Julián Marías Aguilera, vallisoletano nacido en 1914, ha presentado y desenvuelto en forma sistemática los temas capitales filosóficos a la luz de la filosofía de la razón vital. Escribe “La filosofía tiene la exigencia de justificarse a sí misma, de no apoyarse en ninguna otra certidumbre, sino, por el contrario, dar razón de la realidad misma, por debajo de sus interpretaciones y, por tanto, también de las presuntas certidumbres que encuentro”.
Afirma que la trascendencia es la condición misma de la vida; que la vida humana presenta una estructura empírica, campo intermedio entre la teoría analítica de la vida humana y la narración biográfica concreta de ella, compuesta por elementos a la vez variables y permanentes, forma precisa de nuestra circunstancialidad; y que en la vida, realidad radical, se constituyen las realidades como tales, de ahí que la teoría de la vida humana no sea una preparación para la metafísica sino la metafísica: toda realidad se da radicada y complicada en la teoría de la vida.
Doctor en Filosofía, catedrático de Filosofía española, fundador junto a José Ortega y Gasset del Instituto de Humanidades en 1948, académico de número de la Real Academia Española y de la de Bellas Artes de San Fernando, miembro del Colegio Libre de Emérito, del Instituto Internacional de Filosofía, de la Hispanic Society of America, de la Society for the History of Ideas de Nueva York y del Consejo Pontificio de Roma, entre otros títulos, sin mencionar distinciones, es una de las cumbres del pensamiento español del siglo XX. Falleció en 2005.
Algunas de sus obras:
Historia de la filosofía (1941), Introducción a la filosofía (1947), Ensayos (ed. 1954-55 y ed. 1967), La estructura social (ed. 1955 y ed. 1993), La Escuela de Madrid (1959), Los españoles (1962), El tiempo que ni vuelve ni tropieza (1964) El uso lingüístico (1967), Antropología metafísica (1970), Innovación y arcaísmo (1973), La justicia y las justicias (1975), España inteligible (1985) La mujer y su sombra (1986), La libertad en juego (1986), La felicidad humana (1987), Cervantes, clave española (1990), La Corona y la comunidad hispánica de las naciones (1992).
Julián Marías Aguilera
Imagen de colegiodeemeritos.es
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Prólogo de España inteligible. Razón histórica de las Españas
España se ha presentado reiteradamente como un misterio o enigma, como una realidad incomprensible, tal vez contradictoria, por lo menos incoherente, conflictiva, desgarrada por tensiones insuperables, frustrada. Así se ha mostrado a los ojos de los extranjeros, y más aún de los propios españoles. El tema de “la preocupación de España” cruza toda nuestra literatura -más allá de la obra de los historiadores o sociólogos- desde el siglo XVI hasta hoy, y no es difícil encontrar preludios en la Edad Media. Esta permanencia revela un carácter intrínseco: la preocupación por la condición española parece un ingrediente esencial de la realidad de España, a diferencia de lo que sucede con otros pueblos, que sólo ocasionalmente se vuelven con inquietud y zozobra a preguntarse por su propia realidad.
¿Es esto una “anormalidad”, una dolencia nacional, a diferencia de los pueblos “sanos” de Europa y de otros continentes? Parece que sí, y confirmaría las interpretaciones habituales y que se admiten como cosa obvia. Pero se ocurre una reflexión que nos llevaría a mirar ese hecho de otra manera. El hombre es la única realidad que consiste en interpretación de sí misma. No es que pueda haber una teoría sobre la vida humana, sino que ésta no es posible más que cuando se interpreta y entiende como tal vida; esa teoría no se añade a la vida sino que es uno de sus ingredientes, de sus requisitos esenciales; por eso la llamo desde hace más de treinta años teoría intrínseca. Pues bien, si esto es propio de la vida humana individual, de la de cada uno de nosotros, ¿no lo será también de la vida colectiva, de la de cada sociedad? Esa pertinaz reflexión de los españoles sobre su propia realidad, ese afán por poner en claro qué es España, en qué consiste, cuál es su destino, esa actitud que parece una morbosa obsesión, obstáculo para una historia normal, ¿no podría resultar el carácter específicamente humano de esa sociedad que llamamos España? ¿No será que nuestra vida colectiva no ha perdido enteramente los atributos de la vida en sentido riguroso, la de cada cual? La sociedad -Ortega lo mostró- es el “mundo” social, lo humano deshumanizado. Podría pensarse que España sea una sociedad no enteramente deshumanizada que conserva algunos rasgos de la vida individual, propiamente personal.
