La primera expedición que recorrió el Gran Río de las Amazonas
El Imperio en América: La ruta del Amazonas
De enero a septiembre de 1542 en el Amazonas
Capitán de la primera expedición de hombres blancos que recorrió todo el curso del río Amazonas, Francisco de Orellana, natural de Trujillo, provincia de Cáceres, fue el primer explorador del Amazonas y el primer europeo que cruzó el continente sudamericano.
Desde muy joven, Francisco de Orellana se encontraba en América Central. Hacia 1535 se trasladaba a Perú para incorporarse al ejército de Francisco Pizarro y poco después pasó a Ecuador al servicio de Gonzalo Pizarro, hermano del anterior.
En 1537, una vez sofocada la rebelión del inca Manco Capac, Pizarro envió a Francisco de Orellana para que fuera el tercer fundador de Guayaquil, localidad costera del territorio ecuatoriano.
En 1539, Gonzalo Pizarro emprendía una expedición para conseguir atravesar la inmensa mole de los Andes buscando una región donde, según las noticias recogidas por los españoles, abundaba la canela. Orellana marchó en esa expedición como lugarteniente de Pizarro.
Tras la penosa travesía de la cordillera andina, en la que sucumbieron más de la mitad de los hombres y se agotaron las provisiones, Pizarro decidió que Orellana descendiera por el río Coca en busca de alimentos; era el año 1541.
Orellana se aprestó a cumplir el cometido “por servir a S. M. y por amor de mí” con 57 hombres armados con arcabuces y ballestas, prometiendo la vuelta en doce días. Partieron en un navío, el bergantín San Pedro, construido en un mes, y dos canoas improvisadas, lo más parecido a un bote, que la corriente arrastró hasta el río Napo, tributario del Amazonas. Sea porque la corriente, fuerte y peligrosa, le impidió regresar o bien porque impulsado por la ocasión, eligiera seguir adelante con el proyecto expedicionario aguas abajo, Orellana no volvió con los acampados ni a las órdenes de Gonzalo Pizarro, dejando que el curso del Napo y los acontecimientos le llevaran hasta el cauce del río Amazonas. Dada la imposibilidad de reunirse con Orellana, Pizarro puso rumbo a Quito.
La amargura y decepción de Gonzalo Pizarro, privado además del navío, le llevó a escribir al rey, respecto de Orellana: “Sin tener en cuenta lo que debía a los servicios de Vuestra Majestad, bajó por el río, dejando sólo señales y desbrozados que mostraban cómo habían bajado a tierra y se habían detenido en la confluencia de los ríos. De esta manera, exhibió hacia el conjunto de la fuerza expedicionaria la mayor crueldad mostrada nunca por los hombres impíos.”
Durante el descenso por el Amazonas, Orellana y sus hombres se enfrentaron a una naturaleza tan exuberante e ignota como hostil y a los ataques de los autóctonos de las zonas que surcaban. A causa de la creencia de que en una de las tribus que los recibió al modo beligerante había mujeres guerreras, el río fue denominado de las Amazonas o, escuetamente, Amazonas. Superando grandes peligros y toda suerte de adversidades, el día 26 de agosto de 1542 (depende del historiador la fecha se sitúa en septiembre), Francisco de Orellana alcanzó la desembocadura del río en el océano Atlántico. Llegaron a la isla de Cubagua, frente a la costa de las Perlas, todos menos once que murieron en las selvas amazónicas
De regreso a España, Orellana obtuvo la concesión del gobierno de las tierras descubiertas, a las que se bautizó con el nombre de Nueva Andalucía. Cuando fue a tomar posesión de ellas, ya investido como autoridad, fracasó en su intento de remontar el mítico Amazonas desde el Atlántico a los Andes, muriendo en el intento.
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Relato del fraile dominico Gaspar de Carvajal sobre los primeros días del descenso, miembro de la expedición de Orellana.
