió a todos sobre la misma tierra y en la misma esperanza. Los hombres, la tierra, los sucesos anteriores, la conquista y colonización romanas, la misma propaganda del cristianismo en la Península no fueron sino las condiciones que posibilitaron la creación de España. Tampoco sin ellas hubiera habido patria, porque el hombre no crea sus obras de la nada. Pero la patria es espíritu; España es espíritu; la Hispanidad es espíritu: aquella parte del espíritu universal que nos es más asimilable por haber sido creación de nuestros padres en nuestra tierra, ahora llena de signos que no cesan de evocarlo ante nuestras miradas.
La patria es espíritu, como lo es la proposición de que dos y dos son cuatro, y ésta es la razón de que nos equivoquemos tan a menudo en las cuentas. También es espíritu el principio que dice que de dos proposiciones contradictorias, una, por lo menos, es falsa, lo que no impide que frecuentemente, sin darnos cuenta de ello, sigamos sobre un mismo asunto dos corrientes contradictorias de pensamiento. Toda la ciencia no es sino uno de los modos universales del espíritu. Pero ocurre, además, que el alma, ”nuestra alma intelectiva es por sí y esencialmente la forma del cuerpo humano”, como enseña Santo Tomás, y es artículo de fe desde los tiempos del Concilio de Viena de 1312, por lo que su formación y educación y salvación están ligadas también a las condiciones tempo-espaciales de su cuerpo, que es la razón de que desde el principio de los tiempos la Historia universal sea la historia de los distintos pueblos y cada uno de ellos aprenda mejor la lección del holocausto en la vida de los propios héroes que se sacrificaron por defender sus gentes y su tierra, que en la de los héroes de otros pueblos.
Como las obras de nuestros mayores han formado o transformado el medio físico y espiritual en que nos criamos, nos son también más fácilmente comprensibles que las de otros países. La patria es un patrimonio espiritual en parte visible, porque también el espíritu del hombre encarna en la materia, y ahí están para atestiguarlo las obras de arte plástico: iglesias, monumentos, esculturas, pinturas, mobiliario, jardines; y las utilitarias, como caminos, ciudades, viviendas, plantaciones; pero en parte invisible, como el idioma, la música, la literatura, la tradición, las hazañas históricas, y en parte visible e invisible, alternativamente, como las costumbres y los gustos. Todo ello junto hace de cada patria un tesoro de valor universal, cuya custodia corresponde a un pueblo. Puede compararse, si se quiere, al original de un libro antes de haberse impreso y cuando su autor trabaja en él. Ella, naturalmente, mientras: ”No es Babilonia ni Nínive, enterrada en olvido y polvo”. Mejor fuera decir que cada patria viviente es una sinfonía inacabada, que cada hombre conoce y siente más o menos en proporción de su memoria y su afición. Hay almas que recuerdan muchos más compases que las otras y las que mejor se saben la música ya oída suelen ser las que más intensamente anhelan la que les falta oír y las más capaces de componerla.
Al decir que la patria es una sinfonía o sistema de hazañas y valores culturales, queda rechazada la pretensión que desearía fundar exclusivamente las naciones en la voluntad de los habitantes de una región cualquiera, ya constituidos en Estado independiente o deseosos de hacerlo. Al término de la guerra europea se intentó modificar, con arreglo a este principio, la geografía política de la nueva Europa. Y es que si las naciones no se basan más que en la voluntad, pueden triunfar los cantonalismos más absurdos, si la doctrina imperante es la de que los derechos a la soberanía sólo se basan en la voluntad de quien los alega. Los pueblos mudan de parecer y ocurre que sólo se mantienen las nacionalidades que pueden defenderse contra la ambición de sus vecinos, que también suelen ser las que encarnan algún valor de Historia universal cuya conservación interesa al conjunto de la Humanidad.
No se forman conciencias de ciudades o de naciones al agruparse los individuos. No hay almas colectivas. No hay conciencias colectivas. Lo que hay es valores colectivos cuya conservación interesa a los individuos y a las familias y a los pueblos.
Las almas no se unen entre sí; se unen en Dios o se unen en la patria. Mientras peregrinan por el mundo no pueden unirse en almas superiores, porque no hay en la tierra almas superiores a la humana. En el acto de la oración nuestra alma se eleva solitaria: ”Sola cum solo”. Sólo de Dios espera la salud. Delos santos no pedimos más que la intercesión. Y tampoco hace falta considerar a la patria como una diosa para vivir y morir por ella. Nadie reza a su patria, pero todos estamos obligados a rezar por ella y de hecho rezamos, aunque sin darnos cuenta de ello, cuando pedimos el pan de cada día, porque de la patria lo recibimos casi siempre, lo mismo el del cuerpo que el del alma.
