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Semblanza del Rey Felipe II

Príncipe del Renacimiento



Felipe II es símbolo de la hegemonía española en el mundo, iniciada por sus bisabuelos, los Reyes Católicos, y continuada por su padre, nieto de Fernando e Isabel, el emperador Carlos I. Con Felipe II España alcanza la cumbre de su gloria y resplandece en el mundo con un imperio donde no se pone el Sol; elogiado por los principales cronistas de su época, que no estaban a sueldo de los enemigos de España, al punto de reconocerlo como uno de los hombres más extraordinarios que jamás se sentaron en un trono en Europa, genuino príncipe del Renacimiento y un gran español.
    Es en esencia una persona de gustos refinados que aprecia, distingue y exige la obra bien hecha y la belleza donde sea posible sentirla. Prefiere rodearse de exquisitez y finura en ambientes cultos, eruditos e innovadores, amante de la naturaleza y las artes; tan solo intransigente con vehemencia en defensa de la religión católica y contra la ordinariez y la grosería, ya que se manifestaba siempre correcto en sus expresiones, elegante en sus formas, galante y suave, dictado en conciencia por un acendrado sentido del deber, la mesura y el respeto.
    Enamorado de la naturaleza en todas sus felices expresiones, manifiesta con sus obras la conservación de los bosques y los diseños ajardinados de magníficas dimensiones y especies. Como muestra extraordinaria de jardinería la del palacio de Aranjuez, nada menos que 34 kilómetros con miles de árboles y plantas nacionales e importados y amplias huertas con espacio para el cultivo de plantas medicinales, en una arquitectura amoldada a la naturaleza; y otros ejemplos de belleza y armonía son los palacetes de La Fuenfría, Galapagar, La Fresneda y Torrelodones, los palacios de Aceca y Vaciamadrid, y el monasterio de El Escorial, la obra magna de su reinado, con jardines famosos por sus fuentes, huertas, estanques y el jardín botánico. Reservando la última imagen de este capítulo al Palacio Real de Madrid, entonces Alcázar de Madrid, que a instancia de Felipe II, en las postrimerías de los años sesenta del siglo XVI, se convierte en la mayor y mejor residencia real de Europa, con unos espléndidos jardines anejos en el llamado Campo del Moro. Este amor por la naturaleza se extiende a la flora y a la fauna: Felipe II manda construir jardines en los lugares citados, además de en El Pardo y El Escorial, y zoológicos, parques de animales, en Aranjuez, los fosos del palacio de El Pardo y la Casa de Campo, de por sí una zona ajardinada cerca de la residencia real, en Madrid (la casa de las fieras).
    Aficionado en suma a las artes, principalmente a la arquitectura y la pintura; diestro en versificar y tañer la vihuela; estudioso de las ciencias y las letras clásicas y sagradas, interesado activamente en la bibliofilia y la mecánica. Era su cultura enciclopédica, valga el bien traído en su caso hombre del Renacimiento, e inagotable su ardor coleccionista. De hecho, Felipe II ostenta el preciado título de ser el único coleccionista de Jerónimo Bosch, El Bosco, de quien ordenó adquirir toda su producción disponible, que depositó en el monasterio de El Escorial, reservando significativos cuadros para sus aposentos; actualmente las pinturas se reparten entre el Museo del Prado y el monasterio. Respecto a la música y a la lectura, gustaba de acompañarse en los viajes de músicos y cantores y de libros; también de aves exótica y canoras.

De cuna humanista y culta le viene a Felipe II la pasión por el conocimiento y esa insaciable curiosidad que conduce sus aficiones y obras.
    La formación recibida le abrió a la naturaleza y, por tan atractiva puerta, al aprendizaje metafísico y espiritual del portentoso universo; acudiendo en cuerpo y alma más allá de la especulación filosófica habitual en las cortes renacentistas de su tiempo. Una formación esmerada y clásica que ya en su juventud lo convierte en un empedernido lector que suele en los libros dejar anotaciones y subrayados.
    Profundamente religioso y de manifiestas creencias místicas, en las que España descollaba en el orbe cristiano, fue amigo y protector de los místicos españoles de su siglo a los que conoció y comprendió: Ignacio de Loyola, Juan de la Cruz y Teresa de Jesús, posteriormente santos; llegó a intervenir ante el papa en 1577 para favorecer la reforma de la orden del Carmelo, y a la muerte de la santa hizo depositar los manuscritos originales de ella en El Escorial.

