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Jeromín. Don Juan de Austria

En febrero de 1547 nació Jerónimo, el hijo bastardo del emperador Carlos I y la joven alemana Bárbara von Blomberg. Y este inicio en la vida de una persona también podría haber sido la principal reseña de una historia casi anónima, desde luego intrascendente, a la espera de la fecha de su defunción sentida por los deudos.
    Jerónimo, hijo bastardo de Carlos I y de una madre dada a los excesos, fue confiado por deseo expreso del emperador, hombre celoso de su sangre, a su Mayordomo Real, Luis de Quijada; pero antes, al cumplir tres años, y tras un periplo inicial metido en brumas, quedó al cuidado en Leganés del músico de la corte Francisco de Massy y su esposa Ana de Medina, una breve etapa al fallecer el improvisado tutor. Siguió humilde la existencia de Jerónimo, aunque vigilada por los muchos ojos de su padre; y con siete años, ahora sí, el emperador consideró llegado el momento de Luis de Quijada y su esposa, Margarita de Ulloa, quienes dieron cuenta de su nueva y gran responsabilidad, enmarcada en precisas instrucciones para la educación del vástago Jeromín, en el castillo de su propiedad en la localidad vallisoletana de Villagarcía de Campos.
    Ni cariño ni eficiente plantel de instructores faltaron al niño, de tal manera que a no tardar adquirió destreza en matemáticas, retórica e historia, además de lucir con el caballo y la espada, y destacar en las artes militares de la estrategia y la táctica.
    Varias fueron las ocasiones que Jeromín, todavía sin cumplir los doce años, visitó a su padre, ignorante él de la relación, en el monasterio de Yuste. Hasta la muerte de Carlos I no supo Jerónimo que parentesco le unía a él, puesto que el emperador no lo reconoció en vida, misión encomendada a su hijo y heredero Felipe II, quien publicó el lazo sanguíneo de Jerónimo con la casa de Austria, hecho que cambió definitivamente su vida. Hasta el nombre le cambió, pasando a llamarse Don Juan de Austria, incorporado a la Casa Real con los derechos inherentes y el tratamiento de Infante de Castilla. Fijo su residencia en el Palacio de Rivadavia, en Valladolid, acompañado y querido por sus tutores anteriormente designados y los preceptores en latín, Guillén Prieto, el capellán García de Morales en artes y humanidades, y en el manejo de las armas el escudero real Juan Galarza; Juan casará a la perfección con el modelo de caballero español del XVI: culto, devoto, galante y guerrero valiente.

A partir de 1559 Juan participó activamente de la vida en la corte, y su hermano, el rey Felipe II, lo situó entre la elite integrándolo en la Orden del Toisón de Oro; pero con la limitación de no ascender en el rango de titulaciones de excelencia a alteza, una reivindicación continua de Juan a la que se hizo oídos sordos.
    No obstante, a Juan se le vinculó en trato y estudios en la Universidad de Alcalá de Henares con personalidades como el heredero Don Carlos y el futuro general Alejandro Farnesio, a su vez hijo natural de Carlos I y de Margarita de Parma, con lo que era sobrino de Juan. El deseo de Felipe II de inclinar hacia el sacerdocio a Juan quedó prontamente trunca do, pues éste, y a lo largo de toda su vida, gozó de la compañía femenina en múltiples y efímeras conquistas.
El asedio de Malta llevado a cabo por los otomanos impulsó en Juan la vocación militar, aunque a sus dieciocho años no pudo participar en la campaña de liberación de la isla por más empeño que puso.
    Hasta que llegó su oportunidad de incorporarse a la actividad de la milicia, vivió esta nueva etapa cortesana aportando un hijo de su relación con María de Mendoza, y preparándose para su destino que le fue confiado por su augusto hermano al nombrarlo en 1568 Capitán General del Mar, con mando pleno sobre la Armada del Mediterráneo, la comprometida con el cierre de vías de penetración a los islamistas; siendo su segundo, el vicealmirante Luis de Requesens, veterano en las lides bélicas, que acompañará a Don Juan hasta las fechas de Lepanto. Uno de sus principales asesores a bordo fue el afamado Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz; Requesens y Bazán eran dos personajes sobresalientes, excelentes militares y valerosos políticos.
    Pero la primera operación de relevancia que le fue confiada por el rey Felipe II tuvo lugar en tierra firme. La llamada Rebelión de las Alpujarras, también Guerra de las Alpujarras, acaecida en territorio del antiguo Reino de Granada, protagonizada por 25.000 de los moriscos allí residentes, supuso una verdadera guerra que bautizó con fuego a Don Juan, demostrándole lo que era enfrentarse a un enemigo dispuesto a todo y, por descontado, a matar antes que a rendirse o morir, y lo que era perder a un amigo cual su protector Luis de Quijada; amargo trance del que salió curtido para los acontecimientos posteriores.