Por eso es insuficiente el patriotismo que sólo se refiere a la tierra o a nuestros compatriotas, aunque sea muy provechoso estimularlo todo lo posible. Es cosa excelente que los hombres se enternezcan al recuerdo del paisaje natal, que crean que las mujeres de su tierra son las más hermosas del mundo, que cifren su confianza en la honradez y virtudes de sus compatriotas y que estén seguros de que no hay alimentos comparables a los de su región. También son valores los biológicos, aparte de que contribuyen a la felicidad de cada pueblo. Hasta pudiera decirse que con la conciencia de estos valores biológicos se forma el patriotismo de la patria chica, de la región nativa.
Un lema de caballeros
Nuestro pasado nos aguarda para crear el porvenir. El porvenir perdido lo volveremos a hallar en el pasado. La Historia señala el porvenir. En el pasado está la huella de los ideales que íbamos a realizar dentro de diez mil años. El pasado español es una procesión que abandonamos, los más de nosotros, para seguir con los ojos las de países extranjeros o para soñar con un orden natural de formaciones revolucionarias en que los analfabetos y los desconocidos se pusieran a guiar a los hombres de rango y de cultura. Pero la antigua procesión no ha cesado del todo. Aún nos aguarda. Por su camino avanzan los muertos y los vivos. Llevan por estandartes las glorias nacionales. Y nuestra vida verdadera, en cuanto posible en este mundo, consiste en volver a entrar en fila. ”¿Decíamos ayer?…” Precisamente. De lo que se trata es de recordar con precisión lo que decíamos ayer, cuando teníamos algo que decir. Esta precisión, en general, sólo la alcanzan los poetas. Si tenemos razón los españoles historicistas, han de venir en auxilio nuestro los poetas. Si la plenitud de la vida de los españoles y de los hispánicos está en la Hispanidad, y de la Hispanidad, en el recobro de su conciencia histórica tendrán que surgir los poetas que nos orienten con sus palabras mágicas.
¿Acaso no fue un poeta el que asoció por vez primera las tres palabras de Dios, Patria y Rey? La divisa fue, sin embargo, insuperable, aunque tampoco lo era inferior la que decía: Dios, Patria, Fueros, Rey. Nuestros guerreros de la Edad Media crearon otra que fue talismán de la victoria: ”¡Santiago y cierra España!”. En el siglo XVI pudo crearse, como lema del esfuerzo hispánico, la de: ”La fe y las obras”. Era la puerta del reino de los cielos. ¿No podría fundarse en ella el acceso a la ciudadanía el día en que deje de creerse en los derechos políticos del hombre natural? Los caballeros de la Hispanidad tendrían que forjarse su propia divisa. Para ello pido el auxilio de los poetas. Las palabras mágicas están todavía por decir. Los conceptos, en cambio, pueden darse ya por conocidos: servicio, jerarquía y hermandad, el lema antagónico al revolucionario de libertad, igualdad, fraternidad. Hemos de proponernos una obra de servicio. Para hacerla efectiva nos hemos de insertar en alguna organización jerárquica. Y la finalidad del servicio y de la jerarquía no ha de consistir únicamente en acrecentar el valer de algunos hombres sino que ha de aumentar la caridad, la hermandad entre los humanos.
El servicio es la virtud aristocrática por excelencia. Ich dien, yo sirvo, dice en tudesco el escudo de los reyes de Inglaterra. El de los Papas dice más: Servus servorum, siervo de los siervos. Es el lema de toda alma distinguida. Si se le contrapone al de libertad se observará que el de servicio incluye la libertad., porque libremente se adopta como lema, pero el de libertad no incluye el de servicio: ”Mejor reinar en el infierno que servir en el cielo”, dice el Satán de Milton. La jerarquía es la condición de la eficacia, lo específico de la civilización, lo genérico de la vida, que parece aborrecer toda igualdad. Toda obra social implica división del trabajo: gobernantes y gobernados, caudillos y secuaces. Disciplina y jerarquía son palabras sinónimas. La jerarquía legítima es la que se funda en el servicio. Jerarquía y servicio son los lemas de toda aristocracia. Una aristocracia hispánica ha de añadir a su lema el de hermandad humana. Frente a los judíos, que se consideraban el pueblo elegido, frente a los pueblos nórdicos de Europa, que se juzgaban los predestinados para la salvación, San Francisco Javier estaba cierto de que podían ir al cielo los hijos de la India y no sólo los brahmanes orgullosos, sino también, y sobre todo, los parias intocables.
Ésta es una idea que ningún otro pueblo ha sentido con tanta fuerza como el nuestro. Y como creo en la Humanidad, como abrigo la fe de que todo el género humano debe acabar por constituir una sola familia, estimo necesario que la Hispanidad crezca y florezca y persevere en su ser y en sus caracteres esenciales, porque sólo ella ha demostrado vocación para servir este ideal.