Como mandatario de un imperio y consciente de su destino, organizó la estructura administrativa propia de un Estado moderno, integrador y expansivo, con sus secretarías específicas y funcionales y catorce consejos. Hombre sabio y poco dado a los viajes lejanos, pero en absoluto recluido ni mental ni físicamente en su gabinete de trabajo, vivió abierto a la realidad humana, cultural y científica de su inmenso imperio hasta un grado asombroso por su capacidad de comprensión y por su impulso organizador y civilizador.
    Prioritariamente aseguró la paz en cada lugar de España y el goce libre y cuidado de los bienes personales. Su característica y evidenciada preocupación porque la justicia amparase eficazmente a sus súbditos fue acuñada por la frase: “Si no se me hace justicia me iré al Rey”, y los tribunales, turbados al escucharla, prestos atendían en legítima justicia. También tuvo mano dura para castigar las banderías de los nobles rurales. Por algo había sido educado para ejercer el poder total, en todos los ámbitos.
    Daba certero y firme precisas, y aun preciosas aunque imposibles, ordenanzas para las Obras Públicas, amén de intentar poner orden y cuidar la estética en las ciudades, así como crear una buena administración, ejemplar y decorosa, admirada por el resto de cortes europeas y cuerpos diplomáticos; para lo que la situación geográfica de Madrid servía adecuadamente. Ese era el motivo de su elección como sede capitalina, por completo alejado de aquellas venidas cortesanas que se avecindaban doquiera estuviera la corte para satisfacer ínfulas egoístas de cargo, prebenda, puesto y remuneración.
    Se impuso la regla de ser accesible a la gente, gustándole su trato (aunque para mejor enterarse de cuanto se opinaba, muchas veces caminaba enmascarado), callejeando cuanto podía con el oído atento y recibiendo memoriales con las primicias o sucedidos que tuvieran que contarle; eso sí, detestaba las multitudes y el culto a la personalidad, rasgos plenamente integrados en su modo de actuar y pensar. Estudioso de la historia y deudo de ella, a su juicio el gobernante ideal era Fernando el Católico, que supo compatibilizar la majestad con el ser asequible; a lo que debemos añadir una frase que incluye a Isabel, pues tanto monta. Monta tanto, sentenció Felipe II que “A él [Fernando] y a ellos [Isabel y Fernando] se lo debemos todo. El todo era una nación, una fe y un idioma, y adoraba esas tres realidades.
    Felipe II albergaba y difundía en sus actos el sentido de su misión histórica. Se consideraba “un humilde servidor de sus súbditos pues el pueblo no fue hecho por causa del príncipe, mas el príncipe instituido a instancias del pueblo”, escribe el Rey Prudente, apelativo del monarca, al amigo y virrey de Nápoles en 1558 Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, Gran Duque de Alba. Y no fue menor su obligación de justicia: abundaron los casos en su reinado en los que intervino para imponer su justicia, casi siempre en favor de los débiles. Tenía arraigado el deber moral de respetar las libertades personales y los fueros especiales de municipios y territorios de la Corona, pero sin que fuera lícito ni habitual el pasar del uso al abuso, ni que el desempeño de las imprescindibles y protegidas libertades supusiera desorden.
    Trabajador hasta la extenuación, con una salud precaria, cualquier asunto era convenientemente tratado en su gabinete, asumiendo la responsabilidad máxima en su manera de gobernar sin dejar cabos sueltos; bien rodeado de talento y diplomacia. Escribe de este regio proceder Antonio Cánovas del Castillo: “Felipe II era en sustancia un monarca moderno por sus hábitos y su talante, como fue su padre un monarca de tiempos todavía heroicos, el último de los príncipes paladines de la Edad Media, así como el primero de los príncipes que supo ser verdadero hombre de Estado en la moderna Europa”.

Admirador del arte y los artistas, respetuoso y favorecedor con ellos, Felipe II es el primer mecenas de Europa. A su muerte dejó trescientas pinturas importantes en el Alcázar de Madrid (el Palacio Real) y mil ciento cincuenta en el monasterio de El Escorial, muchas perdidas en incendios mientras que las conservadas constituyen parte importante del Museo del Prado y de las colecciones reales.
    Era sensible y atento, y le interesaba comprender la naturaleza cultural tanto de los creadores como de sus súbditos. Le incumbieron todos los aspectos del saber y la invención humana. Encargó la compra de miles de libros aquende y allende, ocupándose él mismo de la selección; asimismo de miles de reliquias que fueron depositadas en El Escorial. Dedicó prioridad a la ciencia, puesto por brillantes cabezas al tanto de todos los conocimientos e innovaciones dignas de mención y análisis; aficionado a la astrología, los horóscopos y la astronomía; vigilantemente ocupado en aprender lo concerniente al Nuevo Mundo, con encargos de estudios etnográficos, de geografía y recursos y colecciones de ciencias naturales.

