El Imperio en América del Norte y Central: La fuente de la eterna juventud
Al capitán Juan Ponce de León llegó la noticia de haber en cierta isla del océano una fuente, río, laguna o manantial, cuyas prodigiosas aguas devolvían el vigor, la lozanía y arrogancia de la juventud a quienes en ellas se bañaran.
En América se envejecía rápido, probablemente por sus insectos venenosos, sus plantas mortíferas, mucha fruta pero poca comida de otro tipo y la ambición de riquezas de los descubridores y colonizadores de la tierra virgen. La pobreza alimentaria, la campante insalubridad junto a la inclemencia mayoritaria del clima, causaban estragos en los aventureros y aventurados que, además, debían luchar contra los naturales en sus feudos.
Hasta que en esas tierras por reconocer y administrar hubo huertos y cosechas, rebaños, caminos y poblaciones, los españoles, admirados, atacados y calumniados a partes equivalentes, vivían un calvario eternizado, siendo más las cruces de sepulturas que los vivos para honrarlas. De ahí que la remota esperanza de volver a la juventud animase los espíritus emprendedores, porque si aquella tierra tenía la propiedad de envejecer, por ley de compensación parecía lógico que tuviese en su seno el remedio”, escribe el historiador Tomás Bermúdez de Castro.
Por lo que el deseo trascendió en noticia y ésta, dando cuenta de la maravillosa fuente de la juventud, en reclamo de atención y expectativa. Fray Pedro, mártir de Anglería, comunicaba al Papa León X lo siguiente: “Entre las islas situadas al norte de La Española, a unas 525 leguas, hay una, ya explorada, que contiene un manantial perenne de agua viva que, bebiéndola con método, restablece a los ancianos en su primera juventud, y aseguro a Vuestra Santidad que esto no es un dicho sin fundamento, porque ya es tan válido en la corte que no sólo el pueblo le da fe, sino hasta las personas cuya sabiduría y fortuna los separan del común de las gentes. Mas si Vuestra Santidad desea saber mi opinión acerca de este punto, le diré que no puedo atribuir tan grandioso poder a la Naturaleza; pero sí que Dios se ha reservado esta prerrogativa para obrar en el corazón de los hombres.”
Una vieja india de la servidumbre de Juan Ponce de León en la isla de Puerto Rico, juraba que muy hacia el Norte había un país rebosante de oro con un río que restaura la juventud a quien en sus aguas se baña.
Juan Ponce era leonés. De niño fue paje de lanza, y ya mozo se alistó para la guerra de Granada donde ganó el empleo de alférez. Con tal grado embarcó en el segundo viaje de Colón.
La conquista de La Española fue un triunfo en su haber, pues era capitán con mando en un cuerpo de tropas. Dirigió la conquista de la isla de Borinquen, que fue bautizada Puerto Rico, de la que llegó a ser Gobernador; luchó contra muchos enemigos con pocos efectivos. Pero su empeño y habilidad consiguieron el éxito y el bienestar conjunto de administrados y administradores. Además, para Juan Ponce era un aliciente el conocer las buenas nuevas que propiciaba su discípulo Hernán Cortés, en México, y en el Perú su antiguo subordinado Francisco Pizarro.
Monumento a Juan Ponce de León en Punta Gorda, Florida.
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La noticia del manantial de la eterna juventud le llamó poderosa. El nuevo mundo todavía estaba por descubrir en amplias zonas y él, con la fuerza de su edad, la ayuda de Dios y la experiencia guerrera, iba a regalar a su Patria y a su Fe imperios mayores que el azteca o el inca.
Fue grande el número de voluntarios para la expedición a tan prodigioso lugar. Juan Ponce prohibió el embarque de mujeres y eligió para tripulantes y soldados hombres maduros acompañados de jóvenes para las tareas más rudas.
Algunos caciques indios, deseosos del baño rejuvenecedor, aseguraban que la fuente de la juventud se hallaba cerca, en una isla denominada Biminí perteneciente al grupo de las Bahamas. Pero Ponce no accedió a subir a bordo a los naturales, salvo a su fiel sirvienta. El día 3 de marzo de 1512 partía del puerto de san Germán la expedición de bajeles cargados de fardaje, bastimentos y armas., con mar llana y viento en popa, rumbo a las costas de La Española. Llegados al archipiélago de las Bahamas, arribaron a Guanahaní, primera tierra americana que pisaron Colón y sus hombres. Pero abundaban los ancianos, lo que impulsó a continuar la búsqueda tras algunos baños en cualquier excusa acuática.