Según este clérigo, Orellana y sus hombres recorrieron 200 leguas en ocho días, padeciendo extremada hambre. Al octavo día oyeron el redoblar de unos tambores, y al día siguiente llegaron a un pueblo indio donde abundaba el alimento y los nativos les recibieron hospitalariamente. Orellana mandó entonces que cargasen canoas con víveres para llevarlos al campamento de Gonzalo; pero algunos de los expedicionarios declararon que era imposible volver a tiempo de socorrer a los hombres de Gonzalo, y, de acuerdo con ello, Orellana, después de haber ofrecido en vano grandes recompensas a los que se atrevieran a conducir las canoas con los víveres hasta el campamento, cedió de mala gana al deseo insistente de sus hombres de dirigirse aguas abajo al mar del Norte (el océano Atlántico).
Orellana no encontró comida durante más de 800 kilómetros de descenso del río Napo. Para entonces, él y sus 57 hombres estaban casi muertos de hambre: “Habíamos llegado a tan gran privación que no comíamos más que cuero, cinturones y las suelas de nuestros zapatos condimentadas con hierbas. Tan grande era nuestra debilidad que no podíamos estar de pie y algunos a gatas y otros con muletas iban al bosque a buscar algunas raíces para comer. Estaban como locos y carecían de sentido.” Esto cuenta el padre Carvajal.
Existe una petición fechada en 4 de enero de 1542, extendida por un notario y firmada por los “caballeros, Hidalgos y sacerdotes” de la compañía de Orellana, 49 en total, y a la cabeza la firma del fraile Carvajal. Pedían, en nombre de Dios y del rey, que Francisco de Orellana abandonase su propósito de reunirse con Gonzalo Pizarro ya que los marineros lo habían declarado imposible. Orellana accede a esta petición en una respuesta escrita fechada el mismo día, a condición de que permanecieran en aquel lugar dos o tres meses y construyeran un barco que pudiera servir a Gonzalo Pizarro si se les reunía allí, y, si no venía, la nave podía servirles a ellos.
El padre Carvajal, que fue el primero en firmar el requerimiento, alaba a un capitán como Orellana, cuyas magníficas dotes le permitieron navegar 3.000 millas por las aguas desconocidas y difíciles del Amazonas en dirección al océano Atlántico.
Fue un viaje terrible. A la deriva, río Napo abajo, entre espumas y barro, con los bosques lluviosos erigidos como acantilados en ambas orillas, la tripulación se sentía aislada y en constante peligro. En su debilitado estado, los hombres apenas podían remar para luchar contra la corriente. Los loros y otras aves chillaban desde los árboles y las voces de los monos araguatos recreaban un panorama fantasmal; enormes caimanes se deslizaban sigilosamente para derivar en la estela del navío; los capibaras gigantes se revolcaban en la orilla; en el agua sombría del fondo nadaban en círculo bandadas de pirañas. La piel de los hombres pronto estuvo hinchada y descolorida por las picaduras de los insectos que descendían en nubes sobre ellos. Pero la peor penalidad era el acoso de lamente a las propias acciones. El río hacia delante era totalmente desconocido; tras cada recodo podía aparecer una catarata o los rápidos. El 8 de enero de 1542, la tripulación del San Pedro escuchó el sonido de tambores que anunciaba por primera vez un asentamiento humano de los naturales de la zona con los que amistaron y gracias a los cuales sobrevivieron y pudieron continuar la travesía.
A medida que el navío se acercaba al Amazonas descendiendo el Napo, la anchura del río principal asombró a Orellana. Concluyó que la expedición se acercaba a la desembocadura del río en descenso por lo que era preciso disponer una nueva nave mayor: “Con el barco que estábamos utilizando, si a Dios le pareció bueno guiarnos hasta el mar, no podíamos seguir adelante hasta un lugar de rescate. Por esta razón se hizo necesario aplicar nuestro ingenio a la construcción de otro bergantín de mayor tonelaje.” La construcción del San Pedro había sido un hecho notable, pero lo fue aún más el que unas pocas decenas de soldados sin conocimientos de cómo armar un barco pudieran emprender su construcción en la selva. Cavaron pozos e hicieron fuelles de piel de ante para alimentar las llamas del fuego de carbón vegetal y forjaron dos mil clavos; luego hicieron tablas de maderas duras de los árboles de la zona. Al cabo de un mes tenían el segundo barco, llamado Victoria.
