Francisco de Quevedo Villegas es una de las grandes figuras de la literatura española. Nacido en el seno de la nobleza cortesana, participó en política y fue testigo de una época desgraciada para España. Aspectos de amargura y pesimismo que refleja en sus obras: “En cuanto a mi España, no puedo hablar sin dolor.”
La valentía de su actitud crítica le ocasionó sinsabores varios, incluso la pena de cárcel.
Su fisonomía desgarbada y risible no mermó un ápice su prestigio público. Era tanta su inteligencia y tanto su ingenio, mordaz y gracioso, que su lenguaje pudo con todas las burlas, venciendo a cuantos burladores le incitaban. Fue denominado ‘El ingenio de la corte’, forjándose en torno a él una leyenda de profesional de la bufonada, de la sátira y del chiste obsceno, que ha perdurado hasta hoy principalmente en la esfera popular.
Junto a Baltasar Gracián, otro extraordinario escritor del Siglo de Oro, Quevedo es el máximo exponente del conceptismo, una de las dos corrientes literarias barrocas, enfrentada al culteranismo o gongorismo.
Novelista, poeta, tratadista y crítico; moralista y filósofo; humorista y escritor erótico, posiblemente no exista en la feraz literatura española otro autor que a él se compare en cuanto a riqueza léxica, a imaginación expresiva y a elaboración artística; siendo, además, una de las figuras estelares en la literatura universal. Quevedo es, ante todo, el creador de un lenguaje nuevo, personal e inimitable., con un estilo extraordinario lleno de contrastes, troquelado hasta el infinito entre conceptos, derivaciones y combinaciones que convierten la lectura de sus obras en un continuo encanto y sobresalto.
Dentro de su compleja y variada producción, destacan su poesía y sus obras satíricas. Como poeta, es autor de un conjunto de sonetos incomparables cuyos temas son el paso del tiempo y el sentimiento de la muerte, la preocupación política por España, pero también la exaltación de su historia y lengua, y el amor; como escritor satírico, ofrece la más compleja galería de tipos y costumbres de la época.
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Preámbulo a una edición de sus obras festivas y satíricas
(Dedicatoria)
A ninguna persona de todas cuantas Dios creó en el mundo
Habiendo considerado que todos dedican sus libros con dos fines, que pocas veces se apartan: el uno, de que la tal persona ayude para la impresión con su bendita limosna; el otro, de que ampare la obre de los murmuradores; y considerando (por haber sido yo murmurador muchos años) que esto no sirve sino de tener dos de quien murmurar: del necio, que se persuade que hay autoridad de que los maldicientes hagan caso; y del presumido, que paga con su dinero esta lisonja; me he determinado a escribirlo a troche y moche, y a dedicarle a tontas y a locas, y suceda lo que sucediere.
Quien lo compra (el libro) y murmura, primero hace burla de sí, que gastó mal el dinero, que del autor, que se lo hizo gastar mal. Y digan y hagan lo que quisieren los mecenas, que como nunca los he visto andar a cachetes con los murmuradores sobre si dijo o no dijo, y los veo muy pacíficos de amparo, desmentidos de todas las calumnias que hacen a sus encomendados, sin acordarse del libro del duelo, más he querido atreverme que engañarme.
Hagan todos lo que quisieren de mi libro, pues yo he dicho lo que he querido de todos. A Dios, Mecenas, que me despido de dedicatoria.
Yo.
A los que han leído, y leyeren
Yo escribí con ingenio facinoroso en los hervores de la niñez, más ha de veinte y cuatro años, los que llamaron sueños míos, y, precipitado, les puse nombres más escandalosos que propios.
Admítaseme por disculpa que la sazón de mi vida era por entonces más propia del ímpetu que de la consideración. Tuve facilidad en dar traslados a los amigos, mas no me falto cordura para conocer que en la forma que estaban no eran sufribles a la imprenta; y así, los dejé con desprecio.