A los cinco días de navegación dieron con un territorio atractivo, de suave clima. A la vista asomaba un vergel de fauna, con cursos de agua múltiples. Era la festividad del Domingo de Ramos cuando Ponce de León dispuso el desembarco y tomó posesión de aquella tierra, que llamó La Florida, en representación del rey de España, don Fernando el Católico.
Cabe mencionar en el solemne acto, conservado en lienzo, al perro Becerrillo, la mascota de Juan Ponce, que siempre acompañó a su amo en todas sus aventuras, no siendo esta la menor. El tal Becerrillo era famoso por su valor, fuerza y astucia, sabía distinguir a los indios aliados de los enemigos y era legendario en el cumplimiento de sus misiones: exploraciones en terrenos inaccesibles, transmisión de partes, salvamento de extraviados y heridos o asaltos a campamentos indios. Gozaba el perro de haberes y ración de soldado arquero, que era el mejor pagado. En esto de los perros de guerra, los españoles fuimos los primeros; y ya la descendencia de Becerrillo siguió el oficio de las armas, prestando servicios tan valiosos que la cotización de estos canes superaba a la de los caballos.
Los expedicionarios creyeron que La Florida era una isla, por lo que a la vez que se investigaba tierra adentro, las naves recorrían la costa en busca de circunnavegarla. Pero unas tormentas sucesivas dieron al traste con la intención y el desastre sobrevino. Las naves quedaron desechas, arrojando al mar la mayoría de sus cargas para salvar las vidas de los marineros. A todo eso, tierra adentro, la enfermedad mermaba efectivos a los aventureros, dejándolos en cuadro.
A la esperanza de hallar la perseguida fuente de la juventud se opuso la depresión en los ánimos y el ferviente deseo de regresar a casa, como fuere. Y cuando más trágica era la situación, la divina providencia vino al rescate. Aparecieron como por arte de magia un grupo de islas con cantidad de aves y tortugas, cuya carne sació el hambre y cuyo caldo repuso a los enfermos. Hecha abundante provisión, los expedicionarios pusieron el nombre de Islas de las Tortugas a ese paraíso de salvación.
Con las pocas naves en disposición de navegar, alcanzaron otro archipiélago, al que llamaron De la Vieja, porque en la playa tropezaron con una anciana que no se asustó de los llegados; al contrario, movida por la curiosidad se acercó a ellos, los tocó y habló en su lengua. Fue la sirvienta de Ponce de León quien de alguna manera pudo entenderse con la aborigen, ofreciéndose con su hijo a guiar a los expedicionarios hasta Biminí.
A esas alturas de viaje tal era la fatiga que la expedición se dividió en dos partes: la una proseguiría hacia la codiciada fuente, al mando del alférez Juan Pérez de Ortubre; la otra, con Juan Ponce, regresaría a Puerto Rico dando cuenta de lo sucedido.
A los diez días llegaba Juan Ponce a Puerto Rico, y diez después Juan Pérez, ya descubierta la famosa Biminí, hermosa y grande, con muchas aguas pero sin más virtud en ellas que la de aplacar la sed.
Monumento a Juan Ponce de León en el parque Bayfront de Miami, Florida.
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Esta es la aventura de Juan Ponce de León. Una aventura que también permitió al intrépido explorador descubrir la Corriente del Golfo; fue el primero en apreciarla y de ella dar noticia. Luego dos hechos confieren valor a su vida y trascendencia a su obra.
En España se burlaron de él, cosa harto frecuente con todos los que habiendo rebasado los límites establecidos por anteriores ofrecían un panorama nuevo; pero el rey Fernando le recibió a su mesa con los brazos abiertos, y le nombró Adelantado de La Florida y Biminí; y más títulos. Recordaba el rey las hazañas del alférez en el asedio de Granada, por lo que en agradecimiento le confió el mando de la escuadra que se estaba armando en Sevilla contra los piratas y caribes de las Antillas.
La guerra contra los piratas fue larga y dura. Una herida provocó en Juan Ponce que abandonara el mando para recogerse en la isla de Cuba y allí murió, exhausto y amargado. Y pobre, al punto que la Real Audiencia sufragó el entierro de limosna, pues todos sus ingresos, que eran muchos como Adelantado y Capitán General del Mar Océano, los venía repartiendo entre los soldados más viejos.
En lápida su epitafio:
“Aqueste lugar estrecho
es la tumba de un varón
que en el nombre fue León
y mucho más en el hecho.”
Concluye el historiador Tomás Bermúdez de Castro, que ya no son de España las tierras que Juan Ponce descubrió. Pero así como otras muchas descubiertas por españoles cambiaron sus españoles nombres por nombres extranjeros, La Florida conserva el suyo original y, con él, el recuerdo del que buscando la juventud para sí encontró un territorio eternamente joven.