Cada vez que llegaban a un poblado amistoso la tripulación podía almacenar comida: tortugas, tapires, aves de caza y pescado; salaban y conservaban lo que podían pero aun así, en los largos tramos, se quedaban sin alimentos.
Mediado el mes de mayo las dos naves se acercaban a la confluencia del Amazonas con el Juruá, territorio que resultó enemigo: “Vimos que subían por el río muchísimas canoas, todas equipadas para la lucha, muy coloreadas y con escudos hechos de pieles de lagarto y concha y pellejos de manatíes y de tapires tan altos como hombres. Venían con gran estruendo, tocando muchos tambores y trompetas de madera, amenazándonos como si fueran a devorarnos.” Uniendo los dos bergantines en un frente sólido y continuo, los españoles hicieron retroceder a los asaltantes y consiguieron poner pie en tierra; pero tras volver del poblado con comida, los indios retornaron al ataque con fuerza: “Había más de dos mil indios y sólo diez españoles que tuvieron que trabajar mucho para defenderse.”
Fue la primera batalla como tal. El descenso prosiguió seguidos de canoas y amenazas; 1.600 kilómetros desde que dejaron el río Napo hasta dar con un lugar donde sentirse a salvo: “Los hombres, exhaustos, celebraron el triunfo deteniéndose tres días, descansando, regalándonos con un buen alojamiento y comiendo abundantemente.”
De nuevo en la ruta, Orellana divisó desde el puente grandes calzadas construidas en piedra que cortaban la jungla “como calzadas reales o mayores.” Entre el río Juruá y el mar, las riberas del Amazonas estaban profusamente pobladas de tribus cada vez más hostiles.
El 3 de junio, el Victoria y el San Pedro se vieron arrojadas a las corrientes del río Negro, que es el principal afluente del Amazonas y fluye durante 2.300 kilómetros hacia el Sur desde Colombia para unirse al río principal. Más adelante, los barcos pasaron por una confluencia de ríos donde “los indios eran más de 5.000, fuertes y armados, y empezaron a dispararnos y desafiarnos.”
El 24 de junio, los barcos doblaron una curva del río y se enfrascaron en una batalla que más tarde se hizo famosa en todo el mundo: la lucha de Orellana contra las mujeres amazonas. “Nosotros mismos las vimos luchando delante de los hombres indios y ellas luchaban con tanto valor que los indios no se atrevían a huir. Estas mujeres son muy blancas y altas y tienen el cabello muy largo, trenzado y enrollado sobre la cabeza, y son muy robustas y van desnudas pero con las partes íntimas cubiertas.”
En un alto de cincuenta días en una zona amistosa, los expedicionarios construyeron un navío mayor, y en agosto de 1542, siete meses después de la separación de Gonzalo Pizarro, llegaron al gran golfo que forma la desembocadura del río, al cual había pretendido en vano entrar por el Atlántico el famoso explorador Diego de Ordás. Las naves de Orellana llegaron poco a poco a la desembocadura cuando cayeron en otra emboscada india en la que le hirieron en un ojo. El viaje era ahora más azaroso. La madera flotante arrastrada por las mareas chocaba contra los barcos y los dañaba. Varias veces se vio obligado Orellana a varar los barcos para repararlos, pero las islas del estuario resultaros puertos peligrosos ya que estaban habitadas por caníbales que disparaban flechas venenosas; la punta de cada flecha estaba untada con el veneno mortal llamado curare, que es un espeso jarabe negro hecho con plantas venenosas. “Cuando vimos el veneno nos propusimos no desembarcar en un territorio determinado a menos que fuera absolutamente necesario.”
Una vez en el vasto estuario, Orellana con sus hombres se lanzó por mares desconocidos en los dos barcos fluviales por ellos construidos. Costeando hacia el Noroeste, al cabo de un mes de navegación desembarcaron en la isla de Cubagua, donde fueron bien recibidos por los pescadores de perlas españoles.