Consciente de la importancia de las lenguas indígenas, conjuntamente el rey y los misioneros impulsaron la tarea conservadora y recopilatoria que posibilitó la redacción de las gramáticas y diccionarios de aproximadamente sesenta idiomas americanos. Para que ningún indígena precisara aprender español en su relación con la administraciones civil, de justicia o enseñanza, el rey ordenó que las Universidades tuvieran Departamentos de las lenguas indias mayoritarias. A su vez, los españoles con responsabilidades políticas y religiosas tuvieron que aprender los idiomas nativos o valerse de intérpretes.
    Las treinta y una Universidades fundadas por España entre 1538 (la primera en América fue la de Santo Domingo) y 1810 (en Caracas) fueron resultado de la política cultural iniciada por el Emperador Carlos I e impulsada definitivamente por su hijo Felipe II. A estos centros hay que añadir los Colegios universitarios que podían impartir grados académicos, y los seminarios y conventos con similares prerrogativas. La primera escuela popular la abrieron los franciscanos en 1502 (el primer alfabetizador del que se tiene noticia es fray Ramón Pané en 1493) y a partir de 1506 se dispusieron maestros. En 1513 se fundaron las primeras escuelas para hijos de notables y caciques. Ingente labor de enseñanza e integración en beneficio general.
    La segunda Universidad de Santo Domingo y las de México, Puebla, Quito y Lima correspondieron al reinado de Felipe II, acompañadas por numerosos Colegios Universitarios anejos; a lo que ha de sumarse los Estudios Generales que impulsó y financió regentados por franciscanos, agustinos, dominicos y jesuitas. La demografía y el mestizaje crecieron significativamente en el Nuevo Mundo, y absorbidas las clases dirigentes aztecas e incas, los eminentes imperios prehispánicos, se consiguió poner fin a las feroces guerras tribales y los sacrificios humanos rituales para fomentar la cultura irradiada desde los centros universitarios de estudios superiores que contaban con los mismos estatutos y facultades que las Universidades de Salamanca y Alcalá de Henares.
    Catorce imprentas vieron luz durante el reinado de Felipe II, incluida la primera en las islas Filipinas, de las cincuenta y dos que estableció el Imperio español mientras lo fue.
    Mandó recoger y ordenar, en aras a su preservación, todos los escritos antiguos dispersos por España, depositándolos en el gran archivo del castillo de Simancas; la compilación la realizó el historiador Luis Cabrera de Córdoba. También mandó confeccionar relaciones minuciosas de los descubrimientos, viajes y conquistas como memoria imperecedera de cuantos logros se alcanzaban. Y él mismo, de su puño y letra, contribuyó al conocimiento de su época con sus más de cinco mil cartas y escritos varios y sus miles de billetes, que son cartas breves, y notas. La biblioteca privada del rey, la mayor de Occidente, reunía a su muerte unos 30.000 libros de todas las ciencias conocidas en idiomas antiguos y modernos, unos 200 de temática mágica, hermética, astrológica y cabalística, junto a un número aproximado de 120 aparatos personales de todo tipo para la observación y medición de la naturaleza.
    Siempre hablando y escribiendo en español, su lengua y el idioma que convirtió en universal, indispensable, incluso de moda hasta en las soberbias Francia e Inglaterra.
Retrato de Felipe II por Antonio Moro (1557)
Imagen de elmundo.es