No es seguro que esto sea una ventaja; tal vez el funcionamiento de lo colectivo exige esa deshumanización o mineralización; esto explicaría ciertas deficiencias demasiado evidentes de España a lo largo de la mayor parte de su historia. Pero tampoco está dicho que ese carácter sea sin más negativo; quizá esa personalización tenaz, mantenida en la vida colectiva, sea el secreto de ciertas posibilidades inesperadas de España, con las cuales sorprende de cuando en cuando el manantial de una vitalidad que rebrota una y otra vez, a pesar de todas las decadencias.
Y, por supuesto, esas sucesivas interpretaciones de España, los resultados intelectuales de la preocupación nacional, no son de la misma perspicacia, del mismo valor. No es seguro que hayan servido siempre para aclarar las cosas, sino que tal vez las han confundido. En todo caso, forman parte de la realidad de España y hay que tenerlas en cuenta, no como doctrinas “sobre” ella sino como parte integrante de ella. Otra cosa sería como el intento de comprender a un hombre sin pensar en lo que él piensa de sí mismo, cómo se ve, quién pretende ser.
Los historiadores suelen oscilar entre contentarse con eso -es decir, con lo que algunos hombres, políticos por lo general, a veces otros historiadores- han dicho, o bien atenerse a una especie de behaviorismo de los hechos, sin interpretación, con lo cual se quedan a la puerta de la historia, sin entrar en ella. En tiempos recientes esta tendencia se ha acentuado hasta el extremo de reducirse a datos estadísticos, sin narración alguna, y hasta con eliminación de los nombres propios, sin darse cuenta de que ello es tan interpretación como otra cualquiera, con la diferencia de que no se intenta siquiera justificar.
Una de las dificultades mayores es que la historia de España ha solido hacerse -y desde luego por los propios españoles- desde el punto de vista de otros países europeos, con una óptica que podría ser adecuada para entenderlos -y sobre esto mismo habría mucho que decir-, pero no para comprender la realidad española. Buena parte de la impresión de “extrañeza” que España ha provocado viene de ahí, como cuando se encuentra que un pez es extrañísimo hasta que se cae en la cuenta de que no es un pez sino un pájaro.
Esta idea me ha asediado durante muchos años. Al leer la mayor parte de lo que se ha escrito sobre nuestro país casi siempre he sentido una sensación de inadecuación, de desajuste; si se quiere una imagen visual, de desenfoque; en cambio, alguna que otra vez me ha parecido ver una súbita iluminación, como un relámpago que permitía entrever la realidad de España.
He pensado que se trata de mirar esa realidad desde dentro, sin ejercer violencia sobre ella; de abandonarse a sus líneas reales, a sus transformaciones. Se me impuso, sin buscarlo, un título: España inteligible; algo que parece un desafío, a contrapelo de lo que se suele pensar. Tenía la impresión de que basta con mirar fielmente la realidad española, sin dar por supuesto que es como al de Francia, Alemania o Inglaterra, sin declararla anormal e incomprensible si resulta no ser así para empezar a entender. Pero eso, mirar de esa manera, acaso es más difícil de lo que parece y requiere ensayar una óptica cuya teoría apenas está elaborada.
Hace siete u ocho años empecé a escribir un libro con ese título. Pocas páginas había redactado cuando las vicisitudes de mi vida privada me hicieron imposible continuarlo. Precisamente por entonces se iniciaba una fase de nuestra historia que reclamaba con mayor urgencia tener en claro lo que hemos sido, lo que somos., lo que podemos ser, lo que tenemos que ser -si queremos ser nosotros mismos. Vale la pena intentar dar razón de España; y esa razón no puede ser más que razón histórica.