La amplitud de la desembocadura del Amazonas asombró a todos. “En conjunto, como vimos mirando hacia atrás, de un extremo a otro debe tener más de 50 leguas (una legua mide entre cinco y seis kilómetros). Envía al mar agua dulce a más de 25 leguas; ésta se alza y vuelve a caer seis o siete brazas.”
Orellana tuvo que luchar contra las grandes olas causadas por la marea que se atropellan desde el Atlántico, elevando el nivel del río hasta cinco metros Zarandeado por las olas y la madera a la deriva, el navío Victoria lentamente se aproximaba al mar, pero cuando ponían rumbo hacia una de las islas españolas del Caribe la tripulación perdió de vista al San Pedro al que horas después dieron por perdido. Pero el Victoria acabó atracando dos días después en el puerto de Nueva Cádiz, en Cubagua, y entonces descubrieron que el San Pedro había arribado allí antes, pues navegaba en paralelo sin ser visto.
Continuó el Victoria surcando la costa en solitario hasta hundirse por un error de cálculo junto a la isla de Trinidad, después de unas semanas atrapados por las traicioneras mareas: “Intentamos volver a salir a la mar, pero la salida es tan difícil que nos llevó siete días y durante ese tiempo nuestros compañeros no soltaron nunca los remos. Estuvimos muy cerca de quedarnos allí dentro para siempre.”
Tres meses más tarde, en diciembre de 1542, Orellana y una docena de sus hombres, camino de España, se detuvieron en Santo Domingo. Ya en España, Orellana persuadió a las autoridades de que su acción había sido recta y necesaria; de ahí su nombramiento como gobernador del territorio por él descubierto: “Publicando mayores cosas de las que vio, en busca de aquellas Amazonas que él nunca vido y pregonó por España.”
Volvió al delta del Amazonas con una buena escuadra y más de 400 soldados; pero en un desembarco en las islas de Cabo Verde perdió muchos de ellos por enfermedad y deserción. Con el resto llegó a una de las bocas del gran río donde murió, y también la mayoría de sus hombres. Los supervivientes retornaron a España en pésimo estado.
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Texto del padre Cristóbal de Acuña, historiador, que relata el encuentro de Francisco de Orellana con las amazonas, raza de mujeres-guerreras, que han dado nombre al gran río.
“Estas mujeres de costumbres masculinas viven en los grandes bosques y en altas montañas, y de entre éstas en las que sobresalen por encima de las demás y son, por consiguiente, más batidas por el viento a causa de su orgullo, y con más violencia, de suerte que acrecen de vegetación y son llamadas Yacamiaba. Las amazonas son mujeres de gran valor y siempre se han guardado del intercambio normal con los hombres; e incluso cuando éstos, y en virtud de acuerdo, se llegan cada año a su tierra, los reciben con las armas en la mano, tales como arcos y flechas, que las blanden durante algún tiempo, hasta que se dan por satisfechas de que los indios vienen con buenas y pacíficas intenciones. Entonces ellas dejan las armas y van a las canoas de sus visitantes, donde ellas eligen cada una la hamaca más a mano (siendo estas las camas donde duermen); luego las cogen y las llevan a sus casas y, colgándolas en un lugar donde sus propietarios se unirán a ellas, reciben a los indios como huéspedes durante unos cuantos días. Tras esto, los indios regresan a su tierra propia, repitiéndose estas visitas todos los años en la misma estación. Las hijas que nacen de estas uniones son conservadas, y son las mismas amazonas quienes las crían ya que han de ser herederas de s valentía y de las costumbres de la nación; pero que lo mismo ocurra respecto de los hijos no es cosa que se pueda asegurar. Un indio, que había ido con su padre a esa región cuando era aún joven, manifestó que los hijos se entregaban a sus padres cuando regresaban al año siguiente. Pero otros, y esta versión parece más probable, pues más corriente, dicen que cuando las amazonas ven que el nacido es niño lo matan. El tiempo descubrirá la verdad, y si estas son las amazonas tan cantadas por los historiadores existirán tesoros encerrados en su territorio, riquezas que enriquecerán a todo el mundo.”