Cuando por la ganancia que se prometieron de lo sabroso de aquellas agudezas, sin enmienda ni mejora, algunos mercaderes extranjeros las pusieron en la publicidad de la imprenta, sacándome en las canas lo que atropellé antes del primero bozo; y no sólo publicaron aquellos escritos sin lima ni censura, de que necesitaban, antes añadieron a mi nombre tratados ajenos, añadiendo en unos y dejando en otros muchas cosas considerables. Yo, que me vi padecer no únicamente mis descuidos, sino las malicias ajenas, doctrinado del escándalo que se recibía de ver mezcladas veras y burlas, he desagraviado mi opinión y sacado estas manchas a mis escritos, para darlos bien corregidos, no con menos gracia sino con gracia más decente, pues quitar lo que ofende no es disminuir sino desembarazar lo que agrada.
Y porque no padezcan las demasías del hurto que han padecido los demás papeles, saco de nuevo aquellos —la Culta latiniparda y el Cuento de cuentos— en que se agotan las imaginaciones que han embarazado mi tiempo. Tanto ha podido el miedo de los impresores, que me ha quitado el gusto que yo tenía de divulgar estas cosas, que me dejan ocupado en su disculpa, y con obligación a la penitencia de haberlas escrito.
Si vuesa merced, señor lector, que me compró facinoroso, no me compra modesto, confesaré que sólo le agradan los delitos y que únicamente le son gustosos discursos malhechores.
Francisco de Quevedo y Villegas
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Nacido en Madrid el año 1580, estudió letras en los jesuitas de la capital y lenguas clásicas y filosofía en Alcalá de Henares entre 1596 y 1600. También se licenció en Artes y se matriculó en Teología, periodo que le trasladó a Valladolid, donde inició estudios de Patrología.
Es en Valladolid donde se da a conocer como poeta, mientras ha sido por favor empleado en la corte avalado por el duque de Lerma.
En 1605 comienzan a aparecer sus composiciones y al cabo, admirado dentro y fuera de España, traba amistad con Góngora y Cervantes.
En 1606 vuelve a Madrid, y allí desarrolla su talento y su carácter.
Llamado por el poder político, en el que llegó a ejercitarse, viajó a Sicilia en 1613 con su protector el duque de Osuna. Relación enfriada con el paso del tiempo y las desavenencias personales, lo que no obstó para que la pluma de Quevedo le dedicara escritos laudatorios, a la par que el rey Felipe III lo acogía en su séquito como poeta secretario.
Vicisitudes de la alta política sacudieron a Quevedo del privilegio a la prisión, y del aislamiento creativo a la búsqueda de remedio a una salud quebrantada que acabó con su vida en 1645, en casa del humanista Bartolomé Jiménez Patón en la manchega Villanueva de los Infantes.
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La maestría de Francisco de Quevedo en el uso de la lengua se aguza para fustigar con la sátira. Sirva como muestra completa de tal menester su obra Sueños, que son cinco piezas o vástagos del mismo prodigioso ingenio, donde desfilan condenados de todos los oficios y estados, servidores de la vanidad, la hipocresía y la locura, como bien describe la catedrática en Filología Hispánica Rosa Navarro.
El primer sueño se titula Sueño del juicio final, en el que resucitan los muertos y tiene lugar el juicio de los hombres. Vemos a filósofos que ocupan “sus entendimientos en hacer silogismos contra su salvación”, a poetas “que de puro locos querían hacer creer a Dios que era Júpiter y que por él decían ellos todas las cosas”.
El segundo sueño se titula El alguacil endemoniado, donde el demonio que posee al alguacil narra las verdades que escuchan el autor y un clérigo calabrés que le acompaña. En este sueño también habla de las mujeres satirizadas por la misoginia quevedesca, entre las que una, vieja ella, “se quejaba de dolor de muelas porque pensasen que las tenía; y con tener ya amortajadas las sienes con la sábana blanca de sus canas y arada la frente, huía de los ratones y traía galas, pensando agradarnos a nosotros”.