La persistencia del proyecto originario (último epígrafe de la obra)
Me parece una exigencia de rigor intelectual enfrentarse con los problemas sin disimulos ni aplazarlos indefinidamente. Hace ya años, quizá por sentir que la vida no es ilimitada y que las preguntas necesarias reclaman respuesta, si es posible, o la comprobación de que no la tienen -al menos al alcance de quien pregunta- que propendo a intentar llegar a últimas cuentas con la realidad, a no detenerme antes de ellas y por supuesto a no escamotear las dificultades o rodearlas.
Este libro ha mostrado con insistencia como España se constituye animada por un proyecto histórico que es su identificación con el cristianismo, lo cual envolvía la afirmación de su condición europea y occidental. Ese ha sido el sentido de la sociedad española a lo largo de su historia, y sin él no se la puede entender. Hemos visto también que esto lleva a España a cometer un grave error: el de suponer, desde fines del siglo XV, que el que España sea cristiana permite suponer que todos los españoles deben ser cristianos, y que eso puede exigirse. Por causas que he estudiado en las páginas anteriores, ese proyecto se abandona progresivamente a lo largo del siglo XX, y los intentos de afirmarlo tienen un carácter polémico, negativo respecto del presente, y que recae, de una manera o de otra, en el viejo error. Se desliza en ellos la idea de que un español no cristiano no es verdaderamente español, o lo es menos. Esto parece inadmisible a los ojos de los hombres del siglo XX, para quienes es evidente que la fe religiosa no es exigible -los cristianos deberían tener siempre presente que es una gracia-, y que es un hecho que muchos españoles no son cristianos.
¿Quiere esto decir que lo que ha sido el proyecto histórico de España no tiene ya validez, que ha desaparecido? ¿No significaría esto una ruptura de la continuidad histórica, de manera que estaríamos no en una sociedad distinta sino en otra sociedad que la que fue España entre el siglo VI y el XVIII? Piénsese en la situación actual de los pueblos islámicos. Sea cualquiera la actitud religiosa personal de los individuos -y hay gran variedad entre ellos- se considera que están definidos por el Islam, que este es parte esencial de su realidad, que sin él no se los puede comprender. Algo análogo deberíamos pensar de los pueblos occidentales respecto a sus tres raíces capitales: la razón teórica de origen helénico, el sentido de la autoridad y el mando según derecho, acido de Roma, la visión judeocristiana de un Dios personal, padre de los hombres y con quien cabe una relación personal y filial. En todo caso, por mucho que pueda haber variado la actitud de los individuos, los pueblos de Occidente no se pueden comprender sin esos principios constitutivos; se puede discrepar de ellos, pero esa misma discrepancia se hace sobre el torso de la figura humana trazada por su conjunto. Aun en el caso hipotético de que ningún europeo, ningún occidental se adhiriese personalmente a ellas, Europa y el Occidente no serían inteligibles más que a su luz, y no podrían proyectar su futuro sin contar con lo que había sido su condición.
En el caso de España, lo que se refiere a las raíces griega y romana es válido como para los demás países europeos; pero en lo que concierne al cristianismo la situación es mucho más aguda. Hemos visto cómo los demás países europeos eran cristianos pero no consistían en ello. -su actitud en los países descubiertos y colonizados muestra la diferencia-; España se había definido, a lo largo de la Reconquista, identificándose -en lo religioso y en lo temporal e histórico- con el cristianismo y la cristiandad a la vez, y ello se prolonga después de la unidad nacional durante los tres siglos siguientes.
