La exploración de Etiopía
En el mítico reino del Preste Juan
Abril de 1618 en el manantial de Geesh
Pedro Páez Xaramillo (1564-1622), natural de Olmeda de la Cebolla (actual Olmeda de las Fuentes, en la Alcarria madrileña), jesuita, misionero, cronista y explorador, fue el primer europeo que descubrió el manantial de Geesh, origen del río Nilo Azul, en 1618. Y el primer relator de tan grande acontecimiento en su extensa Historia de Etiopía.
Pedro Páez cuenta a partir “de vista y experiencia y no de información”, y aún menos de invención o discurso plagiado. Conciso y preciso se refiere a esos “dos ojos redondos de cuatro palmos de largo”, a su entender el surgidero de las aguas de un lago subterráneo; el riachuelo Abbai cuya corriente penetra en el lago Tana y tras fundirse en sus aguas emerge por su extremo sur para discurrir en creciente como Nilo Azul y viajar 4.420 kilómetros hasta la desembocadura en el Mediterráneo. En el mismo estilo de concreción, sin alarde literario, describe las primeras cataratas del río, las cataratas de Tisisat a 32 kilómetros del lago Tana: “Del golpe que da abajo se levanta el agua como humo del aire”.
El marjal donde nace el río, rodeado de un bosque de cedros, es un espacio mágico, y por tanto sagrado, para los lugareños. Se levanta un monasterio.
A un lado las penalidades que sufrió Pedro Páez a lo largo y ancho de la península arábiga en su intento de llegar cuanto antes a Etiopía para evangelizar el vasto territorio, itinerario proceloso que no se revela en este artículo, su vocación misionera le impulsó a viajar y conocer. Pero nunca a inventar o fantasear, relatando desde su experiencia y con rigor todo cuanto veía; así lo expone en el prólogo de su obra, con el objeto de disipar futuras dudas o preguntas capciosas: “Para que todos tengan noticia de las cosas notables que hay; y de los casos que suceden en tierras muy remotas y apartadas”.
Pedro Páez también fue el primer europeo que dejó escritas impresiones de gentes y territorio, costumbres y ciudades, sobre la región de Hadramaut, entonces misteriosa por ignota, y por extensión de la “Arabia Felix”, un mundo fascinante para Occidente.
Lacónico, comenta la geografía etíope que va recorriendo: “Ya que tratamos de la fertilidad de las tierras que señorea el Preste Juan, no estará fuera de propósito decir alguna cosa de los principales ríos y lagunas. Y el primero que se ofrece como más insigne es el grande y famoso río Nilo. La gente de este imperio le llama Abaoi; y tiene su fuente en el reino de Gojâm.”
Visión primera que acaeció en abril de 1618, en las laderas del monte Gishe, en la montañosa región de Sahala.
“Esta fuente casi al Poniente de aquel reino no parecía más que dos ojos redondos de cuatro palmos de largo; y confieso que me alegré de ver lo que tanto desearon ver antiguamente el Rey Ciro y su hijo Cambises, el gran Alejandro y el famoso Julio César.”
Tras quince años en Etiopía, dando frutos su tarea evangelizadora, Pedro Páez gozaba de la confianza del emperador Susenios. Con él marchó cierta vez a una expedición a la lejana provincia de Gojam, acompañando a un pequeño ejército que pretendía castigar a los levantiscos agaus por el impago de tributos.
Cerca de su destino, jefes, acompañantes y tropa acamparon en las faldas del monte Gishe, a distancia visual del macizo de Choke. Inquieto y curioso, Pedro Páez junto a dos soldados ascendió a la cima y desde aquella atalaya pudo dar fe de las noticias recibidas por quienes se aprestaban a contarle sucesos y prodigios. Observó dos charcas “de agua clara y muy leve”, contiguas, apenas separadas por diez metros. El arma de un soldado comprobó la profundidad. “Hice meter una lanza en uno de los ojos, que está en una ribera donde empieza a aparecer esta fuente y entró once palmos. El segundo ojo de la fuente está más abajo, hacia Oriente, como a un tiro de piedra del primero; y metiendo en él una lanza de doce palmos no se halló fondo.”
Los habitantes de la zona y el propio Susenios confirmaron a Pedro Páez que el terreno alrededor de los dos manantiales borboteaba, indicando que por debajo todo era agua; y cuando llovía la sensación de temblor aumentaba considerablemente. El jesuita concluyó que se trataba de una gran laguna subterránea cubierta por un sólido entramado de raíces y tierra con el par de brotadores a la vista.
Pedro Páez relata con pormenor la travesía del Nilo Azul por tierras etíopes hasta perderse en una nueva geografía que denomina reino de Fazcolo u Ombarea, “tierra grande y poco conocida”.
“De allí en adelante no señorea el emperador [de Etiopía], ni saben dar razón de los nombres de las tierras ni del curso del río, pero me dijeron que va por tierra de Cafres gentiles hacia El Cairo.”