El tercer sueño lleva por título El sueño del infierno, en el que contemplamos a grupos de pecadores, de todos los oficios que imaginar se quiera, para conocer de cada uno su pasada conducta. Dice de los poetas un diablo: “¡Pues que es verlos cargados de pradicos de esmeraldas, de cabellos de oro, de perlas de la mañana, de fuentes de cristal, sin hallar sobre todo esto dinero para una camisa ni sobre su ingenio!” La caricatura, que al cabo es sátira, más o menos amable, en mayor o menor medida gozosa, según entienda el criterio particular del lector, se une a la reflexión moral y a los juegos de voces que labran la lengua para perfilar los tipos; así un diablo desmiente a los que aseguran que su muerte fue repentina: “¿Cómo puede morir de repente quien desde que nace ve que va corriendo por la vida y lleva consigo la muerte?”
El cuarto sueño se titula El mundo por de dentro, recorrido por un remedo de ciudad, villa o pueblo, cuya calle mayor, la que camina el autor, y el resto quiera o no, es la hipocresía.
El quinto y último de los sueños se titula El sueño de la muerte, en el que, vencido por el desengaño, el autor queda dormido, como en la primera pieza del gran retablo, y con el sueño dominando verá otro desfile, aquí el que forma la comitiva de la muerte. Oímos hablar a los muertos, veremos geniales retratos: “Parecían azudas en conversación, cuya música era peor que la de órganos destemplados. Unos hablaban de hilván, otros a borbotones, otros a chorretadas; otros, habladorísimos, hablan a cántaros”. En otra escena sigue la sátira de los personajes, que en vida fueron poco, nada, imaginación o mucho: “Éstos me dijeron que eran habladores diluvios, sin escampar de día ni de noche”.
Quevedo publica los Sueños en 1631, con el indicador título de Juguetes de la niñez y travesuras del ingenio.
Este desglose de crítica seguida de juicio, personal e inapelable, impedida la viceversa, que son los Sueños, culmina en la no menos genial fantasía moral titulada La hora de todos y la fortuna con seso, fechada en 1650. Relato de la “hora” en la que el dios Júpiter decreta “se hallen de repente todos los hombres con lo que cada uno merece”. Personajes que oscilan de rufianes a reyes, de letrados a magos y alquimistas, de taberneros a pretendientes y de dueñas a alcahuetas. Vemos una galería expresionista de tipos, “un enjambre de treinta y dos pretendientes de un oficio, aguardando a hablarle al señor que había de proveerle. Cada uno hallaba en sí tantos méritos como faltas en los demás”. El mundo queda construido al revés; los cuadros con las figuras se enmarcan por dos escenas en el Olimpo: una asamblea inicial y un banquete póstumo de dioses insubordinados. Caricatura de los olímpicos, con Marte y Venus en representación, que muestra los contrastes y las desavenencias tan similares a las de los mortales, y con idéntico desarrollo: “Enfadados Venus y marte de la gravedad del tono y de las veras de la letra, él con dos tejuelas arrojó fuera de la nuez una jácara aburdelada de quejidos; y Venus, aullando de dedos con castañetones de chasquido, se desgobernó en un rastreado, salpicando de cosquillas con sus bullicios los corazones de los dioses”.
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Sinopsis de Vida del buscón llamado don Pablos
Novela.
En Segovia, el pequeño Pablos, hijo de un barbero ladrón y de una bruja, asiste a la escuela en medio de la hostilidad de sus compañeros, que le echan en cara las fechorías de sus padres. En esta ciudad se hace amigo y luego criado de don Diego, hijo del caballero don Alonso Coronel de Zúñiga.
Juntos también frecuentan la universidad de Alcalá, lugar de estudio de don Diego y donde Pablos, en su condición, es el blanco de bromas pesadas.
Tras las muchas mortificaciones, se acaba convirtiendo él en maestro de burlas, fullerías y perfidias. Mientras, su padre es ahorcado y su madre encarcelada por delitos varios. Y para colmo de desdichas, se ve obligado a separarse de su amigo Diego.
Deambulando en viaje de peripecia recala en Madrid, y aquí ingresa en una cofradía de pícaros que vive de amaños. En esta nueva vida, que es vieja, fomenta la amistad de del hidalgo don Toribio.
A punto de casarse dos veces y otras tantas encarcelado, ora pidiendo limosna ora en compañía de un grupo de cómicos, pasa de Tolosa a Sevilla, y desde la ciudad hispalense embarca para las Indias en busca de mejor vida y fortuna.