A la pregunta de si es inteligible España sin el cristianismo habría que responder que no; pero esto no quiere decir que los españoles sean forzosamente cristianos, ni siquiera que el proyecto histórico de España, en el presente que anticipa el futuro, se identifique con el cristianismo. Esta es la gran dificultad que no se puede soslayar; la ausencia de una respuesta satisfactoria ha perturbado la proyección histórica, ha introducido la ambigüedad en la manera de sentirse los españoles, ha paralizado o desvirtuado las trayectorias españolas durante casi doscientos años.
Dejando de lado por el momento el cristianismo volvamos los ojos a as otras dimensiones de la herencia europea. La interpretación de lo real, y en particular del hombre, que la caracteriza se deriva de la razón, de origen griego, que ha hecho posibles la filosofía de la ciencia y también la técnica científica, hoy de vigencia universal. Añádase a esto la idea del derecho, de que el hombre es titular de ellos, ciudadanos, y que el poder es primariamente autoridad. Esto quiere decir una interpretación personal del hombre, capaz de entender la realidad, autor y responsable de sus actos, libre, obligado a elegir en cada momento porque su vida no le es dada hecha y tiene que hacerla con las cosas; que tiene que justificar su elección, por lo menos ante sí mismo, y para ello tiene que pensar o razonar; que, por consiguiente, es bueno o malo, no determinado por un sistema de instintos sino por una decisión suya y motivada; que puede ser feliz o infeliz, y pretende la felicidad aunque no sea accesible; que quiere seguir viviendo indefinidamente, sin renunciar a proyectar.
Cuando digo que esta es la interpretación personal del hombre no es menester volcar en esta expresión las diversas teorías sobre la persona; se trata de algo mucho más elemental y por tanto más importante, que afecta a todos los hombres y no sólo a los intelectuales, a los dedicados al pensamiento teórico: la distinción inmediata, viva en el uso de la lengua, entre qué y quién (algo y alguien, nada y nadie). Nadie confunde estos términos, nadie pregunta ¿qué? cuando se trata de un hombre, que no es vivido como “algo” sino como alguien corporal. En esta visión consiste Europa, y por obra suya el conjunto de Occidente. Y es puramente intelectual, derivada del ejercicio de la razón.
Ahora bien, la interpretación cristiana coincide literalmente, desde una perspectiva religiosa, con esa visión de la realidad a la cual añade otros rasgos derivados de la revelación: ese hombre ha sido creado por un acto de amor efusivo de Dios, a su imagen y semejanza, como imagen finita de la infinitud, siempre haciéndose y nunca concluso o perfecto. Y ese hombre llama Padre a Dios y por ello ve a los demás hombres como hermanos. Finalmente, al carácter irreal, más que natural, proyectivo, futurizo, que el pensamiento racional descubre, el cristianismo agrega la condición sobrenatural, la participación en la vida divina, la proyección de esta vida hacia la otra, perdurable. De hecho, ha sido la religión cristiana la que ha hecho participar a millones de hombres, durante dos milenios, de esa visión de lo real, y en particular de la humana, en que va inclusa la interpretación más honda del pensamiento creador de Occidente.
Pues bien, hay un momento -dentro de un largo periodo, por etapas, según cuestiones y países- en que se inicia en Europa un movimiento de regresión, de simplificación y de primitivismo. Esto se hace en nombre de la ciencia, pero no por sus grandes creadores (Galileo, Kepler, Descartes, Leibniz, Newton) sino por los que la reciben y no suelen poseerla bien. Se vuelve a la prehistoria, se interpreta al hombre como “algo” (y no alguien), como cosa y no persona, como un organismo formado por azar y necesidad, sin libertad ni sentido. Una cosa, por supuesto, destinada a perecer, sin esperanza ni horizonte de perduración: no seguirán viviendo ni cada uno ni para cada uno los demás.