El reinado de Felipe II situó a España en la cima europea de la cultura. A las anteriores ciencias discursivas, aún vigentes, englobadas en el trívium y el quadrivium, se unieron en acelerado desarrollo las ciencias matemáticas, naturales y físico-químicas.
    El monarca fundó en Madrid la Academia de Ciencias y Matemáticas, a iniciativa compartida con Juan de Herrera, y dado entusiásticamente a las obras públicas, fomentó las grandes obras portuarias comerciales y defensivas en ultramar desde La Florida hasta la Patagonia y Manila. En otros ámbitos científicos de igual interés y utilidad, financió a historiadores, editores y científicos que describieron la variación magnética de la Tierra y los eclipses lunares; los ingenieros, exploradores y avezados marinos cartografiaron detalladamente el Imperio levantando relaciones topográficas, croquis y dibujos de sus ciudades y posesiones; los etnógrafos, geógrafos y físicos abordaron la descripción geodésica de España y las encuestas de población actualizadas, economía e historia, con suficientes e innovadores medios materiales e intelectuales; los arquitectos y urbanistas, al dictado de las ordenanzas del rey, trazaron ciudades en el Nuevo Mundo, en especial las capitales americanas, que en el presente han sido declaradas Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.
    El botánico Francisco Hernández, amigo y asesor del rey, viajó al Nuevo Mundo para durante cuatro años elaborar una completa e ilustrada obra en quince tomos con la descripción y clasificación de la botánica medicinal y de la fauna americana del Virreinato de Nueva España, obra ingente de clasificación y descripción a la que añadió un índice analítico y comparativo con las plantas entonces conocidas en Europa, además de referir pormenorizadamente las costumbres, leyes y ritos de los indios y las descripciones de tierras y lugares por sus climas; y un herbolario con plantas disecadas y dibujadas. Al hilo de esta labor educativa, en 1562 mandó a la Audiencia de Santa Fe en el Nuevo Reino de Granada que compilase didácticamente la historia y relaciones de los descubrimientos y conquistas de aquellas regiones remotas.
    En el monasterio de El Escorial se recogían los proyectos de toda clase y las obras concluidas en formato impreso para su conservación y ejemplo de acciones futuras.
Retrato de Felipe II por Tiziano (1551)
Imagen de museodelprado.es

Monasterio de El Escorial
El Monasterio de El Escorial es el símbolo de Felipe II y su reinado: la figura humana y los ideales del rey quedaron patentes en la arquitectura de la magna obra. La del conjunto arquitectónico es la plasmación del Renacimiento depurado con el estilo español de Juan de Herrera, llamado herreriano, idóneo para las dimensiones colosales.
    La perfección del diseño estriba en lo bien definidas de sus partes: palacio, museo, residencia de monjes, panteón real, jardines privados, la biblioteca. Diez años fueron menester para que una docta comisión formada por arquitectos, filósofos, matemáticos y médicos decidiera el lugar adecuado para su construcción, procurando la obra exacta e imperecedera: al pie del monte Abantos en la Sierra de Guadarrama. Pensada la residencia habitual para los frailes jerónimos.
    Buen organizador y director de grandes empresas, digno matemático y geómetra, Felipe II proyectaba la obra en su tablero con los planos de su maestro Honorato Juan; y una vez iniciados los trabajos propiamente dichos, se le veía subido a los andamios y observando la colocación de las esculturas. Se rodeó de los mejores talentos que profesionalmente destacaban en sus oficios, con independencia de su origen, residencia o patrimonio, a los que distinguió y apoyó de continuo. Por deseo expreso del monarca, fueron enterrados en la iglesia de san Bernabé de El Escorial los nobles y artífices de todas las naciones que trabajaron y murieron durante la construcción; además, desde el principio funcionaba en el monasterio un hospital con sesenta camas. Contaba el rey 36 años al comenzar la obra y 57 a la conclusión; pudo disfrutarla catorce.
    La biblioteca, que puede considerarse la joya más relumbrante entre los relumbros de las joyas que integraban el conjunto arquitectónico, en su origen estuvo compuesta por otras diversas, entre las principales la propia del rey; la del erudito Diego de Mendoza, conde de Tendilla, embajador en Venecia y Roma; la del humanista y arqueólogo Ambrosio de Morales; la del humanista, bibliófilo y cronista Juan Páez de Castro; la del humanista, erudito y políglota Benito Arias Montano; las de los arquitectos Juan Bautista de Toledo y Juan de Herrera; la del jurista y Consejero de Estado Julio Claro; y las bibliotecas de Antonio Agustino, arzobispo de Tarragona, y del obispo Pedro Ponce de León, ambas con originales latinos, griegos y árabes. A ellas se sumaba la biblioteca reservada de Felipe II, con los libros que ordenó retirar de la circulación para evitar escándalos y murmuraciones, también para preservarlos del daño y el olvido, y aquellos otros considerados personales, los más apreciados por él.
    Felipe II buscó y mandó buscar libros significativamente importantes por toda España y Europa, y aquellos libros y manuscritos relevantes escritos en árabe, persa o turco, convirtiendo la biblioteca de El Escorial en una de las más completas, si no la más completa, de la época renacentista.
Retrato de Felipe II por Juan Pantoja de la Cruz (1590)
Imagen de almendron.com


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