Recurso volátil
11 de mayo de 1793 en Coruña del Conde
Sucedió en España la que puede ser primera ocasión en que un hombre voló verdadera y documentalmente demostrable.
El piloto se llamaba Diego Marín de Aguilera, natural de Coruña del Conde, en la provincia de Burgos, del que se cuenta que era pastor de oficio y ocurrente e inventor por inteligencia e imaginación. Tras seis años de pormenorizado estudio del vuelo de las aves y de su “carga alar”, y con la ayuda del herrero de su pueblo construyó el aparato que habría de volar autónomamente, al que bautizó Recurso volátil. Este anticipo de avión, configurado como un gran pájaro, constaba de alas de dos varas y media cada una, susceptibles de remedar movimientos articulares, compuestas de finas y quebradizas varillas de hierro, revestidas de tela y un vestuario plumífero, confeccionado con materia prima de águila, dispuestas las plumas como la madre naturaleza dotó a sus propietarias las aves. Las alas quedaron sujetas al armazón y entre sí por medio de alambres. También, y para asemejarse al máximo al original, la invención contaba con una cola, cubierta de plumas y dotada de movilidad. Cola y alas eran movidas a voluntad del osado piloto por una manivela, mientras los pies calzaban unos estribos adosados al cuerpo del aparato volador.
La prueba tuvo lugar de noche y en paraje discreto, a salvo de miradas perturbadas, denuncias e imprecaciones vecinales. El documento que relata el hecho, todo un acontecimiento de consecuencias impensables, lo firma Joaquín Barbero, cuñado de Diego Marín, en calidad de testigo presencial.
Piloto y aparato despegaron del pequeño cerro elegido como rampa de lanzamiento. En tan conspicuo momento, a guisa de anuncio de intenciones y despedida, Diego Marín de Aguilera declaró a su entusiasta compañía: “Voy a Burgo de Osma y desde allí a Soria; no volveré hasta pasados ocho días”.
El Recurso volátil alzó vuelo y sobrevoló el pueblo unas seis varas por encima de los tejados. Recorrida la distancia aproximada de 450 varas, hombre y máquina aterrizaron en una viña situada en la orilla izquierda del río Arandilla, flanqueada de chopos.
Los expectantes compañeros de aventura no tardaron en llegar al lugar de la caída, o aterrizaje forzoso, “merced a la claridad de la noche y por haberlo seguido a toda prisa”.
Así y allá concluyó la aventura de la jornada y de su vida, cuenta el historiador Emilio Herrera Alonso, aviador militar para más señas, pues aunque deseoso de continuar con el empeño, corrigiendo los detectados errores, el avanzado Diego no pudo contrarrestar el recelo y animadversión de sus coterráneos. Ya el poeta y filósofo latino Tito Lucrecio Caro, un siglo antes de nuestra Era, había confirmado que la envidia, como el rayo, cae sobre las cimas y lo que destaca del nivel común. Magnífica, certera y atinada cita aplicable en todo tiempo y lugar.
Los testimonios de la proeza con los que se cuenta avalan la realización del vuelo. Un intento por emular a las aves llevado a cabo cien años antes de que Otto Lilienthal efectuara algo similar.
Deduce Emilio Herrera Alonso que la proeza del ingenioso y audaz castellano consistió en un vuelo planeado que terminó al acabarse la senda correspondiente a la altura de lanzamiento y la superficie de sustentación, siendo probable que más que caer a tierra por la rotura de un pernio, en versión del piloto, se rompiera éste en el violento aterrizaje.
Juan Albarellos, en sus Efemérides burgalesas, narra que recorrió por el aire 450 yardas castellanas, utilizando un aparato de su invención, a 5 de altura sobre los tejados de su pueblo, que era Coruña del Conde, en la provincia de Burgos (donde se le erigió posteriormente un monumento conmemorativo), durante la noche del 11 de mayo de 1793, aterrizando con cierta brusquedad aunque sin malas consecuencias para el tripulante.
Desde 1973 se alza en Coruña del Conde un monumento, modesto no obstante, en memoria y homenaje del bravo español que fue Diego Marín de Aguilera. En 1993, en el cerrato desde el que se lanzó a la aventura de volar, quedó emplazado un avión T-33 del Ejército del Aire, para conmemorar el segundo centenario de la proeza del primer hombre que efectivamente voló a petición propia.