Esta manera de ver las cosas, que anula la inmensa creación del pensamiento occidental, se ha deslizado insidiosamente en la mente europea desde el siglo XVIII, y cada vez con mayores recursos y deliberación en los siguientes. Esta ha sido la gran desviación de Europa, admitida parcialmente por los europeos, hoy por muchos occidentales. Si consideramos las trayectorias seguidas históricamente por los diferentes países, ¿no sería legítimo considerar que una porción de Europa ha caído en una tentación de inautenticidad y empobrecimiento, de primitivismo y retroceso, de recaída en formas incomparablemente más toscas e injustificadas que las que había alcanzado hacía mucho tiempo? ¿No estaría justificada una actitud de repulsa de España, que por haberse identificado con el cristianismo se negaba a renunciar a la interpretación personal de la realidad que la fe religiosa llevaba dentro?
Hay que advertir que cuando España se encuentra realmente en presencia del pensamiento europeo, a mediados del siglo XVIII, este es muy poco creador y ha sucumbido a esa degradación, trivialización y desvirtuación que acabo de señalar. Parece justificado que, con todas sus deficiencias intelectuales, España se sintiera más cerca de la verdad -sobre todo de las verdades decisivas- que la superficie cultural de Europa.
Lo grave es que, más tarde y más a destiempo, España acaba por incorporarse a esa “nueva” visión regresiva de la realidad. Nunca del todo, siempre con fuerte resistencia y sin la suficiente claridad. De ahí la desorientación, el desorden mental que caracteriza a España en el siglo XIX y que desembocará en el desorden práctico, en el de la convivencia. La tendencia a la imitación, cuando pierde la confianza en sí misma, cuando acepta la descalificación exterior y la hace suya, la lleva a tomar lo inferior como superior, lo regresivo como “progreso”.
Pero por una fortuna en que el azar no tiene demasiado que hacer, en la España del siglo XX se han dado los pasos más innovadores y fecundos para comprender, justificar, llevar adelante el núcleo interpretativo de la realidad que ha sido la gran creación de Occidente, la que ha asegurado su superioridad histórica durante tantos siglos. El pensamiento español no ha renunciado a las verdades laboriosamente descubiertas desde Grecia hasta la Edad Moderna; las ha puesto a prueba, depurado y justificado, considerado a una nueva luz, con métodos adecuados, y las ha hecho avanzar e intensificarse, marcando un punto de inflexión en la historia del pensamiento, es decir, el comienzo de una nueva época.
España puede ser o no cristiana, por supuesto los españoles lo son o no; pero el núcleo históricamente fecundo de lo que ha sido desde los orígenes el proyecto generador de España, la identificación con el cristianismo, pervive aun independientemente de la religión. La originalidad española en la esfera del pensamiento es coherente con la manera como los españoles, desde que empezaron a serlo, se han entendido a sí mismos; en otros término, con la historia de España en su integridad, despojada de adherencias, tentaciones, desmayos y errores. La España que pudo ser, la que se hubiera mantenido a la altura de sus exigencias, sin degradaciones ni caídas, coincide con la España que podrá ser si no renuncia a lo más propio y creador, a lo que constituye lo más valioso y original que ha aportado al mundo.
Para España, el hombre ha sido siempre persona; su relación con el Otro (moro o judío en la Edad Media, indio americano después) ha sido personal; ha entendido que la vida es misión y por eso la ha puesto al servicio de una empresa transpersonal; ha evitado, quizá hasta el exceso, el utilitarismo que suele llevar a una visión del hombre como cosa; ha tenido un sentido de la convivencia interpersonal y no gregaria, se ha resistido a subordinar el hombre a la maquinaria del Estado; ha sentido la vida como inseguridad, no ha creído que su justificación sea el éxito: por eso la ha vivido como aventura y ha sentido simpatía por los vencidos. La obra en que lo español se ha expresado con mayor intensidad y pureza, la de Cervantes, respira esta manera de ver las cosas.
Si se prolongan esos proyectos, si se los pone a la altura del tiempo, liberados de la ganga que las impurezas de la historia han ido depositando en ellos, si se los interpreta y formula con rigor intelectual, se encuentra lo más fecundo del pensamiento español de nuestro tiempo. En él se puede ver la clave, más luminosa que nunca, de lo que podría ser la continuación innovadora del más que milenario proyecto histórico de España.