A su vez describe las regulares crecidas del río, un enigma que él considera efecto de las copiosas lluvias que inundan el país de junio a septiembre.
“Esta es, pues, la verdadera causa de la creciente anual del río Nilo; las muchas aguas que se le juntan, por ser invierno que en aquel tiempo llueve mucho. Todas las demás que se dan son fábulas y meras imaginaciones. A final de septiembre comienzan ordinariamente a disminuir las aguas de la laguna de Dambia (lago Tana) y los ríos a bajar por ir faltando las lluvias y consiguientemente el Nilo.”
El primer gran salto del Nilo Azul son las llamadas cataratas de Tisisat, a una treintena de kilómetros del lago Tana. Cuenta Pedro Páez de ellas: “Habiendo andada cinco leguas [el Nilo Azul] llega a una tierra que llaman Alata, donde cae a pique por unas rocas que tendrán de alto catorce brazas; y será necesario una honda para hacer llegar una piedra de parte a parte; y en invierno del golpe que da abajo se levanta el agua como humo en el aire, tanto que se ve desde muy lejos, como yo lo vi muchas veces”.
También fue el primer relator del café que se conoce. Las líneas que siguen corresponden al estudio de María José Pascual sobre la figura y peripecias de Pedro Páez: Un misionero en el reino de Etiopía. Pedro Páez y el río Nilo.
Sufriendo cautiverio en la región de Hadramaut, actual Yemen, el año 1589 él y su compañero misionero el sacerdote Antonio de Monserrate, encomendados por el rey Felipe II para evangelizar Etiopia pero aún imposibilitados de llegar a su destino, al que tardarían seis penosos años en alcanzar, fueron conducidos como esclavos a través del desierto hacia los lugares de Terim y Al-Qatna. En este último lugar es donde prueban la extraña bebida llamada câhua “que es agua cocida con la cáscara de una fruta que llaman Bûn, que beben muy caliente en lugar de vino”.
Y más relevaciones, en este caso sobre la reina de Saba, tomadas del mismo estudio.
Recluidos en la prisión de Haynan, en la inmensa península arábiga, el interés que mostró el sultán por las experiencias y conocimientos de los sacerdotes alivió la privación de libertad y la demora en el ejercicio de su misión. Pero enterado el pachá otomano que gobernaba la provincia de San’a de la presencia de ambos los reclamó. Y así volvieron al desierto, en travesía forzosa, recorriéndolo hasta su límite. Durante el trayecto, sobre todo una vez superado el rigor del desierto, las condiciones de vida se suavizaron y el contacto con sus escoltas y los naturales de las aldeas que cruzaban, con los que pudieron departir al respecto de los usos, las costumbres y la arquitectura.
De estas conversaciones, hilando lenguas, temas y episodios, Pedro Páez supo que la población de Marib, que él denomina Melquis, “lugar con muchas piedras con letras antiguas, que ni los naturales sabían leer ni dar razón de ellas”, según la versión de las gentes interrogadas había sido una gran ciudad perteneciente a los dominios de la reina de Saba.
“Si esto fuera cierto confirma que la reina de Saba era también Señora de parte de Arabia Feliz, que habitaban los sabeos y homeritas; y así que cuando fue a Ierusalem partió de Ethiopia, atravesó el Mar Roxo y de camino visitó la tierra de sus vasallos.”
Escrita queda la síntesis del periplo viajero, azaroso no por voluntad del intrépido misionero, de tan importante personaje que la historia ha tardado siglos en recuperar, otorgándole la recompensa que merece.
En resumen, Pedro Páez fue un observador agudo y minucioso, curioso como buen explorador, e interesado en describir la realidad y no sus fantasías o la traslación de ellas a unos paisajes distorsionados por la fábula. Si sus crónicas, reunidas en la Historia de Etiopía, amplia en extensión y pródiga en apartados, hubieran llegado al público europeo (y al del resto del mundo ilustrado) en su momento, otro sería el recuerdo del autor y otra la memoria de sus hechos y la falacia de un posterior explorador, el escocés James Bruce, que pretendió atribuirse el mérito que no le correspondía; tardó un siglo y medio en llegar a ese asombroso lugar que describe, habiéndolo hollado, Pedro Páez.
Destaca la citada María José Pascual que pese al extravío de la Historia de Etiopía (no aparece hasta principios del siglo XX), escrita en 1622, pervivió la huella descubridora de Páez gracias al erudito Athanasius Kircher, quien en 1652 menciona el hallazgo de la fuente del Nilo en su obra Oedipus Aegypticus, de las que se harán eco autores contemporáneos como Isaac Vossius o Job Ludolph.
También mantendrá vigencia la memoria documentada de Pedro Páez en las obras de los jesuitas Baltasar Téllez, 1660, Enmanuel D’Almeyda, 1660, y Jerónimo Lobo. Este último visitó las fuentes del Nilo Azul y las cataratas Tisisat una década después que Pedro Páez.