Sofocada la revuelta fue nombrado Generalísimo de la Armada aliada que componía la Liga Santa, auspiciado por Felipe II y el papa Pío V, creada para enfrentar el peligro que suponía el imperio otomano. En esta importante misión, tanto militar como diplomática, Don Juan confirmó sus dotes estratégicas en combate y política, siempre ayudado por el prestigioso Álvaro de Bazán.
El encumbramiento de Don Juan, y su definitivo pase a la historia, le llegó con la batalla de Lepanto, el 7 de octubre de 1571. Contaba veinticuatro años y en él puso todas sus esperanzas de victoria contra la expansión otomana la cristiandad y, en primer término, su hermano Felipe II.
    Reseñada en un artículo monográfico, la batalla de Lepanto permitió a Don Juan demostrar sus dotes de mando y lo acertado de sus decisiones tácticas y estratégicas, además de resaltar su carisma y extraordinario valor en el enfrentamiento a bordo de la nave Real, capitana de la Liga Santa con la nave insignia enemiga, La Sultana.
    El triunfo de Lepanto se pronunció con sones laudatorios y una frase de Pío V que no pudo ser más expresiva: “Hubo un hombre querido de Dios llamado Juan”.

Juan de Austria. Obra de Alonso Sánchez Coello.

Imagen de en.wahooart.com

Esta etapa de su vida militar culminó brillantemente con la conquista de Túnez, acción emprendida desde la plaza fuerte de La Goleta, acaecida en el otoño de 1573.
En la primavera de 1576 accedió al deseo de su hermano de convertirse en gobernador de los Países Bajos, cargo militar a la par que diplomático. La misión resultaba peliaguda, pues la situación en Flandes movía a la preocupación. La política preferida de Felipe II no era la que Don Juan considerada apropiada para el momento que vivía el territorio; pero acató el mandato del monarca, ya cayendo en recelos que fomentaba el intrigante Antonio Pérez, a la sazón su secretario y hombre poderoso en la corte y en los manejos palaciegos, y firmó la Pacificación de Gante, un intento diplomático de poco recorrido.
    Los partidarios de Guillermo de Orange seguían alentando las insurrecciones, y Antonio Pérez las intrigas. A pesar de ambos polos de conflicto, Don Juan logró la victoria de Namur, tomando la fortaleza, un episodio que sumaba en favor de España junto a la victoria de Gembloux protagonizada por los Tercios viejos mandados por Alejandro Farnesio.

Pero atacado por el tifus, contraído en Namur el verano de 1578, infección que se añadía a precedentes dolencias intestinales y que desembocaron en una peritonitis, le produjo la muerte el 1 de octubre de 1578, a los 32 años de edad, en el campamento del Tercio de Lope de Figueroa. En tal fecha desaparecía de la faz de la Tierra no de los grandes caudillos militares del siglo XVI.
    Juan de Austria fue enterrado con todos los honores en el monasterio de El Escorial; una hermosa escultura representa al vencedor de las Alpujarras, Lepanto, Túnez y Flandes que libró indemne sus combates salvo contra la enfermedad.


Artículos complementarios

    Carlos I

    Felipe II

     La batalla de Lepanto

     Cartas a Juan de Austria de Felipe II y el duque de Alba

     Álvaro de Bazán

     Monasterio de El Escorial

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